Estado, libertad, civilización

La grave crisis económica que padecemos es la primera de la globalización y no hay por lo tanto precedentes conocidos a los que recurrir y por los que avanzar hacia su resolución. La recesión -ya no hay duda- proviene del descontrol del sistema financiero norteamericano, que se ha desenvuelto hasta ahora en un marco de desregulación prácticamente absoluta. La concesión irracional de hipotecas a prestatarios insolventes que eran titulizadas y entregadas al tráfico financiero contaminó todo el sistema. Y el descubrimiento de aquel fraude dolosamente tolerado no sólo ha puesto en dificultades a los tenedores de tales títulos sino que ha arruinado la confianza de los agentes económicos, creando una gran falta de liquidez que ha perturbado toda la economía occidental.

Tal libertinaje financiero ha sido, en parte, consecuencia de las políticas neocon, proclives al total descontrol de los mercados, que por sí solos serían capaces supuestamente de autorregularse y de generar una gran riqueza, conforme a la exacerbación de la teoría clásica de la "mano invisible". La derecha neoconservadora, heredera de Leo Strauss y reconcentrada en los grandes think tanks que se fortalecieron durante la era Reagan -Heritage Foundation, American Enterprise Institute, Project for The New American Century, etcétera- abonó las tesis del unilateralismo hegemonista en política exterior y del deslizamiento hacia el Estado mínimo en política interna, con la particularidad de que el adelgazamiento de las estructuras estatales no impidió la búsqueda enfermiza de la seguridad -la «Patriot Act» de 2001-, que fue concebida como una forma más de la lucha contra el terrorismo internacional a costa de reducir las grandes libertades públicas, hurtándolas al control jurisdiccional. Europa fue presionada para que actuase en la misma dirección restrictiva e interventora pero, por fortuna, resistió en líneas generales al asedio, aunque sin lograr evitar ciertos excesos represivos que amenazan la libertad de expresión y la autonomía personal (control de las comunicaciones, de Internet, etcétera).

El movimiento neocom, que alcanzó gran ascendiente sobre la Casa Blanca -a él pertenece el vicepresidente saliente, Cheney-, ha ido perdiendo gran parte de su impulso a medida que la opinión pública de aquel gran país se iba percatando del gran engaño de la guerra de Irak y del altísimo coste que tenía aquella aventura, fruto de una obcecación fanática y contraria al verdadero interés de los Estados Unidos; de hecho, el republicano McCain que ha pugnado con Obama por la presidencia, estaba muy alejado de tales postulados. En el resto del mundo, el descrédito del movimiento en sectores conservadores ha sido total; baste recordar aquí un reciente artículo de José María Lassalle, secretario de Estudios del Partido Popular y diputado, en el que manifiesta la esperanza de que la herencia de Locke gane la batalla al legado de Strauss. Y el hecho de que Bush, reclamado por sus propios tecnócratas al término de su mandato, haya asumido el vasto plan de rescate y saneamiento del sistema financiero con dinero público y haya aceptado las conclusiones de la conferencia de Washington supone el reconocimiento de la autoría del naufragio. Ocioso es decir que Obama representa la racionalidad política en la gestión de la espontaneidad económica, de forma que se avecinan tiempos nuevos en los desarrollos intelectuales de los Estados Unidos. No será una revolución pero sí la supeditación de la economía al humanismo y a la política.

José Luis Leal, entre otros, ha explicado con rigor los problemas de regulación y supervisión del sistema financiero norteamericano que han hecho posible la crisis -la supervisión habría estado repartida entre un conjunto de instituciones mal coordinadas entre sí-, que no sólo puede explicarse por el hundimiento del sector inmobiliario provocado por un exceso de liquidez. Pero más allá de estas causas concretas, la responsabilidad del caos pertenece al modelo de capitalismo desreglamentado y basado exclusivamente en la tecnología y el espíritu empresarial que implementó Bush, desterrando no sólo por completo las viejas ideas del pacto social -el new deal- de Roosevelt sino también los avances teóricos de Galbraith, admirador del británico Keynes, que de un modo u otro se habían mantenido presentes en los Estados Unidos hasta el final de la era Clinton.

El fracaso del modelo ultraliberal tendrá sin duda consecuencias en la vieja y siempre joven democracia americana, que tantas veces ha demostrado su admirable capacidad de autorregeneración y reconstrucción en pos de los equilibrios perdidos. La experiencia acumulada en esta adversa coyuntura provocará un saludable movimiento pendular que centrará el liberalismo y resaltará la evidencia de que, aunque son sobre todo los individuos libres los forjadores de su propio destino, el Estado debe ejercer un ineludible papel civilizador. En un doble sentido: de un lado, realizando las acciones que aseguren la existencia de sólidos servicios públicos -Obama se propone de nuevo la universalización de la asistencia sanitaria gratuita- y la igualdad de oportunidades de los ciudadanos en el origen, y de otro lado, estableciendo marcos regulatorios y supervisores en aquellas actividades que los requieren porque de su buen funcionamiento depende el bienestar colectivo.

No se trata, es obvio, de suplantar al mercado ni de hacer al Estado protagonista de la iniciativa económica sino de marcar unas pautas y de reclamar unas garantías allá donde el interés general pueda quedar comprometido. Europa, sin ir más lejos, ha recorrido ya este camino, y hoy la solvencia del sistema financiero europeo está asegurada gracias a un marco regulatorio y de supervisión estricto; curiosamente, los Fondos de Garantía de Depósito, objeto de una directiva comunitaria, instalados en todos nuestro países para aportar confianza al sistema, siguen el modelo del FDIC norteamericano, creado en 1933 a consecuencia de las lecciones dictadas por la experiencia de la Gran Depresión.

La crisis norteamericana ha castigado seriamente a Europa llevándola a la recesión, aunque sin llegar a resquebrajar gravemente su sistema financiero, que desde hace décadas es objeto de un control estricto de los Estados nacionales. La Unión Europea tiene, pues, la obligación de presionar sobre Washington en el sentido adecuado para que el gran aliado trasatlántico recupere las viejas pautas que le permitieron convertirse en la gran potencia mundial. Economistas como el nobel Stiglitz, crítico con los fundamentalistas del libre mercado, pueden prestar también un impagable servicio a su país si son escuchados. El reequilibrio debe pasar, en fin, por una recuperación del viejo sentido liberal de la democracia -es patético reseñar que Leo Strauss, William e Irving Kristol, Podhoretz y sus epígonos neocon combatieron encarnizadamente a Karl Popper- y por una reconstrucción de la idea del Estado como depurado y sutil instrumento civilizador que resume el concepto de lo público como construcción racional colectiva que estimula y derrama lubricante sobre las circulaciones sociales.

Al cabo, la vieja Europa surgida de la Segunda Guerra Mundial y reunificada tras el hundimiento del socialismo real y la caída del Muro de Berlín ya atisbó mucho tiempo atrás el paradigma que había de regir estos desarrollos: el congreso de Bad Godesberg de 1959, en que la socialdemocracia alemana se desembarazó del marxismo y abrazó sin reservas la democracia liberal, proclamó este lema oportunísimo: mercado, hasta donde sea posible; Estado, hasta donde sea necesario. Hoy, con los matices progresistas o conservadores que se quiera, el criterio sigue estando plenamente en vigor.

Antonio Papell