El inglés americano como símbolo patriótico

No es que quisiera negarme la chuleta. Sencillamente, el camarero del bar de Chicago donde yo intentaba cenar no se enteró de lo que su cliente extranjero quería pedir. Estábamos hablando inglés. O lo que pensábamos ambos que era el inglés. Pero no existe un inglés único, sino muchas hablas más o menos inglesas. En el inglés de Inglaterra, que hablo por haber nacido y crecido en ese país, «chuleta» se dice «chop» con una «o» muy corta y redonda. En el inglés que predomina en los Estados Unidos, la vocal se escribe igual, pero que se parece más a una «a» española y se pronuncia como si fuera «cha-a-a-p», con un sonido largo y con la boca ancha. La diferencia parece poca, pero su consecuencia en el bar de Chicago era una incomprensión recíproca absoluta.

Solucioné el problema indicando con mi dedo la palabra del menú, y cambiando al castellano. «Chop», indiqué gestionando. «Chuleta», dije. El camarero se proclamó oriundo de Durango y acabamos entendiéndonos a la perfección. He aquí una prueba de un aspecto curioso de la cultura norteamericana. El inglés que se emplea es un fuerte de piedra, abombado de baluartes, con pocas aperturas hacia el resto del mundo. Los estadounidenses se enorgullecen por hablar un inglés distinto al de Inglaterra, desde la época de su independencia, cuando diferenciarse de la cultura de la rechazada madre patria era una muestra de sentimiento protonacional. El gran lexicógrafo Daniel Webster, autor del primer diccionario estadounidense -hasta el día de hoy un Webster en el inglés norteamericano es sinónimo de «diccionario», sea quien sea su editor- se empeñó en introducir particularismos ortográficos y terminológicos en el idioma de sus conciudadanos. Desde ese momento, los ingleses y los estadounidenses han sido, como dicen, «dos pueblos divididos por un idioma común».

Los norteamericanos hispanos, en cambio, comparten un idioma que históricamente se ha hecho pedazos tras un proceso de evolución divergente. Por el largo desarrollo de diversas comunidades de habla española en distintas zonas, relativamente aisladas, se han abierto abismos tremendos entre las versiones del idioma propios de distintas gentes. Pero los hispanoparlantes del nuevo mundo se entienden estupendamente, tanto entre sí como con los hispanoparlantes del viejo mundo.

Se acercan con una actitud más abierta que la de un estadounidense angloparlante frente a un inglés. Vienen a su encuentro conscientes de que existen grandes diferencias que superar, y están dispuestos a superarlas. Reconocen el español de cada hispanoparlante, por raro que sea, como idioma de todos. En la radio se puede escuchar canales mexicanos, dominicos, cubanos, puertoriqueños y no sé cuantos más, cada uno con su acento y vocabulario distintos. Pero cuando se reúnen individuos procedentes de los varios países, hacen el esfuerzo que les sea preciso para lograr comunicarse, animados por el sentido de ser una minoría en los Estados Unidos, donde les conviene aliarse para defender su cultura y sus derechos comunes.

Es por eso -por sentir que el uso del idioma es un rasgo cultural que define una comunidad trascendente- que intentan mantener el uso del castellano dentro de una sociedad mayoritariamente angloparlante, donde se privilegia el inglés como idioma culto y de prestigio, y se menosprecia el castellano, y los demás idiomas españoles, como estigmas de un pueblo martirizado por su pobreza y sus fracasos. Si los idiomas de origen hispano sobreviven en EEUU será una especie de milagro, ya que todos los demás inmigrantes -aun los demográficamente más fuertes, como los italianos, alemanes y polacos- han perdido por completo el uso de sus idiomas, aunque siguen manteniendo sus religiones, sus tradiciones gastronómicas y su conciencia de compartir una ascendencia y una herencia comunes.

Para todos los hispanos, mi propia versión del castellano es bastante rara, porque lo que yo hablo es un español propio, reflejo de mi vida en el extranjero, saturado de anglicismos y lleno de imágenes sacadas de paisajes extraños y literaturas ajenas. Pero conmigo los hispanoparlantes hacen el mismo esfuerzo. Se lo aprecio. Cuando tengo que rellenar los formularios que exigen que uno se defina como «blanco» o «negro» o «asiático» o lo que sea, siempre elijo la casilla de «hispano». Para mí resulta cómodo. Si el inglés me falla, el español me saca adelante. Pero mi comodidad viene tachada de inquietud. Si los hispanoparlantes entienden mi español, ¿cómo es que los angloparlantes no comprenden mi inglés?

Hasta cierto punto, parece ser una muestra de un supuesto vicio norteamericano muy comentado en Europa: su encerramiento hacia sí mismos, su falta de interés por el resto del mundo, su autosuficiencia. Se dice que invaden a otros países por ignorancia. Los sondeos revelan que muchos votantes confunden Irak con Irán. Los candidatos a la presidencia del país parecen ridículos cuando se entrevistan sobre asuntos extranjeros. La ministra de asuntos exteriores -secretaria de Estado- desconoce el apellido del presidente de Rusia.

