El cesarismo empírico en el presidencialismo encubierto

Para algunos gobernantes los programas políticos contienen los objetivos de sus actuaciones. En caso de que lleguen a obtener poder suficiente los realizarán. Para otros gobernantes, por el contrario, los programas no son un fin, sino un medio de conseguir apoyos en las elecciones, prometiendo cosas que luego, si llega el caso, dejarán en el cajón.
La diferencia entre unos y otros sirve para aproximarnos a los tipos de presidencialismo encubierto y de cesarismo empírico, aunque esta última forma de gobernar tenga unas características propias, más destacadas.

En el cesarismo empírico se van afrontando los problemas según éstos surjen. A veces con acierto y a veces equivocadamente. No se salta al campo -utilizando el símil de un equipo de fútbol- sabiendo lo que hay que hacer, atacar a fondo por las alas o replegándose en el área propia. El político del cesarismo empírico, cuyo programa era sólo un incentivo para los electores, espera a que las dificultades se presenten, sin anticiparse nunca con soluciones bien elaboradas.

El político del cesarismo empírico, además, se suele cubrir con el ropaje de un texto constitucional que, por supuesto, no respeta. Se citan al respecto, entre otros casos, la Constitución chilena de 18 de septiembre de 1925 y la polaca de 23 de abril de 1935. La lectura de estos textos nos podría desorientar, pues los correspondientes regímenes políticos que allí funcionaron no tuvieron en cuenta las reglas del ordenamiento constitucional.

El ordenamiento constitucional y el régimen político son cosas distintas. El observador miope no aprecia las diferencias y si las normas de la Constitución, por ejemplo, diseñan un sistema parlamentario, con predominio de las asambleas de diputados y senadores, en la práctica (o sea, en el régimen político en el que realmente se convive) el jefe del Ejecutivo se convierte en la figura central. Del parlamentarismo se pasa al presidencialismo encubierto.

Ha sido objeto de estudio detallado el cesarismo empírico en Turquía, donde en 1923 parecía que iban a funcionar las instituciones parlamentarias. La ley orgánica del 24 de abril de 1924 define a Turquía como una república parlamentaria. Pero Turquía carecía de madurez política y de un clima social favorables para el funcionamiento correcto de varios partidos. Todo desembocó en un cesarismo empírico.

Aceptar «lo que viene de arriba» es más cómodo que oponerse al gobernante, transformado en césar. Una vez ocupado el puesto de mando, el capitán recibe innumerables adhesiones, algunas de ellas inesperadas. Sabemos que no es un fenómeno exclusivo de los países de Iberoamerica, como algunos analistas europeos nos quieren hacer creer. Una visión parcial, por ejemplo, son las observaciones de un autor tan admirado como André Siegfried. Describe así el cesarismo empírico: «Que el jefe se imponga por la fuerza, que sea plebiscitado o regularmente elegido, poco importa en Iberoamérica, ya que la conclusión es siempre la misma: no se trata más que de él, sólo de él. El jefe encarna en su persona la noción misma del poder, de la soberanía; los ministros, sus ministros, son meros comisionados, responsables solamente ante él, simples reflejos de su persona y siempre revocables a su voluntad».
Estas apreciaciones de Siegfried fueron escritas en 1934. Europa, incluida Francia, conocería luego lo que puede ser el cesarismo, ideológico o empírico, cuando se padece directamente. ¿Por qué no reaccionaron los franceses durante el Gobierno de Vichy? ¿Por qué se sometieron los alemanes y los italianos ante sus respectivos dictadores? ¿Por qué los españoles aguantamos los casi cuarenta años de régimen franquista?

A mi juicio, la clave para entender en Europa el cesarismo se encuentra en la preponderancia de los tibios en todas las sociedades. Por los años cincuenta del siglo XX, en mis estancias estudiantiles en Alemania pude comprobar que los padres de mis compañeros se negaban a hablar de lo ocurrido allí bajo el mandato de Hitler. No se me olvida la escena que contemplé durante la comida en la casa de un notable empresario, serio y de espíritu abierto, al que uno de sus hijos se atrevió a preguntar en mi presencia lo que habían hecho él y sus amigos durante el nacionalsocialismo. «Eso no se pregunta», contestó cortante el padre de familia. Los comensales nos quedamos paralizados.

Estoy seguro de que en aquel ambiente no había antiguos nazis, ni simpatizantes del III Reich. Eran unos ciudadanos de buena fe, pero de carácter tibio. Soportaron años en silencio cuanto les echaban encima.

Mi preocupación actual es que nuestro sistema parlamentario, articulado correctamente en la Constitución de 1978, degenere también en un presidencialismo encubierto, o, si se quiere continuar los caminos antes indicados de Iberoamérica y de la Europa central, en un cesarismo empírico.

Es indiscutible que en el texto de 1978 el Congreso de los Diputados es la institución central del sistema. Las Cortes Generales controlan la acción del Gobierno y es el Congreso el que otorga su confianza para que el Rey nombre al Presidente del Ejecutivo. El Gobierno responde solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados. Este último puede exigir la responsabilidad política del Gobierno mediante la adopción de la moción de censura, y puede negar su confianza al Gobierno. Todo esto se escribe en el texto constitucional, así como que los diputados no están ligados por mandato imperativo alguno, o sea que no tienen que obedecer ciegamente ni a sus electores, en las reclamaciones que estos les presenten, ni al partido que les llevó a ocupar el escaño.

Se llega a la conclusión en los casos estudiados de cesarismo empírico, tanto en Europa como en América, que el fracaso del sistema parlamentario fue debido a las deficiencias de los partidos, piezas necesarias del régimen. Sin unos partidos de «estructura interna y funcionamiento democráticos» -palabras del art. 6 de nuestra Constitución- no es posible la consolidación del régimen parlamentario.

He aquí el gran problema. ¿Cree alguien en la España actual que el Parlamento es la institución capital con plena capacidad de decisión política? ¿Puede prosperar una moción de censura de los presentes diputados pertenecientes a «partidos de empleados»? ¿No es acaso el Presidente del Gobierno la personalidad que domina el hacer y el quehacer, tanto dentro como fuera del Parlamento?

He aludido, por ello, al presidencialismo encubierto o camuflado por el texto constitucional. Y no se piense que es algo reciente, pues desde el primer momento Adolfo Suárez controló al grupo parlamentario y al partido que le sostenía. En la misma línea presidencialista de Suárez siguieron Felipe González y José María Aznar. El aparente y constitucional parlamentarismo, se convirtió en un cesarismo más o menos empírico, pero siempre al margen de los mandatos de la Constitución de 1978.

No se trata, en suma, de hacer una crítica política a los XXX años de vigencia de nuestra Constitución. He querido destacar, simplemente, que el régimen político de los últimos tres decenios se ha apartado del proyecto que se pensó en 1978 que iba a realizarse. Vivimos y convivimos en un presidencialismo encubierto. Otros se fijarán más en el cesarismo empírico imperante, donde los programas de los partidos no son fines sino medios. ¿No fue reveladora, a este respecto, la intervención de Rodríguez Zapatero en el programa «Tengo una pregunta para usted» del último lunes? ¿No se puso de manifiesto, además, una manera de ser y de ver la realidad?

Algunos equipos de fútbol ganaron los encuentros deportivos jugando a la contra. En los graderíos siempre hay unos que aplauden y otros que chillan descontentos.

Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.