Sentido de la medida

Para CB, que de mayor quería ser como CJ

Hace unos meses, el presidente de Venezuela le regaló a Obama un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. No faltaron las voces, algunas por lo general juiciosas y equilibradas, que se echaron unas risas a cuenta de Chávez. Y sí, el libro de Eduardo Galeano está lejos de ser, por poner un ejemplo, Economic Origins of Dictatorship and Democracy, seguramente la mejor investigación disponible sobre la relación entre las condiciones de la lucha de clases y la consolidación de las instituciones democráticas, para decirlo en corto y con el léxico de otras horas.

Pero, qué quieren, tengo mis dudas de que las chanzas obedecieran a una revisión del libro del uruguayo a la luz de esa monumental investigación, que estará entre las razones que quienes deciden estas cosas tendrán en cuenta en el caso, nada improbable, de que le concedan el Nobel de Economía a Daron Acemoglu, uno de sus autores.

No hay que engañarse. El libro de Galeano era lo que era: las fuentes eran incompletas; los datos, fragmentarios; las interpretaciones, sesgadas, y no sobraba el soporte teórico. Era un panfleto, un libro de propaganda al servicio de una idea. Como otro, no mejor documentado y mucho más pretencioso, publicado años más tarde, que, aunque aspiraba a ser una réplica -entre otros- al libro de Galeano, ya desde el título, parecía una negociación de los autores con su propio pasado: Manual del perfecto idiota latinoamericano. Por cierto, que la tesis "la democracia liberal no es posible en las sociedades atrasadas", una de las más criticadas del viejo libro y que, hasta donde me acuerdo, no aparecía tal cual, está en la trastienda de las críticas de todos a la política de Bush en Oriente Próximo, y también en el frontispicio del excelente libro de Paul Collier Guerra en el club de la miseria, tan sensatamente elogiado por muchos liberales, entre otras razones, por su incorrección política. Un mensaje para idiotas en general: que algo no sea posible no es lo mismo que no sea deseable. Kant añadiría que si no es posible, no puede ser deseable.

El problema no radica en escribir panfletos. El panfleto es un género muy digno en el que han incurrido no pocos premios Nobel. Por ejemplo, Milton Friedman, un economista de indiscutible calado teórico y eficaz en el descampado de la prosa de combate, en la que, sin las bridas del debate académico, no dudaba en defender propuestas bastante estrafalarias como la de eliminar la concesión de licencias para ejercer la medicina.

El problema radica en no saber leer los panfletos. Un panfleto no es una tesis doctoral. Cada género tiene sus reglas. No cabe tasar un discurso político con la mirada del comité científico de una revista académica. Diseccionados con las herramientas del análisis filosófico de primera hora, los discursos de Lincoln, Azaña o Luther King ingresarían en la categoría de prosas de sonajero. Cuando los releemos ahora sin atender a su fecha de facturación, tenemos una sensación parecida a la que nos produciría ver de estreno en el cine Casablanca o Tú y yo, en cualquiera de sus versiones. Liviandades campanudas.

Esta otra forma de analfabetismo se practica de muy diversa manera. Una de ellas, cuando se cambia de país. Recuerdo lo ridículo que me parecían los políticos ingleses al verlos en la BBC en los días de Tiananmen. Sus declaraciones acerca de su responsabilidad, de que aquello no se podía tolerar, me parecían enfáticas y pomposas. Una vez más el tonto era yo, que no caía en la cuenta de que los medía con mis ojitos de españolito, no con los del ciudadano de una potencia nuclear con importantes intereses en Hong Kong. El contexto importa y decide el sentido. No es lo mismo "fuego" si lo dice un tipo con un cigarro en la mano que un oficial al mando de un pelotón de fusilamiento.

Pero si ridículo es leer sin atender al contexto, más lo es hablar. Afirmaciones como "la situación del pueblo palestino es intolerable" o "no estoy en guerra con el islam ni lo estaré" en boca de Obama tienen un peso; en la del jefe de Gobierno de Andorra tienen guasa.

Sucede con Chávez y su impotente facundia o con Leire Pajín y sus consideraciones planetarias. De otra manera, también con Rodríguez Zapatero. Durante mucho tiempo pensé que la falta de convicción que transmitían sus intervenciones se debía a su prosodia desacompasada, con subrayados a destiempo y donde no tocaba, como si se doblara a sí mismo con retardo. Una sensación que se reforzaba cuando las palabras se acompañaban de una gestualidad descoyuntada, de muñeco de guiñol. Producía la impresión de recitar una lección sin entenderla. Pero no era eso. Zapatero ha mejorado mucho en sus intervenciones y la sensación no ha desaparecido. El problema no es tanto de falta de calidad dramática o de delirios ideológicos como de fuera de lugar. Sus discursos, a palo seco, no son malos. Sencillamente, no le corresponden. No se pueden decir ciertas cosas si no se tiene a mano el maletín con los códigos de lanzamiento de los misiles. Suena pomposo por impotente.

Qué le vamos a hacer: el sentido es relativo. Otro asunto es que no quepa la valoración. Que no se pueda medir todo con el mismo patrón no quiere decir que no quepa la medición. Un partido de fútbol visto como un ballet es una mierda, pero eso no impide reconocer que el Barça de Guardiola es el mejor equipo de todos los tiempos.

Según parece, muchos de nuestros políticos han buscado inspiración en El Ala Oeste de la Casa Blanca. La conocida serie televisiva mostraba, entre otras cosas, las muchas vueltas que había detrás de cada decisión: las discusiones acerca de la libertad de expresión, el salario mínimo o la educación pública que allí se mostraban no se dan en muchos departamentos universitarios. ¡Ojalá aprendieran de ella! Cuando uno ve cómo los políticos deciden las cosas, la convicción de un universo sin Dios se debilita. Si esto no se hunde, quizá es que alguien ahí arriba vela por nosotros. En todo caso, puestos a tomar nota, la lección más importante de la serie era otra: el reconocimiento de las circunstancias, el sentido de la medida. Su primera aplicación: no todo se puede copiar, aunque sólo sea para evitar el ridículo. Y es que La Moncloa no tiene Sala de Situación. Supongo.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Un pueblo de demonios.