La transmisión del sida por vía sexual

El Juzgado de lo Penal de Darmstadt acaba de condenar a Nadjia Benaissa, cantante del famoso grupo musical alemán No Angels, por un delito doloso de lesiones consumado y por otro en grado de tentativa. Benaissa, ocultándoles que era seropositiva, había tenido demostradamente relaciones sexuales con un hombre al que infectó el virus (lesiones consumadas) y con otro al que no llegó a transmitir la enfermedad (tentativa de lesiones).

El caso Benaissa vuelve a poner de actualidad un fenómeno nuevo del que han tenido que ocuparse los tribunales de distintos países -en Canadá, por ejemplo, en un supuesto en que la pareja sexual infectada falleció a consecuencia del sida, el tribunal condenó por asesinato a la persona que contagió la enfermedad-, entre ellos, los españoles y los alemanes.

Como diversas organizaciones, tanto nacionales como internacionales de ayuda a las víctimas del sida mantienen que, aun en el caso de que el enfermo hubiera ocultado su dolencia, el comportamiento es impune («no parece muy coherente tener relaciones sin precaución y luego pedir explicaciones»), en lo que sigue voy a tratar de exponer, desde un punto de vista jurídico, cuál es mi opinión sobre la materia, que se condensa en las siguientes cuatro tesis:

Primera tesis: Si la persona seropositiva había advertido de su enfermedad a quien mantuvo relaciones sexuales con ella, en ese caso, y aunque se produzca un contagio del VIH, la conducta de aquélla no será delictiva. Ello es así porque el Código Penal (CP) no castiga la conducta de quien consiente en autolesionarse -de quien, por ejemplo, se amputa a sí mismo una mano con un machete de carnicero-, de donde se sigue que, como ese comportamiento es atípico, también lo es el de quien participa en él -el de quien entrega a otro ese machete para que éste se autoampute-, ya que, como es obvio -y teniendo en cuenta que la conducta del partícipe deriva su responsabilidad criminal de la tipicidad de la conducta principal de quien se lesiona a sí mismo-, si el hecho principal -la automutilación consentida- es impune, también tiene que serlo la de quien contribuye a una acción no-delictiva como lo es la autolesión. Y si lo más grave (la participación dolosa en una autolesión dolosa consentida) no se castiga, con mayor motivo no se puede castigar la participación imprudente -del seropositivo- en una autolesión imprudente consentida -la de quien se autoinfecta con el VIH al tener relaciones sexuales con una persona de la que sabe que padece esa enfermedad-.

Segunda tesis: En cambio, si -tal como ha sucedido en el caso Benaissa- la persona seropositiva oculta su infección a la pareja sexual, resultando ésta contagiada, entonces aquélla debe responder por un delito de lesiones, ya que esta última no era consciente de la dimensión del riesgo al que se sometía. Anteriormente he indicado que la participación en una autolesión consentida era impune, ya que ésta, como tal, era un comportamiento atípico. Pero en Derecho sólo se puede hablar de un «consentimiento eficaz» cuando se trata de uno libre, voluntario e informado. Por ello, el consentimiento es jurídicamente inválido cuando quien se autolesiona ignora la dimensión del peligro real al que se somete con su acción. Si el tercero le dice a la víctima -y ésta lo acepta- que inhale de un aerosol en el que se contiene el virus de la gripe, siendo engañada ésta por aquél, ya que, en realidad, lo que está suspendido en el aerosol es la bacteria de la legionella, en ese caso el partícipe en la autolesión responderá de un delito de lesiones, ya que el consentimiento de la víctima en el automenoscabo de su salud está viciado y es, por consiguiente, ineficaz: sólo aceptaba caer enfermo de una relativamente leve enfermedad gripal, pero no de la mucho más grave neumonía por legionella de la que -sin quererlo- resultó contagiado. Y es que, como reiteradamente se expresa en nuestra legislación (arts. 144.2 y 156 CP), el consentimiento sólo es valido cuando quien lo presta lo hace libre y conscientemente, estableciendo la Ley de Autonomía del Paciente (LAP) que el imprescindible consentimiento que el enfermo debe prestar para ser sometido, por ejemplo, a una intervención quirúrgica, debe ser uno «informado», siendo únicamente eficaz si en esa «información» que se le facilita al enfermo se le advierte sobre «la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias» (art.4º.1 LAP).

