El gabinete del profesor Gazzaniga

Los contados pero muy notables españoles que sin detestarle ni admirarle tratan de desentrañar las claves psicológicas de la conducta del presidente Zapatero tienen a menudo la sensación, por decirlo en términos churchillianos, de estar ante un jeroglífico dentro de un misterio encerrado en un enigma. Y la insistente pregunta que, a modo de compendio de tal laberinto, brotaba de sus labios durante la pasada legislatura en relación con la negociación con ETA y los efectos del nuevo Estatuto de Cataluña se repite ya en ésta a propósito de la marcha de la economía y de la política lingüística: «¿Pero se creerá este hombre realmente lo que dice?».

Quien más lejos ha llegado a la hora de ayudarnos a encontrar una respuesta no banal a tan decisivo interrogante ha sido el profesor de psicología y director del Centro para el Estudio de la Mente de la Universidad de California en Santa Bárbara, Michael Gazzaniga, a través de sus experimentos sobre el funcionamiento del cerebro humano que tanto impacto han tenido desde los años 70 en la comunidad científica.

Uno de los más célebres, relatado con todo detalle en su libro El cerebro social (Alianza Editorial, 1993), fue el que desarrolló con enfermos de epilepsia que hubieran sido sometidos a una sofisticada operación quirúrgica -la comisurectomía- consistente en seccionar el haz de fibras o comisura callosa que une los dos hemisferios del cerebro. Se trata de personas que, gracias a esa técnica que impide la propagación de sus ataques epilépticos, pueden llevar una vida prácticamente normal y constituyen una fuente única para el estudio del carácter compartimentado de la mente humana.

Utilizando un proyector especial que permitía que sólo una de los dos mitades del cerebro captara alternativamente las imágenes situadas transversalmente en el lado opuesto, pues así es como funciona el reconocimiento visual humano, Gazzaniga presentó ante el hemisferio izquierdo de sus pacientes la figura de una pata de pollo y ante el derecho la de una casita cubierta de nieve con un automóvil en la puerta. A continuación aparecían en una especie de tablero hasta ocho iconos distintos, y el investigador pedía a cada paciente que eligiera uno que guardara alguna relación con lo que había visto. La reacción típica, repetida una y otra vez en el experimento, era que la mano derecha señalaba la cabeza de un gallo y la izquierda una pala como las que se usan para quitar nieve.

Gazzaniga preguntaba entonces por qué el paciente señalaba dos iconos a la vez, cuando además éstos no tenían nada que ver entre sí. La respuesta, que en el libro aparece en boca de un tal Paul, llegaba a partir de la experiencia del hemisferio izquierdo -el que había captado la pata de pollo- que es dónde reside la función del lenguaje. «Muy fácil. El gallo va con la pata de pollo y la pala la necesito para limpiar el gallinero».

La interpretación de este resultado de su experimento por parte de quien está considerado una gran autoridad en lo que podemos llamar neuropsicología no puede ser más subyugante: «Debido a la separación entre los hemisferios, el cerebro izquierdo no tenía conocimiento de lo que había visto el cerebro derecho. Sin embargo, el cuerpo del propio paciente estaba haciendo algo. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué la mano izquierda señalaba la pala? El sistema cognitivo del cerebro izquierdo necesitaba una teoría e instantáneamente creó una que, dada la información de que disponía sobre esa tarea concreta, no dejaba de tener sentido. Es muy difícil describir la fascinación que produce observar esas cosas. Manipular variables mentales es una experiencia sobrecogedora».

Es comprensible la mezcla de euforia y espanto de Gazzaniga pues acababa de dar un paso decisivo para la comprobación empírica de la teoría de la disonancia cognitiva enunciada un cuarto de siglo antes por el psicólogo norteamericano de origen ruso Leon Festinger. Según su ya clásico estudio A theory of cognitive dissonance (Stanford University Press, 1957) cuando una persona mantiene al mismo tiempo dos ideas que están en conflicto o se comporta de forma contradictoria con sus convicciones se produce una tensión que rompe su armonía interna y le lleva a buscar soluciones que le permitan explicarse ante sí mismo y ante los demás.

