Semejanzas y diferencias entre dos crisis

Se compara frecuentemente la presente crisis -o ya más bien recesión y quizá depresión- con la de los años treinta del siglo pasado. Por supuesto, todas las crisis o depresiones se parecen: en todas caen las principales magnitudes monetarias, la renta en especial, pero también varios de sus componentes, como la inversión y el consumo, la producción industrial, frecuentemente también la agrícola, y, sobre todo, y de crucial importancia, el empleo. La caída del empleo es de enorme trascendencia porque el factor humano es el más relevante elemento productivo, el más importante componente de la demanda y, además, y sobre todo, porque la finalidad última de la actividad económica es procurar la mayor felicidad para el mayor número de seres humanos.

Caen también otras cosas. Pero no se trata aquí de hacer descripciones minuciosas, que estarían fuera de lugar, sino de examinar si este paralelismo entre ambas crisis se da. En mi opinión, lo único que tienen de común ambas -y ya es mucho- es su magnitud: en términos de duración, de volumen de caída, de impacto sobre el empleo, la presente crisis lleva camino de parecerse mucho a la Gran Depresión. Sin embargo, las diferencias en rasgos esenciales son muy grandes también: las causas últimas de las dos crisis son totalmente diferentes; las políticas económicas que se aplican para atajarlas son también distintas; en relación con esta cuestión, nuestro conocimiento económico es hoy muy superior al que entonces se tenía, no sólo en términos conceptuales, sino también en lo que se refiere al instrumental estadístico a disposición de analistas y políticos; y en cuanto a las consecuencias, conocemos las de la Gran Depresión, que fueron pavorosas. No es aventurado afirmar que la Segunda Guerra Mundial fue consecuencia de la Gran Depresión.

Las consecuencias de la actual crisis son muy difíciles de prever, pero sí puede afirmarse que, cuanto más dure, más graves serán, porque varios años de desempleo y malestar social, no limitados a los países ricos, que al fin y al cabo tienen recursos para amortiguar la penuria, sino extendidos a países pobres, pueden dar lugar a problemas y tensiones políticas de dimensiones incalculables.

Las causas de la Gran Depresión residieron en la transformación radical que el sistema capitalista estaba experimentando por entonces. La llegada al poder de los partidos socialistas tras la Primera Guerra Mundial estaba revolucionando el sistema económico: estaba apareciendo el Estado de bienestar, las organizaciones obreras estaban adquiriendo un poder político sin precedentes, el gasto público estaba creciendo hasta cifras inéditas. En aquellas circunstancias, el intento de políticos y economistas de aferrarse a las recetas y certidumbres de preguerra acentuó considerablemente la gravedad de lo que en otra situación hubiera podido ser una simple fluctuación periódica.

En concreto, el intento de defender el sistema monetario del patrón oro, que requería una política monetaria restrictiva, fue uno de los factores que acentuó el pánico y empeoró la catástrofe. Hubo muchos otros elementos que contribuyeron al alargamiento y la profundidad de la caída (entre ellos el resurgir del proteccionismo), pero otro grave error, especialmente del Gobierno norteamericano, fue su voluntad de impedir que cayeran los precios y los salarios. Un artículo muy conocido de Peter Temin, catedrático de MIT, compara la evolución de los salarios en Estados Unidos y la Alemania nazi y muestra cómo la caída de los salarios en Alemania y las medidas intervencionistas del Gobierno, acabaron en muy poco tiempo con el paro alemán, que era aún mayor que el de Estados Unidos en 1932. En este país, donde los salarios reales aumentaron durante la depresión, el alto nivel de paro no desapareció hasta la Guerra Mundial.

La crisis actual no es de sistema: lo que han fallado son los guardianes que tenían el deber de actuar para prevenir la formación de grandes burbujas e impedir las conductas dolosas y rapaces de muchos banqueros y agentes financieros. No es que no tuvieran los instrumentos: es que faltó la decisión política y la entereza moral para poner fin a un periodo de bonanza que muchos creyeron que iba a durar para siempre.

Hoy sabemos mucho más que entonces, en gran parte gracias a John M. Keynes. Por eso, a una crisis causada por el exceso de dinero barato y los bajos tipos de interés se ha respondido con nuevas inyecciones de dinero y nuevas rebajas de los tipos de interés. Por paradójico que parezca, es la respuesta adecuada. No se ha caído en el error de 1929. También es de esperar que no se caiga en el error proteccionista. Pero si se están tomando las medidas adecuadas, ¿por qué dura tanto la crisis?

Hay varias explicaciones: la fundamental es que el estallido de la burbuja fue tremendamente destructivo. Hemos visto durante el pasado año cómo se desmoronaba gran parte del sistema bancario de Estados Unidos, el centro financiero del mundo. Los sistemas bancarios no se improvisan, porque son complejísimas marañas de relaciones humanas, basadas en el conocimiento y la confianza, el crédito, y esta urdimbre social, una vez desgarrada, lleva mucho tiempo de recomponer; sin un sistema bancario adecuado, la recuperación es difícil.

Por otra parte, en un mundo globalizado la crisis también es global y se transmite de unos países a otros, multiplicándose en círculos concéntricos y revirtiendo sobre el centro.

El otro factor de persistencia de la crisis está en el mercado de trabajo. Si en las depresiones caen las rentas, es lógico y equitativo que caigan también los salarios. Se trata de un mecanismo de distribución y ajuste: la moderación de los salarios favorece el empleo o aminora el desempleo. El mantenimiento artificial del salario, como se está haciendo en España, segmenta el mercado de trabajo, separando a empleados privilegiados y parados desprotegidos. Debido a la rigidez salarial, la Gran Depresión conoció tasas de desempleo sin precedentes.

La comparación entre ambas crisis nos dice bien a las claras que un mercado laboral rígido multiplicará y prolongará el volumen de desempleo y, por tanto, la desesperación de millones de trabajadores. Las consecuencias pueden ser catastróficas, como lo fueron las de la Gran Depresión.

Gabriel Tortella, catedrático emérito en la Universidad de Alcalá.