La Unión ante la crisis

Entre las distintas propuestas para hacer frente a la crisis económica, el fortalecimiento del proyecto europeo es una de las que tienen más sentido. Las decisiones del reciente Consejo Europeo dando los primeros pasos para que exista una supervisión financiera común apuntan en esta dirección esperanzadora. Sin embargo, en general la crisis está llevando sobre todo hacia un repliegue de emergencia hacia lo estatal, como si no nos gobernásemos en buena medida desde Bruselas. La negativa a aprovechar a fondo el sistema comunitario está sin duda relacionada con el hecho de que la Unión no atraviesa su mejor momento político y está saliendo de unos años difíciles.

Conviene recordar que las instituciones, normas y principios europeos han contribuido seriamente a la prosperidad compartida del continente durante más de medio siglo. Las autoridades de Bruselas gestionan junto con los gobiernos nacionales una combinación hasta ahora exitosa de libertad económica y protección social. Los principios de libre competencia, no discriminación y eliminación de barreras a la libre circulación de factores de producción conforman una verdadera «constitución económica» que ha dado resultados muy positivos y ha hecho más transparente y racional cualquier intervención pública en la economía. La Unión Europea es un límite permanente y eficaz contra el proteccionismo, esa «filosofía de guerra» en palabras de Ludwig von Mises. Además, la Unión posee una notable capacidad de aprendizaje e innovación en el diseño de políticas comunes en el mercado interior, y goza de una visión de conjunto privilegiada sobre el espacio económico comunitario. También posee un potencial aún no utilizado a fondo para proyectar los intereses comunes europeos en el mundo.

Es cierto que el Estado ha recuperado un papel central en la crisis, como último recurso para volver a hacer funcionar los mercados. Pero en el repliegue de emergencia hacia lo público que vivimos no nos podemos olvidar de lo público-europeo. La situación actual tiene que ver más con un fallo de Estado que con un fallo de la Unión. El nivel nacional se ha resistido a completar el gobierno económico del euro y el ejemplo más claro de esta indolencia ha sido la falta de desarrollo de la Agenda de Lisboa aprobada en el 2000 y su plan de reformas económicas. Ante el fracaso de agencias y organismos nacionales a la hora de regular de modo adecuado las entidades financieras, es justo que se plantee ahora una regulación y supervisión común en todo el mercado interior.

Pero probablemente no basta con esto. Sería conveniente europeizar ámbitos como política energética, investigación y desarrollo o educación superior, todos ellos asuntos cruciales para el futuro del continente si quiere seguir siendo «una esquina indispensable del planeta», en la atractiva formulación de Denis de Rougemont. A corto plazo, se debería contribuir con una sola voz europea a la difícil y necesaria tarea de reinventar las reglas del juego del sistema financiero global. La presencia en el G-20 de media docena de representantes nacionales más tres representantes europeos (José Manuel Durao Barroso, Mirek Topolanek y Jean-Claude Juncker) no es un ejercicio de armónica polifonía europea sino más bien de cacofonía.

Pero hoy existen serias resistencias -aunque claramente más entre dirigentes nacionales o regionales que en sus poblaciones- a transferir poderes a Bruselas y dotar de más medios a sus instituciones para abordar nuevas tareas. En estos últimos años ha habido una pérdida de confianza y se ha creado la sensación de que la Unión ha perdido su dinamismo y en el fondo se ha diluido el proyecto original de avanzar siempre hacia una unión cada vez más estrecha. «Más Europa» es un slogan con problemas en parte porque el proyecto de Constitución Europea se asoció con la absurda visión de un super-estado europeo dispuesto a dejar sin contenido la soberanía nacional, lo que ha calado sobre todo en políticos de países como Alemania, Francia y el Reino Unido y de algunos países del Este que simplemente ignoran los fundamentos del proceso de integración.

Por ello es necesario consolidar y afirmar el modelo existente de integración económica y política, una federación jurídica en una confederación política, que respeta y renueva las identidades nacionales, a las que somete a una saludable disciplina jurídica y económica. En este contexto, la transferencia de nuevos poderes a Bruselas debe hacerse con la misma flexibilidad con la que se pueden renacionalizar algunos y evitando dos claros riesgos. Por un lado, la retórica europeísta, un modo escapista de atribuir la responsabilidad sobre cualquier problema candente a la UE sin darle medios y poderes para atenderlos. Por otro lado, no ser capaces de que el ámbito europeo sirva para un aprendizaje horizontal de las soluciones que funcionan en distintos Estados miembros. La única posibilidad de salvación no puede ser la expansión continuada de competencias europeas, porque parte de la legitimidad europea descansa en la limitación material de poderes de la Unión. La suma del ámbito de gobierno europeo y de los ámbitos nacionales pueden resultar en un verdadero laboratorio de regulación y liberalización, en la mejor tradición del federalismo. Esta alternativa ya fue descrita por Louis Brandeis, uno de los grandes jueces del Tribunal Supremo de EEUU, defensor del New Deal de Roosevelt. El jurista norteamericano ensalzaba no la centralización sino la experimentación a la hora de gestionar la economía por cada Estado dentro de una federación y su función de laboratorio de ideas para el resto de los componentes de la Unión.

En esta deseable consolidación del modelo de integración europeo, las ampliaciones recientes no son el problema. Este proceso histórico de reconciliación entre las dos mitades de Europa injustamente divididas en la Conferencia de Yalta ha servido, hasta la llegada de la crisis, para revitalizar la economía de la Unión y para que se acepte más la necesidad de competir como europeos en la globalización económica. La ampliación, por supuesto, también es un reto político, porque también ha dado lugar a una Europa con grandes diferencias de desarrollo económico y social entre sus miembros y ha modificado la cultura institucional europea.

Del mismo modo, es el momento de reconocer que en el proceso constitucional se invirtieron tal vez de modo excesivo muchas energías políticas durante cinco años y al final se ha saldado con el nada ejemplar y todavía incierto rescate de muchos de sus contenidos en el farragoso Tratado de Lisboa. La mayor parte de las reformas contenidas en este acuerdo son deseables pero la integración puede sobrevivir e incluso avanzar sin ellas, como lo ha demostrado la presidencia francesa durante la segunda mitad de 2008. El verdadero obstáculo para desarrollar el potencial de la Unión, en un año crucial en el que la crisis económica coincide con las elecciones europeas y la elección de una nueva Comisión, puede ser de liderazgo. Necesitamos dirigentes capaces de politizar el día a día de las instituciones europeas para hacerlas más atractivas y al mismo tiempo que sepan pensar a largo plazo y formular un proyecto político sugerente que sea percibido como suyo por casi quinientos millones de ciudadanos europeos.

José M. de Areilza, Cátedra Jean Monnet - IE Universidad.