El gobierno emocional

Las emociones tienen una gran importancia a la hora de configurar el espacio público. Se equivoca quien vea en ellas únicamente un factor que distorsionaría la racionalidad de los procesos políticos. Adela Cortina escribía en estas mismas páginas un brillante artículo sobre esta cuestión (¿Cómo se forman las mayorías?, 17.02.2008) pero que me gustaría complementar con otro punto de vista en parte alternativo.

Las emociones pueden ciertamente actuar como elementos de despolitización, pero también pueden contribuir de una manera insustituible a la configuración de bienes públicos. De esto último son un buen ejemplo la necesidad de la confianza para la economía o de la esperanza colectiva para la movilización política; las autoridades del tráfico intentarán que los conductores no sean demasiado intrépidos e incluso que tengan un poco de miedo; quienes tienen la responsabilidad de fomentar la innovación están interesados en que la ciudadanía sea menos temerosa y arriesgue...

Son ejemplos que ilustran hasta qué punto la acción política tiene que ver con el gobierno de las emociones sociales, sobre las que debe incidir, del mismo modo que se gestionan otros aspectos de la ciudadanía no menos relevantes para la consecución del interés general.

Es cierto que venimos de una cultura que no sabe muy bien qué hacer con las emociones y que, en este tema, se polariza entre quienes tienen una profunda desconfianza frente a la presencia de los sentimientos en política y los que, sabedores de este vacío sentimental, utilizan de una manera populista los sentimientos. Como tantas veces ocurre con los antagonismos, unos y otros se realimentan: el empeño de unos por vaciar sentimentalmente la política es visto por otros como una oportunidad de llenar ese hueco mediante la movilización sentimental, lo que a su vez acrecienta la desconfianza en los primeros y continúa alimentando la espiral.

El secreto punto de acuerdo entre unos y otros consiste en su concepción de que los sentimientos son motivaciones irracionales, que irrumpen desde fuera en el espacio de la política y lo distorsionan.

Lo único que diferencia a los racionalistas y a los sentimentales es que unos temen esa irrupción y otros la celebran, pero ambos coinciden en considerar tener una idea despolitizada de la esfera emocional, autosuficiente respecto de la esfera política. Entienden los sentimientos como algo que los individuos poseen, pero no como algo que es socialmente construido.

Concebidos de una manera esencialista, los sentimientos quedan fuera de la esfera política y del discurso público, pero también son pensados como un recurso del que puede disponerse en cualquier momento e integrables en un proyecto político desdemocratizador, es decir, como una amenaza latente.

Esta despolitización de lo sentimental es uno de los factores que más empobrecen nuestra vida pública. Los sentimientos pueden estar al servicio de la renovación de las democracias, aunque para ello tengamos que pensar de otra manera su articulación. Que la política y el sentimiento se excluyen mutuamente es uno de los mitos modernos que debemos revisar, un corolario de otras contraposiciones como la de razón-sentimiento, conocimiento-emoción, cultura-naturaleza, hombre-mujer, público-privado, de cuyo simplismo no se obtiene nada bueno, ni en orden a comprender nuestra realidad social ni para intervenir positivamente en ella.

Uno de los efectos colaterales de tales dualismos ha sido favorecer la hegemonía masculina. El modelo burocrático-racionalista no ha servido para que triunfe la neutralidad y la imparcialidad sino para consagrar la polarización de los géneros, es decir, para desemocionalizar el mundo público de los varones e hiperemocionalizar el mundo privado de las mujeres, en un esquema que sigue siendo dominante a pesar de que se promuevan cuotas y repartos del trabajo. Y es que la burocracia no es algo neutral desde el punto de vista del género, sino, por el contrario, una desfeminización de lo público. La idea weberiana de racionalidad supone la construcción de un tipo particular de masculinidad basado en la exclusión de lo personal, lo sexual y lo femenino de toda definición de "racionalidad".

Nuestro modelo de ciudadano activo es un varón sin emociones que persigue racionalmente sus intereses de acuerdo con un cálculo de utilidad. La emocionalidad en el ámbito público es devalorizada como una muestra de incompetencia. Las instituciones y los procesos políticos son concebidos como algo ajeno a la condición personal o sexuada de sus "autores", como instrumental y desprovisto de emoción. Las emociones o el género tienen, a lo sumo, el estatuto de variables externas del espacio público. Los sentimientos son políticamente disfuncionales, caotizantes, en la medida en que impedirían el conocimiento y dificultarían la toma de decisiones. ¿Cómo es que alguien se extrañe de que nos llame la atención el vestuario de una mujer política? ¿No será porque eso despierta, sobre el trasfondo de nuestros estereotipos dominantes, un recelo más atávico de que las mujeres, como los sentimientos, son un factor distorsionante en la política?

Uno de nuestros grandes desafíos a la hora de pensar de nuevo la función de la política consiste precisamente en examinar cómo los sentimientos configuran el espacio público, qué función pueden ejercer en él. Sólo entonces podríamos establecer cuándo y por qué los sentimientos debilitan la democracia y bajo qué condiciones sirven, por el contrario, como recursos democráticos y emancipadores. Debemos considerar los sentimientos como una forma de experiencia política y de saber social. Las emociones están presentes en todos los ámbitos de la vida y en todas las acciones. No hay, por ejemplo, conocimiento sin emoción. Los sentimientos y la racionalidad no son cualidades excluyentes. Ambos son praxis sociales y ambos son formas específicas de conocimiento. Conocemos también a través del miedo o la confianza, que son formas de relacionarse cognoscitivamente con la realidad.

Seguramente es verdad la idea de Norbert Elias de que el proceso de civilización implica un control sobre la afectividad, pero esto no puede interpretarse como si las emociones fueran algo salvaje y sin ninguna función en nuestra vida, personal y colectiva. Los sentimientos no son reacciones que proceden de lo profundo e irracional de las personas y que irrumpen desde allí en el espacio de la política. Los sentimientos no pueden ser recluidos en una esfera privada en la que podrían "satisfacerse". También la esfera pública es un ámbito de legítimo despliegue de lo emocional. Politizar las emociones puede ser un factor de renovación democrática. El espacio público no se revitaliza desemocionalizándolo, sino repolitizando y democratizando los sentimientos.

El debilitamiento de las instituciones que proporcionaban identidad e integración ha dejado un vacío que frecuentemente se llena con discursos emocionales populistas. Se está configurando un nuevo orden de los sentimientos y gobernarlos adecuadamente es una tarea tan difícil como ineludible. Se trataría de algo muy parecido a lo que Marcuse proponía cuando hablaba de erotizar la política, tal vez el único procedimiento para arrebatársela a los interesados y volver a hacerla interesante.

Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de El nuevo espacio público.