La cuestión universitaria

De nuevo aparecen problemas en la Universidad. Son muy distintos de los del siglo XX. Ahora no hay juramento de respeto a los dogmas de la religión católica y el acatamiento de la legalidad tiene como referencia central a la Constitución de 1978. No hay expulsión de catedráticos por sus ideas y el miedo al mono del que hablaba con humor Julio Caro Baroja ya no está presente en aquel rechazo al darwinismo.

Hoy los problemas están en la comprensión o incomprensión ante el proceso de Bolonia para la creación de un espacio universitario europeo, para aumentar nuestra competitividad con las universidades americanas y modernizar las técnicas de estudio e impulsar el aprendizaje, como una forma más activa de participación de los estudiantes en su enseñanza.

A mi juicio, no hay ningún motivo real para favorecer a un movimiento crítico que va de la suspicacia al rechazo total del sistema. Esas tesis de que se privatiza la Universidad y de que se entrega atada de pies y manos a las empresas no son ciertas. Aun así calan en algunos sectores del alumnado y favorecen posiciones radicales de grupos antisistema. ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Por qué estas reacciones no ocurren tan seriamente en otras partes de Europa sometidas al mismo proceso?

Aunque pertenezco a una generación ya amortizada para la política activa, esa marginación no afecta de momento a mis capacidades intelectuales ni a la larga experiencia en materia universitaria. Así, desde el margen y desde un gran cariño por la institución universitaria, por sus valores insustituibles para el desarrollo de la docencia y de la investigación superior en España, me permito estas reflexiones sobre la Universidad y sobre su futuro necesario.

Creo que ha existido culpa in eligendo y culpa in vigilando, y que los escenarios universitarios han sido manchados por intereses ajenos. La limpieza de los ámbitos en que actúa nuestra alma mater es un presupuesto imprescindible para recuperar la normalidad. Finalmente, creo que Bolonia como proceso de modernización y de excelencia de nuestras universidades, no ha sido bien explicado. Incluso diría que ha habido poco interés en explicarlo.

Cuando hablo de culpa in eligendo quiero decir sobre todo que se ha ocultado el perfil de la Universidad, a la hora de adscribirla a un ministerio y que ese oscurecimiento es el punto de partida de todos los males, de las incomprensiones de los malentendidos, y de los orígenes de la opacidad y de la falta de transparencia.

Creo que separar la enseñanza primaria y secundaria de la universitaria y situar a esta última en un Ministerio de Cienciae Innovación induce a confusión al ignorar a la Universidad en la denominación del ministerio. Si a eso añadimos que la ministra no procede del campo universitario y que la Secretaría de Estado de Investigación está ocupada por un ilustre miembro que ha presidido el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, hay que reconocer que la Universidad no queda bien parada. Sólo dos excelentes nombramientos para la Secretaría de Estado de Universidades y para la Dirección General equilibran el diagnóstico inicial.

Como la responsabilidad última del tema universitario corresponde a la ministra, señora Garmendia, ésta tendrá que dedicarse directamente mucho más al tema universitario, a explicar Bolonia y a deshacer todos los malentendidos y las mentiras sobre el significado del nuevo planteamiento. De su esfuerzo y de su acierto, que tendrá un apoyo adecuado en la Secretaría de Estado y en la Dirección General, dependerán en gran parte los resultados. En todo caso, es necesario completar el ingente esfuerzo de los rectores, y de la CRUE presidida por el profesor Ángel Gabilondo, hasta ahora quienes llevan la carga principal del nuevo rumbo de las universidades.

Otro elemento complementario para la solución del problema es un diálogo sincero y claro con los estudiantes y con sus representantes. Ellos serán los principales beneficiados por la mejora que sin duda vendrá de una buena aplicación de Bolonia. En mi etapa de rector siempre he confiado en su buena fe y en su sentido de la responsabilidad, y mi experiencia es que nunca han fallado en su compromiso y en su defensa de la Universidad pública.

En este nivel se interfieren los ejecutores políticos de la actividad universitaria, las comunidades autónomas, que en algunos casos, como los de Madrid y Valencia, favorecen descaradamente a las universidades privadas, y se desentienden del cuidado -por supuesto, incluido el económico- de las universidades públicas. Trabajan para el rey de Prusia, es la conocida expresión francesa, y además lo hacen con gusto.

Hay además que distinguir a los estudiantes, que tienen intereses respetables, que en lo posible hay que atender y, en su caso, apoyar, de otras personas infiltradas en el movimiento, que tienen intereses ajenos a los universitarios para crear el desorden y descalificar al sistema.

Son los propios estudiantes los que deben tener interés en distinguir el grano de la paja y excluir de sus debates a gentes que se benefician de los descontentos y de las protestas con otros fines más generales, descalificadores del sistema parlamentario representativo que nos dimos en 1978 al aprobar la Constitución. Sobre todo, deben rechazar tajantemente una forma de actuar que esas personas traen a la Universidad, la de la violencia, el insulto, la descalificación y la ocupación de edificios, desde una recuperación de la dialéctica del odio, incompatible con la cultura universitaria.

Por otra parte, la pureza del espíritu de nuestra institución no se pierde en el contacto y la colaboración con las empresas. La experiencia práctica, el empleo y el contacto con la vida potencian la formación y la abren al mundo real, aunque la Universidad es mucho más que eso, es espíritu, civismo, educación para la ciudadanía, moralidad individual y colectiva, cultura desinteresada y saber por el saber. De la combinación de la técnica y de la práctica, de la sabiduría y de la experiencia, del amor a la verdad y del pragmatismo proceden los buenos universitarios, formados por buenos profesores, docentes e investigadores al mismo tiempo. Y todo eso exige inversión económica que el Estado debe asumir e impulsar, completando en su caso la reticencia, la falta de interés o la ignorancia de la política de las comunidades autónomas que no creen en las universidades públicas. La ciudadanía debe tomar nota de esas carencias allí donde existan y castigar con su voto a aquellos Gobiernos autónomos que presenten esos malos perfiles.

En el fondo, el amor y el respeto por la Universidad y la firme convicción de que es la conciencia ética de la vida deben fortalecer nuestra voluntad y esclarecer nuestra inteligencia para dar sentido al apoyo a la Universidad pública, uno de los estamentos más válidos y sólidos para construir la igualdad y la solidaridad en las sociedades libres y para enseñar a pensar. ¡Sapare Aude! debe ser nuestra preocupación principal, "siempre todavía".

Gregorio Peces-Barba Martínez, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.