La gran mayoría aún de los estadounidenses bien educados no saben si Viena queda al este o al oeste de Praga. En cambio, conozco a muchos europeos bien instruidos que no saben si Dakota del Norte queda al sur o al norte de Dakota del Sur. La ignorancia de la geografía de lugares lejanos es el estado normal de todos los seres humanos. Sinceramente, no creo que los norteamericanos sean más culpables que los demás.

Hay que tener en cuenta que su país es inmenso. Cuando un vecino de la ciudad de Milwaukee acaba de leer las noticias de lo sucedido en Madison o Minneapolis, no le queda tiempo de leer las novedades de Moscú o Madrid. La diversidad de culturas entre las distintas zonas del país es mucho más amplia que la de los europeos, por nuestra propia ignorancia, solemos pensar. Para que un californio se entienda bien con uno de Alabama o Arkansas exige tanto esfuerzo, o más, como para entenderse con un inglés o australiano.

En el siglo XIX tales diferencias quebraron el país y lanzaron una guerra civil. No combatieron los del norte contra los del sur por la moralidad de la esclavitud, sino porque la esclavitud era un rasgo cultural de los sureños, que negaban además un sistema político dominado por la mayoría norteña. El norte era capitalista, el sur más bien feudal en el sentido de regirse por una aristocracia dotada de vastos terrenos. El norte era cada vez más urbanizado e industrial, mientras que el sur seguía siendo una sociedad agricultora y campesina. El sur parecía más una república sudamericana, con su élite criolla, su clima tropical, su economía primaria y su falta de legitimidad democrática. En el norte, en cambio, nacía un país moderno.

En ciertos sentidos, esas diferencias seguían en vigor hasta los años 60 del siglo pasado, cuando por fin la industrialización empezó en el sur y la opresión y explotación racista comenzó a disiparse. Pero perdura en el sur un conservadurismo político y una religiosidad que serían impensables en el resto del país. Uno de los motivos de la industrialización tardía pero impresionante del sur es que allí casi no hay sindicatos y los que sí hay son débiles y carentes de raíces históricamente fuertes.

Más profundos y menos conocidas que estas diferencias regionales son las tendencias culturales que diferencian a los distintos estados. Los europeos pensamos que las fronteras de muchos territorios son artificiales, por ser nada más que unas líneas rectas en el mapa. Pero no es así. Esas fronteras encierran mentalidades a veces distintas y diferencias culturales a menudo gigantes. Vermont es un estado liberal hasta las entrañas, donde no se ejecutan a los asesinos y donde existen un par de órdenes judiciales contra el señor George W. Bush autorizando su detención por crímenes contra la humanidad.

En Massachusetts se casan los gays y están prohibidas las armas de fuego. En New Hampshire prevalece el culto al liberalismo decimonónico, el individualismo desenfrenado, y la democracia a ultranza. Rhode Island es un estado mayoritariamente católico. En Minnesota, donde el acento refleja la herencia escandinava de mucha gente, la cultura es más bien socialdemócrata, con altos valores comunitarios. En Utah prevalece el mormonismo. En Nevada rige un pragmatismo económico que protege a empresas consideradas como criminales en otros estados, y que se dedican al juego y la prostitución.

Uun particularismo aún más minucioso nutre diferencias entre poblaciones y comarcas que ostentan su independencia, unas de otras, de formas a veces absolutamente irracionales. Chicago queda a 150 kilómetros de mi universidad. Un viaje de autobús a través de Michigan City obliga a retrasar los relojes. Al salir de la ciudad, hay que adelantarlos por estar de nuevo en la zona temporal del estado de Indiana. Cerca de Chicago, al cruzar la frontera del estado de Illinois, retrasamos los relojes otra vez más. Cada comarca, mientras tanto, de las que atravesamos, tiene su propia policía, leyes y costumbres muy diferentes.

En estas circunstancias, y en un país de inmigrantes repartidos en comunidades de diversas procedencias y recuerdos históricos distintos, es muy comprensible que se muestre exagerado en lo poco que une a todos. Hay símbolos de enorme peso sentimental, como la bandera nacional y el respeto a las fuerzas armadas. Y también en conceptos como el patriotismo, la libertad, el capitalismo y el individualismo, que infunden el concepto de la unidad de la nación. Existen productos de cultura popular -la hamburguesa, el perrito caliente, la música country, los deportes supuestamente nacionales, las películas de Hollywood y los superhéroes de las novelas gráficas, que están difundidos por el país entero. Casi todo lo demás es campo de debate. Ni el presidente, ni la constitución, ni la ciencia, ni la religión unen a todos.

El idioma, por tanto, es más de un idioma: es la esencia de la unidad estadounidense. Por eso se insiste en que el inglés norteamericano sea distinto al inglés de otros angloparlantes, y que todos los ciudadanos lo hablen. Otros países pueden aguantar la pluralidad de idiomas. Algunos, como el Reino Unido y los imperios romano y otomano, son la prueba de que el plurilingüismo es una política que puede conducir al éxito y a un alto nivel cultural de la gente. En los Estados Unidos el monolingüismo es sagrado. Aplasta los idiomas minoritarios y crea una versión peculiar del inglés. Me temo que llegará el día en que tendré que dejar de comer chuletas.

Felipe Fernández-Armesto, historiador. Ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (Massachusetts, EEUU). Es autor de Los conquistadores del Horizonte.