Cajas de ahorro, más necesarias que nunca

Las crisis económicas son malas para todos, incluidos bancos y cajas de ahorros, y en ellas suele producirse una desaceleración de los créditos a empresas y particulares. Por eso, si en plena crisis bancos y cajas consiguen importantes inyecciones de liquidez procedentes del Estado, hay que esperar que aparezca una fuerte corriente de opinión contra estas entidades. No importará que hayan conseguido esa liquidez por venta de activos de calidad con pacto de recompra y no gratuitamente. La marejada se desencadenará de todas formas, pero se agravará más todavía si quienes representan al Estado hacen creer que han comprado tales activos para que las entidades destinen los fondos así obtenidos a la concesión de nuevos créditos.

Nunca fue esa la finalidad de la operación. El Estado compró activos a bancos y cajas para que pudieran atender los vencimientos más inmediatos de la enorme deuda que habían contraído en el extranjero para cubrir, año tras año, las ingentes necesidades de financiación exterior de la economía española. Eso no significa que bancos y cajas no hayan puesto también su parte en esas fuertes necesidades de ahorro exterior, pues han animado a sus clientes a endeudarse y han financiado dudosas operaciones corporativas con cantidades muy considerables.

En el caso de las cajas de ahorros, sorprenden un tanto esas críticas cuando éstas han concedido en 2008, dentro de un volumen creciente de crédito, un mayor porcentaje de esos créditos a residentes en nuestro país que el resto de nuestras entidades financieras. Pero sorprende más todavía que se aproveche ese contexto para debatir sobre la supervivencia de las cajas como tales, poniendo en duda el papel que juegan en el sistema financiero a cuenta de los problemas particulares de alguna entidad, problemas que, como la experiencia demuestra, terminarán encontrando solución sin perjuicio para sus clientes. Quienes pretenden acabar con las cajas olvidan que, en cuanto a depósitos de residentes en España, son las primeras en peso relativo (48,2% del total frente al 47,3% de los bancos el pasado noviembre), lo que significa que han sabido ganarse día a día la confianza de sus clientes, pues en 1977 apenas si superaban el 25% de cuota de mercado.Aumentar esa cuota no les ha resultado fácil frente a competidores tan formidables como nuestros bancos, pero lo han logrado luchando con mejores condiciones y servicios, que es como se gana clientela en unos mercados tan competitivos como los que integran el sistema financiero español.

Por eso la mayoría de sus depositantes no piensan que las cajas de ahorros no sean necesarias, pues a muchos de ellos su existencia les evita su propia exclusión de los servicios financieros. También, porque hasta ahora -y esperemos que igualmente en el futuro- las cajas han ofrecido seguridad, algo escaso en el mundo de hoy.

Y, finalmente y sin buscar más argumentos, porque las cajas sostienen con sus beneficios la red más importante de asistencia social, educativa y cultural que, con carácter privado, existe hoy en nuestro país, a la que, después de dotar cuantiosas reservas para fortalecer su solvencia, destinaron en 2007, último año del que hoy se tienen datos, 1.952 millones de euros -más de 332.000 millones de pesetas-, suma de la que se han beneficiado, directa o indirectamente, muchísimos ciudadanos. Obviamente, eso no resultaría posible con sociedades de capital, que han de entregar sus beneficios a sus accionistas.

Pero no evitemos el auténtico debate. Si las cajas son hoy cuestionadas en cuanto a su propia existencia es porque se considera que en sus órganos de gobierno proliferan políticos de profesión o personas adscritas a partidos políticos. Eso hace pensar que esas personas pueden actuar bajo criterios políticos y no con plena independencia profesional y que esas actuaciones podrían acabar pasando factura a la estabilidad de estas entidades. Algunos lamentables conflictos personales están, además, impulsando con fuerza tales argumentos.

Resulta muy difícil encontrar una fórmula adecuada para el gobierno de entidades mercantiles cuando no existen propietarios directos de su capital, pero eso no justifica que se deba propugnar la desaparición de esas entidades para resolver el problema de su gobierno. Desde luego es aventurado otorgar ese gobierno a quienes no arriesgan en la entidad su propio capital, pero la experiencia también demuestra que ni los socios ni los mercados han sido capaces de evitar las terribles catástrofes que padecen hoy en todo el mundo flamantes entidades constituidas bajo la forma de sociedades de capital y gobernadas exclusivamente por sus propietarios.

En las fundaciones, el gobierno suele atribuirse a quienes haya designado su fundador, pero las previsiones fundacionales pueden quedar obsoletas o resultar de imposible cumplimiento. Las fundaciones, además, suelen limitarse a administrar el capital fundacional para cumplir sus finalidades. Sin embargo, las cajas de ahorros, que también son fundaciones, no se limitan a administrar sus ínfimos capitales fundacionales sino también las cuantiosas reservas que han acumulado y, sobre todo, las ingentes cantidades que representan los depósitos de sus clientes. Por ello, la presencia de los depositantes en sus órganos de gobierno parece obligada.

Igualmente deberían estar presentes en ellos quienes arriesgan sus capitales aportándolos a las cajas, y en esa situación se encuentran los suscriptores de sus cuotas participativas y de sus participaciones preferentes, hoy extrañamente excluidos del gobierno de estas entidades. Si a ellos se uniesen unas pocas personas honestas, independientes y bien capacitadas representando al conjunto de la sociedad civil, se redujese el número de miembros de esos órganos de gobierno, se evitase o minimizase la presencia en ellos de corporaciones locales y comunidades autónomas, y se estableciese un límite claro y sin excepción alguna a la duración de sus mandatos, las críticas perderían buena parte de su sentido.

Por eso sorprende que, frente a los problemas que puedan plantearse ahora en alguna caja en concreto, se busquen soluciones que preserven posiciones de dominio político en sus órganos de gobierno antes que atender a la eficiencia, a la seguridad y a las posibilidades futuras de tales soluciones.

La desaparición o, al menos, la minimización de la influencia política sobre las cajas de ahorros debería ser hoy el verdadero debate y no el de si deben continuar existiendo unas entidades que, en su conjunto y después de casi 200 años de brillantes servicios a la sociedad española, merecen ser tratadas con más inteligencia y reconocimiento que los que muestran sus críticos.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.