De lo expuesto se sigue que, a diferencia de lo que sucede cuando el previamente enfermo ha hecho saber a su pareja sexual, que resulta contagiada, que está infectado con el VIH -conducta impune-, el seropositivo debe responder, en cambio, de un delito de lesiones si ha ocultado su enfermedad a la persona con quien tiene un contacto sexual y le transmite el virus, ya que aquí no estamos ante una impune participación en unas lesiones consentidas, porque dicho consentimiento en la autolesión -del VIH- es jurídicamente inválido, ya que desconocía el alcance del riesgo que corría con la relación. En este mismo sentido -en el sentido de que responde por un delito de lesiones quien, silenciando que es seropositivo, transmite sexualmente el VIH- se han pronunciado tanto la jurisprudencia española (así las sentencias de la Audiencia Provincial [AP] Tenerife de 20-1-1996, confirmada posteriormente por la del Tribunal Supremo [TS] de 28-1-1997, y de la AP Madrid de 2-1-2004, confirmada por el auto del TS de 15-9-2005) como la alemana (además de la sentencia dictada en el caso Benaissa, se han manifestado, en el mismo sentido, la sentencia del Tribunal Supremo alemán de 24-11-1998 y la del Tribunal Superior de Justicia de Baviera de 15-9-1989).

Tercera tesis: Sin embargo, opino que la transmisión del virus debe ser imputada no a título de dolo, sino de imprudencia, por lo que, si no existe contagio -y en contra de lo mantenido por la jurisprudencia alemana y como, consecuentemente, tendría que hacer también, llegado el caso, la española-, el hecho es impune, ya que no se puede calificar de tentativa -la tentativa sólo es concebible en el delito doloso- de lesiones.

Existe dolo, no sólo cuando la intención principal del autor es causar el resultado típico (dolo directo), sino también cuando el agente somete al bien jurídico protegido a un gravísimo riesgo de lesión, siendo consciente de esa situación objetiva de altísimo peligro.

Así, por ejemplo, la sentencia de la Audiencia Nacional de 21-5-2010 condenó a los autores del atentado del aparcamiento de la T4 del aeropuerto de Barajas, ejecutado el 30-12-2006, por dos delitos de asesinatos (dolosos) consumados en las personas de los dos ciudadanos ecuatorianos fallecidos, quienes no advirtieron las órdenes de desalojo del aparcamiento que estaban dando los efectivos policiales, y por 48 delitos de asesinato en grado de tentativa en relación a las personas que en el momento de la explosión se encontraban en el aeropuerto y que sufrieron lesiones de distinta gravedad. Ciertamente que los terroristas avisaron telefónicamente a distintas instancias (policía, bomberos, urgencias) de la colocación de la bomba en el aparcamiento una hora antes de la deflagración, que se produjo a las nueve de la mañana. Pero ello no convierte a las muertes en imprudentes, porque como se expone en la sentencia de la AN, con toda razón, y aplicando la doctrina del TS, existe «dolo eventual […] cuando el sujeto activo se representa como probable la eventualidad de que la acción produzca la muerte del sujeto pasivo, aunque este resultado no sea el deseado, pese a lo cual persiste en dicha acción que obra como causa directa e inmediata del resultado producido», que es precisamente lo que sucedió en el atentado de la T4, ya que instalar un coche bomba de extraordinaria potencia en un aparcamiento supone una alta probabilidad -por mucho que se avise con una hora de anticipación que se ha colocado el explosivo- de que se produzcan graves desgracias personales.

