El cortafuego (y II)

Los promotores del NP constituyen magníficos ejemplos de valentía cívica. Como María San Gil, Regina Otaola o Laura Garrido, ni más ni menos. O sea, que el temple heroico común a todos ellos y que nadie les discute no debería considerarse pertinente a efectos de una serena valoración de los distintos papeles que les van a corresponder al NP y al PP en las próximas elecciones. Mi tesis, como quedó claro en la primera parte de este análisis, es que al NP se le reserva el de dificultar la alternancia, y ello, añado ahora, con independencia de las buenas intenciones de Savater, Rosa Díez, Mikel Buesa y Carlos Martínez Gorriarán.

Pero, antes de seguir, creo necesario definir la posición desde la que intervengo en una controversia que se ha desatado porque era imposible evitarla. No milito ni he militado en el PP. Nunca he formado parte de sus listas electorales (Mikel Buesa, sí, lo que le honra), pero, si apoyo a Rajoy, no es por consideraciones pragmáticas, como lo hace alguna gente que, siendo de izquierda, recomienda —muy sensatamente, en mi opinión— el voto útil a la derecha democrática en los próximos comicios. Votaré al PP por afinidad política y, por tanto, no voy a defender mi opción como un quiebro estratégico para salvaguardar los auténticos valores de una izquierda teóricamente traicionada por Rodríguez Zapatero. El presidente del Gobierno no ha traicionado a la izquierda: es la izquierda. Por eso, porque la izquierda es así, quiero que gane la derecha.

Ahora bien, es obvio que, como los promotores del NP, procedo de la izquierda del 68. En España, la nueva izquierda nacida en los años sesenta constaba de tres sectores: la extrema izquierda leninista, el nacionalismo revolucionario y la izquierda libertaria. Yo transité del nacionalismo revolucionario al leninismo, siempre dentro de un universo ideológico totalitario. De ahí que mi incorporación a la democracia se produjera tras una recapitulación crítica y amarga de mis ideales de juventud. Savater, por ejemplo, nunca vivió una experiencia parecida. Pasó de la izquierda antiautoritaria a la democracia sin tener que arrepentirse de nada (cuando leí sus memorias, sentí una sana envidia de su buena conciencia). Por eso, Savater no es como Orwell, ni como Solhenitsyn ni como Octavio Paz, y, también por eso, aunque nunca he dejado de admirar a Savater, aunque sigue conmoviéndome su presteza en responder a la mínima interpelación ética, hay en él algo que me resulta decepcionante y que es el corolario fatal de la buena conciencia en política: la ingenuidad.

En mayor o menor medida, ésta es una característica extensiva al resto de los promotores del NP. Lo curioso es que Savater admite, en teoría, el principio de que la ética y la política son cosas distintas (ha escrito bastante sobre este asunto), pero, cuando se ha metido en política, ha tendido a moverse exclusivamente por imperativos éticos, encomiable conducta con resultados generalmente catastróficos. Entiéndase, no defiendo una política separada absolutamente de la ética (soy mucho menos moderno que Savater en ese aspecto), pero sé que en política hay que negociar incesantemente con los propios principios éticos, cosa que, en la práctica, Savater es incapaz de asumir. El radicalismo ético permite conservar la buena conciencia, pero a costa de no enterarse de los problemas que la política plantea. En realidad, el propio Rodríguez Zapatero es una versión de este fenómeno llevada al absurdo (triunfe el bien y perezca el mundo). San Agustín, un filósofo sin pizca de buena conciencia y bastante pesaroso de sus extravíos de juventud, sostenía que la cantidad de mal que cada uno puede desarrollar es proporcional a la cantidad de bien que cree poseer sustantivamente, y, mira por dónde, esto es algo que la tradición conservadora nunca ha olvidado y que una buena parte de aquella izquierda del 68 que ardió en la locura totalitaria aprendió de su desoladora experiencia (los menos cínicos se volvieron conservadores), pero que resulta extraño e incomprensible para los que, como Savater o Cohn Bendit, vienen de la izquierda antiautoritaria.

Por supuesto, la izquierda actual es pródiga en oportunistas y mangantes. También los hay en la derecha, cierto, pero, curiosamente, en menor proporción (como todo converso procedente de la izquierda constata con horrorizada sorpresa, la gente de derecha tiende a ser más virtuosa). Los Savater no abundan en la izquierda, pero suscitan infinidad de remedos más o menos espurios, precisamente por su indiscutible condición heroica. Es más, me atrevería a decir que el PSOE buenista de Rodríguez Zapatero es producto de una pulsión mimética generalizada respecto a Savater (en tal sentido, difiere mucho del PSOE de Felipe González, que temía al filósofo). Es terrible, pero Savater debería ser consciente de que le ha tocado representar en España el mismo papel de modelo de la izquierda bondadosa, hedonista, transgresora, humanitaria, antitotalitaria, cooperante, etc., que desempeñó en Francia Bernard Kouchner antes de pasarse con botiquines y bagajes a las filas de Sarkozy (un cambio de destino como el que, sobra decirlo, deseo fervientemente para Savater).
Visto el perfil del personaje, vayamos a sus consecuencias políticas. Si estuviéramos en el México del PRI, un fenómeno como el del NP no requeriría una explicación muy prolija. El PRI pasó, de la destrucción física o moral de sus disidentes, a permitirles crear inofensivos partidos «trosquistas» que duraban a lo sumo una primavera, pero, tras la emergencia del PAN en los años ochenta, comenzó a utilizar este tipo de formaciones como cortafuegos del voto priista descontento. Martínez Gorriarán, ingenuamente, aduce que el trato hostil que el NP está recibiendo del PSOE demuestra que no es (o no será) un partido ancilar de los socialistas. Error: en el México de los ochenta, el PRI cargaba la mano contra sus hijos díscolos, porque tal actitud favorecía el prestigio de éstos ante el voto fugitivo, desviándolo del PAN.

La contradicción genética del NP de Savater y Rosa Díez me recuerda mucho la de aquellos encantadores micropartidos de la disidencia mexicana. Se creían heroicos rebeldes y, cuando se daban cuenta de que le habían hecho al PRI el trabajo sucio, ya era demasiado tarde. Este tipo de comportamiento tiene un nombre español y universal, quijotismo, y fue literariamente descrito por un conservador agustiniano que se quedó manco combatiendo en defensa de la Ciudad de Dios. Es muy sintomático que Savater deteste la Novela y ame la Narración —o sea, el Romance—, donde la tarea del héroe alcanza siempre (al contrario que en la Novela y en la Vida) los objetivos que se propone.

El primer efecto de la irrupción en escena del NP, antes incluso del parto, ha sido la implosión del Foro Ermua, hazaña que el zapaterismo no había podido lograr en tres años y medio de acoso. No sé si esto dará algo que pensar a mi querido Fernando Savater. En fin, como soy de derechas en mi presente reencarnación, no voy a regalar consejo alguno a la izquierda antiautoritaria devenida azañista, lerrouxista o pimargalliana, y me conformaré con recomendar a los humillados y ofendidos por el gobierno de Rodríguez que, si de verdad desean desalojar a éste de La Moncloa, eviten los cortafuegos. No hay otra.

Jon Juaristi. Leer la primera parte del artículo.