La convivencia lingüística es posible

Admiro a los italianos. Hasta me da vergüenza pensar en ellos, por lo peores que somos los españoles. No me refiero, por supuesto, al gusto político de nuestros vecinos mediterráneos. Al lado de Berlusconi, nuestro presidente de Gobierno parece ser un modelo de honradez y sagacidad. No se trata de la música de los italianos, que en su día era sumamente exportable pero que hoy en día no tiene gran cosa de especial; ni de sus artes visuales, que, a pesar de su insuperable trayectoria histórica no llevan gran ventaja sobre las de España; ni de su comida espléndida, ya que actualmente la cocina española también brilla por su renombre internacional. Tampoco tengo envidia de sus paisajes, por bellos que sean, porque son un don de Dios y no reflejan los méritos del pueblo. Ni es cuestión de proeza moral, porque todos tenemos los mismos -muchos- vicios y las mismas -mínimas- virtudes.

Lo que tienen los italianos, y que nos hace falta en España, es una actitud racional hacia su propia diversidad lingüística, una antorcha que para ellos ilumina orgullo entre escritores y habladores, mientras que para nosotros enciende conflictos entre políticos.

Italia, tanto como España, o tal vez aún más, es un país de varios idiomas. Yo lo sabía ya por mis lecturas de literatura italiana, y por haber sido redactor, hace ya años, de Los hijos de Zeus, un libro sobre las comunidades históricas europeas. Pero acabo de darme cuenta de la importancia del hecho por haber asistido a un festival literario en Italia, y por tropezarme allí con la diversidad asombrosa no sólo de las hablas y dialectos que se emplean por escritores en Italia en la actualidad, sino por la enorme riqueza de lenguas tradicionales que se distancian, en ciertos casos, aún más del italiano que el catalán o el gallego del castellano, y casi tanto, en un par de instancias, como el euskara de los otros idiomas españoles. Pero casi nadie en Italia insiste en el carácter nacional de tales idiomas, ni procura imponer su uso en sus conciudadanos, ni los explota como motivo de aumentar los poderes de élites regionales o provinciales, ni de socavar la Constitución, ni de conmocionar el Estado.

Leyendo las novelas policiacas de Andrea Camilleri, que dan sabor a su escenario siciliano por emplear palabras y frases típicamente sicilianas, me enteré de lo diferente que es ese idioma; ahora he tenido la ocasión de escucharlo. Suena distinto. Cavour, el forjador de la unidad política italiana en el siglo XIX, creía, o fingía creer, que los sicilianos hablaban árabe. No es así, pero su lengua tiene sonidos únicos que no existen en otros idiomas romances, y un vocabulario curiosísimo que refleja la historia de Sicilia como isla clave del mundo mediterráneo. Su literatura es más antigua que la italiana, ya que se estableció como medio de expresión política en tiempos de los trovadores en el siglo XII. Pero el partido independentista siciliano se disolvió en los años 40 del siglo pasado y en la mayoría de los sitios web de los varios partidos autonomistas en la actualidad ni se menciona el idioma.

En los Juegos Olímpicos de 1920 en Amberes se tocó O sole mio en lugar del himno nacional de Italia porque la orquesta no pudo hallar la música correcta. Pero esa canción no es en italiano, sino en napolitano, otro idioma distinto a los demás románicos, que ni se enseña en las escuelas de la región ni viene en la política de los partidos regionalistas del sur de Italia.

De niño, yo escuchaba en casa la colección de discos de ópera italiana de mi abuelo, en uno de los cuales venía una versión de O sole mio cantada por el gran Caruso. No me podía explicar por qué me resultaba más difícil entender la letra. Ahora sé que era porque mi oreja se había acostumbrado a los sonidos del italiano. Si Caruso hubiera cantado, Ma c´é un altro sole ch´é piu bello que questo en lugar de Ma n´atu sole cchiù bello oje ne, me habría enterado, más o menos.

Al otro extremo del país, la Lega Nord es el movimiento autonomista más fuerte de Italia, pero su política no se empeña en ninguno de los idiomas históricas del norte, tales como el véneto, el liguro o el piamontés, todos los cuales son distintos unos de otros, con largas historias de diferenciación y propias tradiciones literarias. El Gobierno regional reconoce el piamontés como el idioma principal de los ciudadanos, pero hace relativamente poco para promoverlo y nada para imponerlo.