Aunque hay algunos individuos con la suficiente capacidad de autocrítica como para considerar que uno de los dos elementos tiene que ser necesariamente erróneo -no puedo a la vez considerarme del Real Madrid y querer que siempre que se enfrenten gane el Barcelona, no puedo creer que soy un hombre sincero y mentir cada dos por tres- muchos otros tienden a generar nuevas convicciones, desafiando a menudo las leyes de la lógica mediante las más enrevesadas interpretaciones, con tal de que esos elementos contradictorios e incluso antitéticos parezcan encajar en un sistema coherente, por muy alambicado y hasta surrealista que éste resulte.

De acuerdo con esta regla, quien ha gastado una millonada en una obra de arte tiende a considerarla de mucho mayor valor artístico después de pagar el cheque y sólo una dosis adicional de su abstracto sentido del deber lleva a un funcionario público que se siente mal pagado a esmerarse en su tarea. Por eso mismo decir de un político que tiene un problema crónico de disonancia cognitiva, que es en definitiva lo que yo vengo atribuyéndole a Zapatero casi desde que lo conocí hace ocho años, es admitir su sinceridad en al menos un capítulo: el buen concepto que tiene de su propia persona. Está claro que si el presidente no se considerara un hombre honesto y un gobernante eficaz tampoco se vería incontrolablemente impelido a compatibilizar tales premisas con las falsedades que rodearon la negociación con ETA o con el peor comportamiento de España respecto a sus socios y vecinos en el catastrófico escenario económico actual.

Las dos vías de escape que más habitualmente utilizan quienes padecen disonancia cognitiva son el negacionismo y el autoengaño. No es casualidad que la inmensa mayoría de quienes niegan o minimizan la realidad del Holocausto -o del genocidio armenio o de los atrocidades de los japoneses en China- resulten ser al mismo tiempo admiradores de los acusados de haberlo cometido: lo antitético debe ser eliminado.

El propio Festinger hizo sus pinitos como una mezcla de periodista de investigación y detective de la psique, infiltrándose junto a alguno de sus colaboradores en un grupo de seguidores de una visionaria que había anunciado la invasión de la Tierra por una flota de platillos volantes a fecha fija. Se trataba de averiguar cómo reaccionarían después del día D los miembros de la secta ante una variante tan extrema de la disonancia cognitiva como esa expectativa frustrada. El resultado de tan peculiar trabajo de campo contribuyó tanto a su jolgorio personal como a su reafirmación científica: gran parte de aquellos trastornados habían pasado a creer que el alto mando alienígena había perdonado en el último momento a los terrícolas.

Festinger encontró otro claro antecedente de ese tipo de respuesta a lo eufemísticamente bautizado como disconfirmed expectancy en el caso de los seguidores del predicador baptista William Miller, que durante años profetizó que Jesucristo regresaría al reino de los vivos el 22 de octubre de 1844. Cuando eso no sucedió, la fecha se convirtió en motivo de celebración anual como fiesta de la Gran Decepción (Great Disappointment) en la que se mantenía el fuego sagrado de la fe en un Segundo Advenimiento de ubicación temporal ya más imprecisa.

Pero si la disonancia cognitiva resultaba patente en la conducta de lunáticos de distinta laya, Festinger iba mucho más allá -o mejor dicho se quedaba mucho más acá- cuando alegaba que «las personas no soportamos mantener al mismo tiempo dos pensamientos o creencias contradictorias y automáticamente justificamos dicha contradicción aunque para ello sea necesario recurrir a argumentaciones absurdas». Esto le puede pasa a cualquiera, venía a decirnos él, y vaya que si le pasa, añado yo, al presidente Zapatero.

Durante el proceso de paz con ETA se comportó como si el envío de cartas de extorsión, los actos de kale borroka, el robo de las pistolas o el propio atentado de Barajas fueran episodios sólo percibidos por un mudo hemisferio derecho de su cerebro, mientras los más seráficos pronósticos eran aireados por un locuaz hemisferio izquierdo. Incluso cuando el 30 de diciembre de 2006 fue víctima de la más estruendosa disconfirmed expectancy de los anales de la política democrática su mezcla de irresponsabilidad y amor propio le llevó a continuar una negociación infame con la «argumentación absurda» de que se lo pedían los mediadores internacionales.

