Las raíces del liberalismo

La caída del Muro de Berlín fue el símbolo del derrumbe, en lo fundamental, de los totalitarismos que configuraron una de las épocas más oprobiosas de la Historia, pero en las mentes de algunos quedaron agazapados muros de Berlín a los que se les dio, eso sí, unas capas de estuco de diferentes marcas, antiglobalización, antisistema, contra el cambio climático, con las que camuflar la textura ya no muy vendible de los sillares del comunismo o del socialismo real anticapitalista.

No es de extrañar, pues, que cuando se ha producido la profunda crisis económico-financiera actual, ésta haya actuado como estímulo pavloviano para toda una caterva de perritos babeantes que, ya sin necesidad de tanto travestismo, poco han tardado en reclamar «refundaciones del capitalismo», el fin del «libre mercado» y -¡ahí querían llegar!- y en rechazar y criticar de manera radical el liberalismo, esa especie de bestia negra responsable de todos los males que aquejan a nuestras sociedades para aquellos que siguen entelando sus mentes con las telarañas del intervencionismo más o menos explícito o camuflado.

Cuando se llega a situaciones como ésta, tanto en el ámbito político-económico como, incluso, epistemológico, contaminadas por falacias causales, en que se confunden causas y efectos, y por toda clase de desfiguraciones semánticas (llegando incluso a lo estrambótico de calificar como de extrema derecha a liberales, por el simple hecho de proclamarse como tal), son momentos en los que, quizá, es necesario acudir de nuevo a los clásicos, los que siguen «librando batallas después de muertos», en expresión de Ortega, al plantear cuestiones que trascienden a su propia época, y así ayudarnos a profundizar en nuestros problemas actuales.

Es, pues, necesario, ayudándonos de las muletas de los clásicos del liberalismo, descontaminarse de la charlatanería que ha inundado el discurso sobre el liberalismo y su pretendida responsabilidad en la crisis actual y en la mayoría de los males habidos y por haber, con ausencia de interés por la verdad, con indiferencia por el modo de ser de las cosas acerca de las que se discute.

En primer lugar, hay que tener claro que en su interpretación actual el término liberalismo es un concepto polisémico, como ideología, como movimiento político (en este plano, el liberalismo consiste fundamentalmente en la organización social de la libertad), como corriente económica o como específico tipo de mentalidad, de personalidad y conducta, de modo de sentir y de actuar en la vida. Pero hay una especie de masa crítica en su conceptualización, tanto en la utilización del término en su sentido más general o más restringido, ya claramente expuesta desde los padres fundadores del liberalismo moderno -Locke, Montesquieu, Adam Smith, Tocqueville, Stuart Mill...-, que es el considerar la libertad como el bien máximo tanto del individuo como de la sociedad, así como el que los derechos del individuo tienen primacía sobre los del grupo (sea éste clase, raza, sexo, religión, etcétera).

Y la no vigencia o insuficiencia de estos principios es uno de los males o riesgos que existen en la coyuntura crítica que se vive en nuestras sociedades actuales. Así, por ejemplo, en España en los últimos años existe una tendencia destacada a dar primacía a los derechos del grupo -o colectivos, como ahora se han venido en llamar- sobre los del individuo: derechos específicos por adscripción territorial, política de cuotas por sexo, leyes con penas discriminatorias también por sexo

Es en momentos de crisis como los actuales cuando hay que estar más vigilantes ante el peligro de que se cercene la libertad individual, bajo la coartada de una u otra justificación, necesidad de intervenciones estatales, motivos de seguridad, reforzamientos de igualitarismos injustificados no basados en el mérito y el esfuerzo personales, y tantas otras. Como ojos del Guadiana aparece una y otra vez la perversidad de confundir o identificar igualdad con libertad. Es paradigmática a este respecto la terrible interrogante que se hizo Lenin: «¿Libertad para qué?». Un auténtico liberal respondería: libertad por sí misma, porque -en palabras de Tocqueville- «el que busca en la libertad otra cosa no sea ella misma está hecho para servir». Como ya señalara el pensador francés, la pasión por la igualdad es más poderosa en el corazón de los hombres que la de la libertad, y por eso ante los males y riesgos que pueda traer un igualitarismo estandarizado hay que «hacer salir la libertad del seno de la sociedad democrática».

Las sociedades liberal-democráticas se caracterizan porque el principio de libertad consiste en una combinación de lo que Constant denominó «libertad de los antiguos» y «libertad de los modernos», lo que en terminología de Isaiah Berlin son el concepto de «libertad positiva», es decir el imperativo de participación pública, que vendría a responder a la interrogante de en qué medida participo yo en elegir a mis gobernantes, y el de «libertad negativa», en cuanto barrera protectora del ámbito privado, que vendría a responder a la pregunta de en qué ámbito de mi vida yo soy plenamente soberano y no se inmiscuye nadie si yo no lo permito.Y es este último ámbito de la libertad el que más peligra en momentos críticos cuando el Estado pueda tener más tentaciones de intervenir o ingerirse en toda clase de actividades y de vinculaciones espontáneas, voluntarias y libres entre individuos, que pueden desarrollarse con autonomía a él.

