¿Intereses políticos o humanitarios?

Numerosos organismos internacionales, FAO, ONU, Cruz Roja, así como organizaciones humanitarias, conferencias internacionales, etcétera, se han ocupado de la dramática situación en la que se encuentra la sanidad en los países en vías de desarrollo, y concretamente en lo que hace referencia a la salud materno infantil.

Los objetivos que se pretendían alcanzar en el milenio están todavía lejos de conseguirse, como se demuestra en el análisis comparativo entre los países de la eurozona y los del África subsahariana. La esperanza de vida es de 80 años para los primeros frente a los 47 para los segundos. La escolarización es casi del 99% frente al 45,7% y la prevalencia del sida del 0.3% frente al 5.8%. De los casi medio millón de nuevos casos de cáncer de cuello uterino, el 80% se dan en los países subdesarrollados. Podría seguir aportando otros muchos indicadores sociales y sanitarios que ilustran hasta la saciedad las diferencias abismales existentes entre estos dos mundos, el de los ricos y el de los pobres. En un solo parámetro nos ganan, el relativo al crecimiento poblacional, que en los países desarrollados es tan sólo del 0,6%, mientras que en los desfavorecidos alcanza al 2,3%, con lo que se agravan las condiciones de desnutrición y mortalidad infantil, como analizaré a continuación.

Entre los objetivos del milenio propuestos para ser alcanzados en el 2015, está la reducción de la mortalidad infantil en dos tercios y la materna en algo más.

La reducción anual en el periodo comprendido entre 1990 y el 2005, según cifras de la ONU (2007), fue del 23.6% para los países desarrollados, frente a el 6,6% de los pertenecientes al tercer mundo, lo cual significa que de las 536.000 muertes maternas habidas en todo el mundo en el 2005, el 0,4% se presentan en las sociedades de nivel económico alto y el resto, nada menos que el 99,6%, en las de bajos recursos.

Otro aspecto ciertamente triste es el de las madres adolescentes que nutren dos colectivos de alto riesgo, el de los abortos provocados en ínfimas condiciones sanitarias y con un porcentaje de mortalidad altísimo, y el de la prostitución juvenil, que se calcula en tres millones en el África subsahariana. Debo precisar que no se dispone de estadísticas fiables, sino tan sólo de aproximaciones, pues las que tenemos son de las regiones o países con unos mínimos registros; con toda certeza, los resultados serían todavía más dramáticos si se estudiara toda la población africana.

África era un continente rico antes de que fuera diezmada por el lucrativo mercado de los esclavos; en la actualidad está sufriendo otro tipo de sangría, nada ilegal pero que dificulta cada vez más el acceso a la sanidad de los africanos. Se trata de la emigración de los médicos nativos hacia los países occidentales. Si la proporción de médico por habitante es de 1 por mil en las naciones desarrolladas, en las que están en vías de desarrollo es de 1/ 10.000 y en África de 1/ 100.000. Así de sencillo, en Francia trabajan más médicos de Benín que en su país de origen, y lo mismo ocurre en Chicago con los de Sierra Leona.

Como ocurre en tantas ocasiones, es mucho más fácil detectar los errores ajenos que reconocer los propios. La salud de la mujer en el mundo desarrollado deja mucho que desear, y presenta unos índices de morbilidad que no padece el hombre y que debemos atribuir a puro y duro sexismo social y laboral.

El pasado 8 de marzo, día internacional de la Mujer, un editorial de este periódico denunciaba, como cada año, una serie de reivindicaciones nunca resueltas: la igualdad de oportunidades, la conciliación del trabajo con la familia, la igualdad de salarios para el mismo trabajo en comparación con el del hombre (la Comisión Europea cifra en una media del 17,4% menos el salario femenino con respecto al masculino, para un mismo trabajo), una pensión de viudedad digna, distribución equitativa del trabajo que incluye la educación y atención a los hijos...

Lo que estoy señalando podrá parecer que nada tiene que ver con la salud femenina. No sólo no es así, sino que el cacareado Estado del bienestar del que goza Europa desaparecería en menos de 40 años sin la contribución laboral de la mujer. Si se quiere mantener la sanidad pública, la educación y las pensiones para todos, la total incorporación de la mujer al mundo laboral es esencial.

