Un destino incierto

Uno de los actos de la presidencia Obama mejor recibidos por la opinión pública internacional ha sido, sin duda, la orden ejecutiva que decreta el cierre de la prisión de Guantánamo «tan pronto como sea posible, a más tardar en el plazo de un año». Esa decisión reconoce a los más de 200 presos actuales los derechos consagrados en el artículo 3º del Convenio de Ginebra de 1949 sobre prisioneros de guerra: prohibición de trato inhumano o degradante y de la tortura, así como la proscripción de la condena sin juicio justo. La orden establece que, una vez cerrada, los prisioneros restantes deberán ingresar en otra prisión que concilie la exigencia de seguridad con el respeto a los derechos humanos, o bien habrán de retornar a su país de origen o ser transferidos a un tercer Estado, o, en fin, quedarán en libertad, según las circunstancias.

La iniciativa de Obama viene a ser el último eslabón de una cadena de propuestas legislativas, presentadas a lo largo de los dos últimos años, tanto por representantes demócratas como republicanos, con el mismo objetivo: la vuelta a la normalidad jurídica y a los principios que inspiran la Constitución norteamericana tras tantos años de conculcación, bajo la excusa de la amenaza terrorista. Sin embargo, este 'retorno a la ley' presenta notables dificultades debido, precisamente, a las condiciones bajo las cuales fueron detenidas y permanecieron privadas de libertad alrededor de 800 personas. La Unión Europea lleva tiempo estudiando algún procedimiento que permita satisfacer la petición estadounidense para que algunos de los ex detenidos recalen en su territorio e incluso el Parlamento comunitario se ha pronunciado favorablemente a la acogida. Pero los interrogantes siguen presentes. ¿Bajo qué condiciones serían recibidos? ¿Podrían comportarse con absoluta libertad? ¿Tendrían derecho a reclamar judicialmente contra las autoridades norteamericanas?

La respuesta a estas preguntas exige analizar las condiciones bajo las cuales se procedió a detener y encarcelar a esas personas. De acuerdo con la orden militar dictada por Bush en noviembre de 2001, Estados Unidos tenía derecho a perseguir a los sospechosos de terrorismo en cualquier lugar del mundo y a juzgarles mediante un procedimiento sumario ante comisiones militares. Se trataba, en realidad, de un régimen jurídico excepcional que adolecía de gravísimas lagunas en el respeto a los derechos humanos. Por lo que respecta al procedimiento de captura, Bush reconoció -en febrero de 2006- que la CIA estaba aplicando un programa de detenciones secretas fuera de EE UU y que muchos de los así detenidos eran conducidos a Guantánamo. Tanto el Parlamento europeo como el Comité Venecia del Consejo de Europa emitieron en 2007 sendos informes en los que se denunciaba la violación de derechos humanos que dichas detenciones arbitrarias comportaban, derechos que «no pueden menoscabarse, ni siquiera por razones de seguridad, ni en tiempo de paz ni en tiempo de guerra». Al mismo tiempo, se advertía a los países miembros de su responsabilidad cómplice en caso de permitir el paso por su territorio de dichos vuelos y de la eventual intervención del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Conviene añadir, a todo ello, que una detención practicada con absoluta ilegalidad vicia el procedimiento penal contra el detenido, que tendría derecho a solicitar su inmediata puesta en libertad o 'habeas corpus'.

Por lo que se refiere a la valoración de las condiciones en que permanecieron recluidos en Guantánamo durante años varios cientos de personas, sin conocer siquiera el delito por el que eran acusados, resulta extremadamente clarificador el informe emitido por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en febrero de 2006, en el que se describe la conculcación sistemática del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos por parte de Estados Unidos, afirmándose, en particular, que dicha reclusión constituía una «privación arbitraria de la libertad personal». Por otro lado, el Comité analizó con todo lujo de detalles los procedimientos utilizados por los encargados de la custodia sobre los presos, calificándolos como 'tortura', en el sentido estrictamente jurídico del término.

Si todo esto ha ocurrido durante los siete años en los que Guantánamo ha permanecido abierta, no parece serio pensar que bastará con su cierre y puesta en libertad de las personas ilegalmente detenidas o torturadas para que los responsables de esa indignidad queden limpios de responsabilidad. Sea cual fuere la fórmula que finalmente adopte la Unión Europea, y sus Estados miembros, hay que advertir con rotundidad de que esas personas víctimas de gravísimos atentados contra su dignidad van a tener a su disposición las garantías inherentes al sistema democrático europeo para personarse ante los tribunales y denunciar los delitos de los que han sido objeto: detención ilegal, tortura, etcétera. En España podrían hacerlo ante la Audiencia Nacional, con competencia universal para esta clase de crímenes. Ningún arreglo diplomático lo va a evitar. Tampoco el traslado de los ex reclusos a sus países de origen si no hay garantía absoluta de que no sufrirán tortura, pues lo prohíbe expresamente la Convención sobre la misma. Estos 'inconvenientes' podrían salvarse con facilidad dejando que la brecha ilegal de Guantánamo se cierre por sí sola y en suelo estadounidense. Es decir, que los ilegalmente detenidos queden libres y denuncien ante la justicia penal de ese país a los responsables de tantos crímenes, que de ninguna manera pueden quedar impunes.

Nicolás García, catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Castilla-La Mancha.