Estamos desnietados

Hace exactamente 43 años conocí a Labordeta. Es posible, incluso, que coincida hasta el día preciso, 19 de septiembre, porque la fecha señalaba el inicio de curso en el Instituto Ibáñez Martín de Teruel. Yo entraba en el edificio, escuché voces en una sala que sería el salón de actos o teatro, y me topé con un ensayo sobre el escenario. Varios actores repasaban El mercader de Venecia, de Shakespeare. Abajo, dando órdenes, un hombre con mostacho daba indicaciones. Era José Antonio Labordeta, profesor de Historia y Geografía.

No le presté atención pero a los pocos días me lo volví a encontrar; ahora en la clase. Su saludo fue contundente para estos chicos que bajábamos de la sierra turolense, de los nevados de Albarracín, de las huertas del Bajo Aragón, de las minas de Ojos Negros, adolescentes todos que tenían depositado en el instituto el principio del fin de su miseria. Labordeta nos saludó y soltó sin pestañear: «Estáis todos aprobados. El que no quiera que no venga». Fue tal nuestro estupor, que nadie faltó a ninguna clase. Chicos habituados al palo y la correa de los maestros, a los castigos crueles, se topaban de golpe con un profesor que nos trataba como a adultos. Nadie entendía nada.

Fue nuestro maestro y fue también, para algunos, nuestro amigo. Tampoco era común que un profesor te invitase a su casa a tomar café y te mostrase los últimos discos de Georges Brassens, de Atahualpa Yupanqui o de Santana. Él inauguraba desde el afecto y el respeto un nuevo modelo de pedagogía.

La música nos unió un poco más. Supo que cantaba y me sorprendió que él también lo hiciera. A menudo nos deleitaba con lo mejor de su repertorio mexicano, donde brillaba su especialidad del Cucurrú paloma. Su potente voz me aturdía. Formé dúo con Cesáreo Hernàndez y le pedimos consejo sobre futuros poetas musicables; así nacieron canciones desde Federico García Lorca o el Songoro cosongo, de Nicolás Guillén. Por eso la noche que alrededor de la hoguera de San Juan, en el patio del colegio, nos entonó Aragón, mi desconcierto fue absoluto. ¡El profesor había escrito una letra y le había puesto música! Y además, hablaba de Aragón. ¿Cómo se hacía eso?

Cada vez que acudía a su casa desde mi trabajo, trataba de llevarle una bolsa de madalenas del horno de mi hermano Tony. Le encantaban. Le hacían feliz como pocas cosas. Le gustaba el pan sin corteza, las olivas negras, la borraja con patatas. Pero sobre todo le gustaba bromear. El humor ha formado parte de su existencia. Ese bigote huraño le ponía una cara demasiado severa, con unos párpados demasiado llenos. Por encima de esa caricatura, se abría un ser humano jovial, bromista, alegre, siempre con ganas de mostrar su proverbial socarronería. Nunca olvidaré el día en que accedió gustoso a presentarnos en Madrid el libro que escribí junto a Roberto Miranda, Aragón a la brasa. Lo bautizamos en los salones del Círculo de Bellas Artes, y tal era su entusiasmo, que leyendo uno de los pasajes, se encanó de risa, no podía respirar.

Ha sido un cantante atípico. Nada que ver con el modelo que se nos vende desde los mercados. No quería ser famoso, era alérgico a la vanidad, la farfolla y la sobreactuación. Una vez escribí un email a mi lista de correos, para que mis amigos supiesen que me habían premiado por algo (ahora no recuerdo qué fue) y me respondió de inmediato: «Joaquín, no te promociones, que no lo necesitas y queda muy feo». Sin duda, aún me dura la vergüenza.

No sé por qué me empeñé en realizar con él algunos proyectos. Le empujé, como empujé a Eduardo, a meternos en el lío de grabar un disco y registrar ese concierto. «Si te encargas de todo, adelante», solía decir, aupado por su magistral tendencia a la galbana. Luego, los proyectos salían, salió aquel disco con libro y DVD, un entrañable documental que le hicimos con José Miguel Iranzo, y salió un disco de nueva creación que titulamos Vayatrés! Orgulloso en el fondo, creo, de que se apreciase todo el talento y la creatividad que atesoraba. Yo me sentía feliz de escucharle en público justificar tanta actividad: «¡El Carbonell, que es un pesao!»

Tardaremos tiempo en ajustar cuentas. En calcular la dimensión de su categoría como ser humano, como insólito y original creador. José Antonio es sin duda el aragonés más importante de los últimos 50 años, pero será también uno de los españoles más reconocidos y queridos en décadas. Me he encontrado en estas horas con unas muestras de afecto descomunales, abrumadoras. Cientos, miles de anónimos ciudadanos que desde la radio, por la calle o en el correo, te transmiten el sentimiento de haberse quedados huérfanos. «Estamos desnietados», le escucho decir a Paco de los Titiriteros de Binéfar. O recibo un correo que me comenta: «Me he enterado de la tragedia esta mañana. Si lo sé, no me levanto». Me escriben y me llaman concediéndome el honor de recibir su pena como si yo fuese familiar. Él hubiese hecho lo mismo por mí, no tengo dudas. Tardaremos muchos años en recuperarnos de su ausencia. Todos entienden que fue un hombre decente, íntegro. Estamos muy tristes porque él fue muy alegre.

Joaquín Carbonell, cantautor y periodista.