Abogados espiados y otros desmanes

Algo ocurre con la Administración de Justicia en los llamados procesos políticos. El mal no reside en una pretendida politización -a mi juicio inexistente-, sino en una insensibilidad absoluta y repetida frente a los principios de un Estado de Derecho. Los ejemplos son muy elocuentes.

En un conocido proceso -por supuesto, político-, ha habido más de 100 imputados, y se ha producido el hecho insólito de que todos han sido detenidos por la Policía, teniendo que pasar, en muchos casos, las arbitrarias 72 horas en los calabozos, para ser puestos a continuación en libertad sin más. Esas detenciones han sido decididas por la autoridad judicial y consentidas, en los casos en los que hubo recurso, por el Tribunal Superior, que aplaude así la inexplicable actitud del instructor.

En la práctica totalidad de los procesos políticos que todavía se encuentran vivos, se ha decretado el secreto de las actuaciones para todos las partes personadas -excepto el Ministerio Fiscal-, durante períodos sorpresivamente prolongados. Esta situación, que dificulta hasta extremos inaceptables la defensa del imputado, ha sido bendecida para sorpresa del jurista por los Tribunales Constitucional y Supremo.

Ante la atónita mirada del ciudadano, dichos procesos políticos doblemente secretos, son recogidos alegremente por los medios de comunicación, dándose en repetidas ocasiones el caso curioso, por no decir indignante, de que el informador pertenecía a un medio periodístico de ideología contraria a la de los afectados con las imaginables consecuencias.

Todo este ambiente consentido por las Instituciones del Poder Judicial -léase, Consejo General del Poder Judicial, Fiscalía General del Estado, o Ministerio de Justicia- ha degenerado hasta el punto de consentir la intolerable decisión de intervenir la comunicación de un preso con su abogado, teniendo en cuenta que dicho preso no estaba detenido como presunto terrorista, ni por delitos de sangre, ni como violador irredento, es decir que no suponía un peligro capital para ningún ciudadano, resulta una medida además de ilegal, intolerable.

Aunque para Hamlet algo oliera a podrido en Dinamarca, no podemos ni debemos trasladar la misma situación a la actual Administración de Justicia española. Pero ¡sí! se puede sostener que algo hiede a estancamiento ante la insensibilidad manifiesta de algunos insignes juristas que, no obstante, forman parte de las agrupaciones de jueces y fiscales más preclaras.

Se ha dicho que el desgarro de vestiduras manifestado por el Colegio de Abogados de Madrid ante tan abusivo desmán obedece a un profundo corporativismo, y esta imputación puede ser piedra de alarmante escándalo, no porque se tenga opinión negativa del colectivo de abogados -merecedores a veces de calificativos más fuertes-, sino por lo que supone de frívola indiferencia frente a la trasgresión lacerante del derecho de defensa.

Pienso que insistir en el quebranto que implica para el Estado de Derecho la violación del secreto de la comunicación del imputado con su abogado -en un delito económico-administrativo, recuérdese-, es una obviedad, a pesar de lo cual parece obligado insistir.

Mi indignación manifiesta aquí es que estos lodos -la insensibilidad frente a tamaño desatino-, provienen de aquellos polvos frívolamente consentidos, como la inexplicable actitud de un instructor -al que difícilmente le cabe el calificativo de juez-, que ordena detener a más de 100 presuntamente imputados por un delito político-económico, o la admisión de la inexplicable prolongación del secreto en procesos inquisitoriales, así como la displicencia indolente con que se acoge la filtración de dichos secretos a los medios de comunicación.

Esto no es un drama teatral danés, pero algo huele a modorra anestésica, a deja-vu en la trastienda de la Administración de Justicia española.

Miguel Bajo, catedrático de Derecho Penal y abogado.