Es obvio que tras una larga e incruenta lucha, las mujeres han obtenido el derecho a decidir sobre muchos aspectos que son propios de su condición de mujer y las leyes finalmente las han amparado. Pero con razón escribe Flora de Pablo: "Las mujeres hemos salido al mercado laboral, pero a los hombres les cuesta entrar en la cocina...".

Cuando se expresan parecidos argumentos, siempre se esgrime que el mundo es ya femenino,puesto que el número de parlamentarias es un 50% mayor que hace diez años, y el 30% de ellas se halla en los consejos directivos de las empresas; pero estos números son una falacia, pues se partía de cifras tan irrisorias que mejorarlas no constituía ningún logro espectacular. La disociación entre personalidad laboral y género femenino persiste, y con su repercusión en la salud de la mujer.

La feminización de las universidades es un hecho incuestionable. En el mundo de la investigación, el futuro de las mujeres no es el mismo que el de los hombres, y muchas jóvenes investigadoras abandonan su carrera científica por imperativos familiares (véase J. A. Guinovart, La Vanguardia,25/ V/ 2008).

Tenemos cifras que demuestran lo anterior: el 50% de las altas empresarias británicas tienen hijos, cifra muy inferior comparada con la de sus colegas varones, ya que son padres el 96% de ellos.

Si el expediente académico de las jóvenes universitarias es superior a sus compañeros, a los cinco años de haber abandonado las facultades, las mujeres en puestos de responsabilidad empiezan a disminuir y entre los médicos sólo el 14% alcanzan el profesorado.

En síntesis, la mujer debe desarrollar su personalidad en cualquier ámbito de una sociedad que está dominada por el hombre, sin perder su condición femenina. Esta es una situación tremendamente ambivalente que genera diversa patología. Por poner un ejemplo, la posibilidad de padecer episodios de depresión profunda a lo largo de la vida ocurre en la mujer entre el 10-25%, y tan sólo en el 5-10% de los hombres; a estos la sociedad los protege.

El papel de ama de casa no sólo causa situaciones estresantes, sino que por sí mismo es estresante. El trabajo doméstico requiere un alto grado de responsabilidad, que va desde el control de la economía doméstica hasta velar por la salud de la familia. Es un trabajo continuo, en contraposición con el discontinuo, remunerado por ley y con normas perfectamente establecidas en los contratos. Este último tiene sus tiempo de reposo, vacaciones semanales y anuales. En España, el  80% de los empleos a tiempo parcial los ocupan mujeres.

La evidencia del riesgo elevado en que se encuentra la mujer en los países en vías de desarrollo es obvio, y requiere soluciones de una inmediatez reñida con la burocracia o la corrupción que puede darse en algunos países que reciben las ayudas.

Probablemente el esfuerzo más inteligente a aplicar en los países ciertamente subdesarrollados sería disponer de un mapa real de los recursos sanitarios, por humildes que fueran, y tratar de integrarlos en una red supranacional a través de la cual un único organismo o agencia distribuyera cualquier tipo de ayuda, intentando cubrir sanitariamente todo el territorio, sin límites fronterizos.

No puedo evitar recordar, por demagógico que parezca, que de los 200 billones de dólares que costó la guerra de Iraq, si se hubieran dedicado 100 a sanidad se habría alcanzado una cobertura universal de recursos sanitarios. Con otros 50 billones se hubiera acabado con el hambre en el mundo. Otros 35 podrían destinarse a educación y conseguir universalizar estudios primarios y secundarios… y si se hubieran destinado 6 a la investigación del cáncer, probablemente dispondríamos ya de tratamientos curativos para esta grave patología a la que todos estamos expuestos.

Cuando los países del G-8 deciden incrementar sus ayudas, esperemos que no sean únicamente gestos políticos, sino que se inscriban en una actuación coherente destinada a reducir la pobreza en el mundo.

Santiago Dexeus, cátedra de Investigación en Obstetricia y Ginecología de la UAB.