Teniendo en cuenta que la probabilidad de que una persona seropositiva transmita su enfermedad a su pareja con una relación sexual aislada oscila, según distintos estudios epidemiológicos, entre un 1 por 100 y un 1 por 400, el eventual contagio no alcanza el grado de riesgo suficiente para que pueda hablarse de una conducta dolosa, por lo que, en el caso de transmisión del VIH, la lesión causada debe imputarse a título de imprudencia. Contra esta calificación del hecho como imprudente no puede prevalecer el argumento de la ya citada sentencia de la AP Madrid de 2-1-2004 -bajo ponencia del sabio magistrado Arturo Beltrán-: «[…] la posibilidad de contagio es baja en caso de un único encuentro sexual pero, tal como informaron los médicos, esa probabilidad crece con el número de contactos sexuales […] La relación sin tomar especiales medidas precautorias se prolongó durante más de un año, esto es, fueron decenas las veces en que se mantuvieron relaciones sexuales, sin informar la procesada [la persona seropositiva] a su compañero […] Esta persistencia en la acción, por un lado, y en el silencio, por otro, unida a la conciencia de la probabilidad de contagio progresivamente más alta, da lugar a la aparición del dolo eventual».

Contra esta argumentación de la AP Madrid hay que decir que la efectiva transmisión del VIH de la acusada a su pareja masculina no es reconducible a la multitud de actos sexuales practicados por la mujer seropositiva, sino, obviamente, sólo a uno de ellos que fue el que fisiconaturalmente condicionó la infección, y que ese único acto lesivo encerraba no más de un 1% de posibilidades de que el compañero resultara contagiado, y que, con ese mínimo grado de posibilidad, no es viable construir un dolo eventual. Para expresarlo con otro ejemplo: si una persona, en la ruta que recorre todos los días para ir en automóvil desde su casa al trabajo, se salta siempre y sistemáticamente un determinado mandato de «ceda el paso», a medida que vayan sucediéndose los meses y los años irá aumentado la probabilidad de provocar un accidente. Pero si un día se produce un accidente, y como consecuencia de él sufre lesiones un tercero, no por ello éstas van a convertirse de imprudentes en dolosas: porque lo que ha condicionado ese accidente concreto no ha sido la multitud de infracciones previas cometidas a lo largo de los años, sino sólo una de ellas, que no encerraba (considerada aisladamente) una alta probabilidad, sino una pequeña posibilidad de que se ocasionara un resultado lesivo.

Cuarta tesis: Como consecuencia de mi tercera tesis de que se trata de una lesión imprudente hay que llegar a la ulterior de que, aunque el enfermo oculte su enfermedad, no responderá criminalmente de nada si no ha transmitido efectivamente la enfermedad, ya que, en principio, y a no ser que el legislador haya tipificado expresamente como tal el comportamiento imprudente -que es lo que ha hecho, por ejemplo, cuando crea un delito como el de conducción de un vehículo bajo la influencia de bebidas alcohólicas-, la imprudencia sin resultado no es castigada por el Código Penal. Para ilustrarlo con un ejemplo: la sentencia de 15-6-2009 de la AP Barcelona condena por lesiones imprudentes a un padre que, negligentemente, dejo al alcance de su hija de corta edad una botella de agua mineral que, en lugar de ésta, contenía éxtasis líquido, bebiendo la niña de dicha botella y resultando intoxicada, aunque, afortunadamente, pudo salvársele la vida. Pues bien: a pesar del evidente comportamiento imprudente del padre, en el caso de que la hija no hubiera ingerido el líquido y, consiguientemente, no hubiera resultado lesionada, el padre no habría respondido de nada, pues, como ya he señalado, la imprudencia como tal, sin resultado, es una conducta impune. Por los mismos motivos, y a pesar de su imprudencia, si el seropositivo que oculta su enfermedad no transmite sexualmente el VIH a su pareja, dicha conducta no fundamentaría responsabilidad penal alguna.

Estas cuatro tesis pueden resumirse en una única frase: La relación sexual de una persona seropositiva con una sana sólo es punible, como lesiones imprudentes, si la pareja ha resultado contagiada efectivamente, habiendo ocultado aquélla su enfermedad a ésta.

Enrique Gimbernat , catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.