Es necesario, también, desmontar la falacia de que ha sido el liberalismo el responsable de la crisis económica-financiera actual; otra cosa es la responsabilidad de los excesos cometidos en un mal entendido libre mercado y las deficiencias de diferentes organismos reguladores y vigilantes del cumplimiento de las normativas legales. Muy al contrario, la experiencia histórica muestra que ha sido el liberalismo en su acepción más amplia el que ha permitido a Occidente salir de sus situaciones más críticas, cuando peligraba tanto la libertad como el progreso material. Porque, entre otras cosas, no hay nada más alejado del liberalismo que verse a sí mismo como un pensamiento estático, ya que no hay reglas absolutas establecidas de una vez para siempre.

El liberalismo, como ha señalado Dahrendörf, «no es otra cosa que una teoría política de la innovación y el cambio». Raro es el pensador liberal en el que no se encuentre este enfoque en lo relativo a la relación del individuo con su medio social, la política o el mercado. Así, por ejemplo, Montesquieu señala que «donde no hay conflictos no hay libertad»; para Stuart Mill todas las soluciones, tanto a nivel individual como colectivo, deben ser provisionales o aproximativas, porque no hay soluciones simples a la complejidad y diversidad de la vida en general; Hayek reconoce que, probablemente, nada haya hecho tanto daño a la causa liberal como «la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire»; en los escritos de Isaiah Berlin es recurrente el planteamiento de que las ideas siempre deben someterse a la realidad humana cuando entran en contradicción con ella, porque cuando ha ocurrido al revés se ha producido el dominio del totalitarismo y del terror... y la lista al respecto podría alargarse.

No es correcto, por otra parte, contraponer un Estado liberal con lo que se ha venido en denominar un Estado social. Y no lo es ya desde un Adam Smith en el XVIII señalando que no puede haber libre mercado sin valores morales y marco legal, hasta un Stuart Mill, en el XIX, inaugurando el llamado liberalismo modernizado o liberalismo social, con la aceptación de unas condiciones marco de la economía establecidas por el Estado o unas exigencias por parte de éste en algunos temas educativos. Lo que no hace el pensamiento liberal es fomentar el odio -diríamos que hipócrita- al dinero, pues como ha señalado Hayek, «el dinero es uno de los mayores instrumentos de libertad que jamás haya inventado el hombre; es el dinero lo que en la sociedad existente abre un asombroso campo de elección al pobre, un campo mayor que el que no hace muchas generaciones le estaba abierto al rico». Revel ha escrito que «lo social no puede existir sin lo liberal, ya que únicamente la economía liberal engendra la prosperidad que permite redistribuir la riqueza» y, por lo tanto, «no sólo no existe ninguna incompatibilidad entre la Europa liberal y la social, sino que la primera es incluso una condición necesaria para la segunda». Muy al contrario de lo que sucede en los sistemas intervencionistas, y aún más en los totalitarios. En la magnífica novela Todo fluye del ruso Vasili Grossman, un personaje expresa su visión de la libertad, con el terrible bagaje vital del totalitarismo y la colectivización forzosa del stalinismo: «Antes creía que la libertad era libertad de palabra, de prensa, de conciencia.Pero la libertad se extiende a la vida de todos los hombres.La libertad es el derecho a sembrar lo que uno quiera, a confeccionar zapatos y abrigos, a hacer pan con el grano que uno ha sembrado, y a venderlo o no venderlo, lo que uno quiera. Y tanto si uno es cerrajero como fundidor de acero o artista, la libertad es el derecho a vivir y trabajar como uno prefiera y no como le ordenen».

Decíamos que, el liberalismo además, y mucho más, que un movimiento político o económico es una actitud, una conducta. Es conocida la definición de Marañón: «Ser liberal es, primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo y, segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios». Y es esa actitud la que, en gran medida, se necesita hoy en día, porque es posible que volvamos a estar en la coyuntura que describía Hayek: «Quizá se encontrarán todavía las mejores guías para ciertos problemas contemporáneos en las obras de algunos de los grandes pensadores políticos de la era liberal; generaciones para quienes la libertad era todavía un problema y un valor que defender, mientras que la nuestra la da por segura y ni advierte de dónde amenaza el peligro ni tiene valor para liberarse de las doctrinas que la comprometen».

Alejandro Diz, profesor de Historia de las Ideas de la Universidad Rey Juan Carlos.