Su actitud ante las protestas por la ruptura del consenso constitucional que supuso la promulgación del nuevo Estatuto catalán o ante las actuales denuncias incluidas en el ya imparable Manifiesto por la Lengua Común reúne también todos los rasgos de negacionismo y autoengaño típicos de quienes padecen disonancia cognitiva: puesto que él es un defensor de la España Constitucional y un paladín de la ampliación de los derechos civiles es sencillamente imposible que sus actos estén desestabilizando el Estado de las Autonomías o dejando en la cuneta de la estulticia a cientos de miles de familias convertidas en rehenes de la ingeniería social nacionalista.

Por eso le preguntan por los derechos de los españoles y él contesta hablando del papel del Instituto Cervantes en el fomento del castellano en el extranjero. Por eso su partido llega a proclamar que sólo la imposición del catalán como lengua vehicular garantiza la igualdad en la enseñanaza, como si la única forma de que los ciudadanos seamos igualmente libres fuera meternos a todos en la misma cárcel. La mentira es la verdad. Este congreso del PSOE debería ser el que sustituya a Pablo Iglesias por George Orwell.

¿Y qué me dicen de su performance del miércoles en el pleno monográfico sobre la situación económica? Zapatero convirtió durante cinco horas la tribuna del Congreso en el gabinete del profesor Gazzaniga. El hemisferio izquierdo de su cerebro no dejaba de transmitir -eso sí, con menor elocuencia que de costumbre- mensajes triunfalistas sobre lo bien que habían ido hasta ahora las cosas, los grandes logros de España gracias al funcionamiento de la economía de mercado y lo rápida que será nuestra recuperación en línea con la tesis de la efímera fiebre infantil enunciada por nuestro primer banquero. En cambio la cruda realidad actual llegaba atenuada por todo tipo de filtros, excusas y eufemismos como si sólo hubiera podido ser captada por un silente hemisferio derecho desconectado del resto de las funciones cognitivas.

Los turnos de réplica y contrarréplica equivalieron entonces al momento en que el neuropsicólogo pide a los pacientes que identifiquen sus percepciones con los iconos que más relación guarden con ellas. La mano izquierda de Zapatero señaló entonces un símbolo que le representara a sí mismo -pongamos las dichosas cejas- como artífice del éxito del capitalismo español y la mano derecha no pudo por menos que fijarse sobre el puño y la rosa. Pero no porque estuviera dispuesto a asumir ninguna responsabilidad en nombre de su partido, su política o sus ideas ante la legión de damnificados por la inflación, el desempleo o la subida de las hipotecas, sino porque -¡oh milagro de la disonancia cognitiva!- su psique ya había encontrado su propia regla de conformidad: España es el paraíso de los multimillonarios porque yo hago una política socialdemócrata. Ni siquiera la advertencia del portavoz del PNV sobre lo poco «socialdemócrata» que es devolver los 400 euros tanto a Botín como a su jardinero sirvió para bajarle de la nube.

¿Pero es que acaso cuando usted nos contó en marzo del año pasado que el presidente se había operado de miopía, en realidad se había sometido a esa separación del cerebro mediante la comisurectomía?, me preguntarán a estas alturas los lectores más tenaces de estas cartas. No me consta. Una cosa es que la experiencia demuestre que no le terminaron de arreglar sus problemas agudos de visión y otra que en aquel quirófano el asunto pasara a mayores.

La explicación es mucho más sencilla y nos la daba el profesor de psicología de la Universidad de Deusto Miguel Angel Vadillo en un reciente artículo en el que comentaba los descubrimientos de Festinger y Gazzaniga: «El ser humano tal vez no sea un animal muy racional, pero de lo que no hay duda es de que es un animal un poco obsesionado por la coherencia. Y también por la apariencia... Lo peor es que esta tendencia a dar explicaciones de lo que hacemos acaba convirtiéndonos en esclavos de lo que ya hemos hecho... Una vez elegida la pala, preferimos ponernos a limpiar el gallinero antes que reconocer que no sabemos por qué la elegimos». ¿A que nunca les habían explicado así de bien el síndrome de La Moncloa?

Pedro J. Ramírez, director de El MUNDO.