A vueltas con el velo islámico

La controversia en torno al caso de Najwa Malha y la prohibición de que fue objeto en un instituto de Pozuelo (Madrid) de llevar la cabeza cubierta representa el último conflicto en lo que ya es una cadena de casos similares que comenzó en 2002. En marzo de aquel año, a Fátima Elidrisi, una niña musulmana de origen marroquí, las reverendas madres concepcionistas de San Lorenzo de El Escorial le prohibieron que fuera al colegio con el hiyab. Las monjas no fueron capaces de valorar el magnífico ejemplo de tolerancia que suponía por parte de unos padres musulmanes permitir que su hija fuera a estudiar a un colegio católico, ni la hermosa y enriquecedora experiencia de tolerancia que suponía la presencia de estudiantes de otras religiones en su colegio.

La batalla en torno al velo de Fátima en el colegio religioso de El Escorial constituyó el inicio de esta guerra cultural en nuestro país. El caso de Nawja es aparentemente más ambiguo, pues la prohibición de llevar la cabeza cubierta es, según el director del instituto, una norma preexistente, no ad hoc, cuyas motivaciones no eran religiosas ni culturales sino estrictamente prácticas y de disciplina interior. En cualquier caso, todo el mundo ha entendido desde el principio que no se trata en este caso fundamentalmente de una mera cuestión de disciplina interna. Si así lo fuera, ni qué decir tiene que habría que modificar la norma o hacer una excepción inmediatamente en aras al valor muy superior de la libertad de expresión religiosa y de la libertad de expresión en general, ambas garantizadas por la Constitución.

Lo que está en juego aquí es una cuestión cultural. Bien sabemos que lo estrictamente religioso les trae sin cuidado a muchos de los que se oponen al velo islámico en los colegios públicos. Es la incapacidad para aceptar la diferencia, para aceptar al otro lo que alimenta esta batalla.

Es verdad que Francia e incluso Turquía prohíben el velo islámico en los edificios públicos. No entraré aquí en la reciente prohibición en Bélgica de llevar el velo completo, pues, si bien estoy en desacuerdo con dicha prohibición, es un asunto relativamente distinto del que aquí nos ocupa. En el caso de Turquía, nación de mayoría islámica que intenta combatir el radicalismo, estamos hablando de circunstancias especiales en un país que, por otra parte, no se distingue por una tradición particularmente democrática. Por lo que respecta al caso de Francia, baste decir que su tradición centralista y autoritaria es algo que no deseo para España.

La mera idea de que, en nuestra época, y en nuestro clima liberal y democrático, se le pueda impedir a una persona que vista como quiera me parece poco menos que incomprensible. Me da igual si se pretende llevar a cabo dicha prohibición en nombre de una mal entendida igualdad. Si resulta que vamos a tener que regular la moda en los institutos para garantizar la igualdad de los alumnos apañados vamos. Y peor aún me parecen los abanderados de un feminismo mal entendido. Siempre me han producido desconfianza esos autoproclamados misioneros o misioneras de la liberación sexual o de género que intentan liberar a otros (o más bien otras) a base de imponerles a toda costa lo que consideran su verdad superior. Ése es un tipo de táctica que suele dar como resultado precisamente lo contrario de lo que se pretende.

Sólo en nombre de la igualdad se puede restringir la libertad de expresión de una persona, y eso sólo ante una violación flagrante y tangible del principio de igualdad, como es el caso de difamaciones o amenazas. Denegar a una persona su legítimo derecho a vestirse como le venga en gana, especialmente cuando no hay en ello nada ofensivo ni provocador, y cuando además ese modo de vestir es expresión de unas convicciones religiosas, es un brutal ataque a la libertad de expresión y, lo que es peor, al derecho de esa persona a la igualdad. Esperemos que España no vaya por ese camino.

Juan A. Herrero Brasas, profesor de Ética Social en la Universidad del Estado de California.