La Constitución italiana reconoce 12 hablas como lenguas de comunidades indígenas históricamente distintas del italiano. Algunas de ellas, como el catalán de Alguero en Cerdeña, o el alemán del Tirol, o el francés del valle de Aosta, o el esloveno de ciertas zonas de Friuli, son hablas fronterizas que siguen siendo idiomas mayoritarios en países vecinos. Pero el sardo, el friulano y el ladín son 100% idiomas italianos. Existen documentos y obras literarias en los que se reconocen como idiomas más antiguos que el italiano, que no se conoce por ningún documento anterior al siglo XIII. Pero los que los hablan no insisten en que las escuelas de su región exijan su uso ni obliguen a los forasteros a que los aprendan. Existen cursos de friulano en colegios situados en zonas de fuerte uso del idioma tradicional, pero no son obligatorios. Oficialmente, los Gobiernos regionales «promueven e incentivan» su uso, pero en términos prácticos no van más allá de permitirlos en cartas dirigidas por ciudadanos a las autoridades, sin enojar a nadie.

El único idioma italiano que tiene algo de la resonancia política que, en el caso español, tienen el catalán, el euskara y el gallego, es el sardo, que destaca por la inmensidad del bache que lo separa de otros idiomas romances. En Cerdeña el sardo goza de la misma categoría jurídica que el italiano y se emplea al lado del italiano en el sistema educacional. Pero su vindicación no lleva el mismo timbre de odio y conflicto como en los casos análogos españoles. Porque la dinastía de los reyes de Italia, hasta la proclamación de la república en 1946, era de procedencia sarda, el antiguo himno nacional italiano se cantaba en sardo, que posibilitaba la identificación de los sardoparlantes con el Estado.

Hoy en día, el Estado patrocina el esfuerzo de las autoridades locales de promocionar una versión normalizada del idioma para facilitar su uso administrativo y educacional. Existe un movimiento autonomista y separatista en la isla, pero la política lingüística no juega un papel primordial en su ideología.

Y a pesar del hecho de que todas esas hablas son lenguas auténticas, con sus propias rutas de procedencia del latín, o en algunos casos del griego, o de idiomas eslavos o germánicos, y con sus literaturas respetables o honrados, casi nadie se fastidia si se los llama dialectos. Y por regla general los que los hablan no los citan como prueba de derecho a soberanía nacional ni de nada por el estilo.

Objetivamente, sería comprensible que la diversidad lingüística desatara entre los italianos una lucha aún más fervorosa que la que sentimos los españoles. Sus comunidades históricas y naciones constituyentes llevan mucho menos tiempo compartiendo un mismo espacio político, ya que el Estado italiano sólo se estableció en los años 60 del siglo XIX, mientras que los españoles ya tenían la experiencia de vivir bajo el cetro de una sola dinastía desde tiempos de Carlos I.

La represión de los idiomas tradicionales por un estado centralista, que se cita a menudo entre quienes abogan por un uso extremista del catalán, el euskara o el gallego, era tan fuerte en Italia como en España. Según el Cambridge Companion to Modern Italian Culture, hace un siglo sólo el 20% de los italianos sabían hablar italiano. Hasta en 1921, el gran dramaturgo Luigi Pirandello creía que el italiano no existía como habla auténtica del pueblo, sino solamente como un artífice literario y burócrata. El Estado reaccionó poniendo todo su empeño en difundir el italiano y eliminar a sus rivales. En algunas regiones, el prejuicio a favor del italiano sigue justificándose como medida a favor de los inmigrantes extranjeros, que tendrían en todo caso que aprender italiano. La UNESCO reconoce más de 30 idiomas en peligro de desaparecer en la península transalpina.

Tenemos que darnos cuenta de que ni siquiera en este apartado España es diferente de otros países. Todos los que intentaban convertirse en estados nacionales según las normas decimonónicas, experimentaban problemas semejantes con lenguas regionales. Gracias a Dios, esa fase de nuestra Historia se acabó con la Constitución actual. Aquel pasado conflictivo no nos condena a odiarnos en la actualidad.

Sigamos el ejemplo italiano. Celebremos nuestros idiomas, cultivémoslos, no dejemos de emplearlos en cuanto podamos ni a invitar a nuestros conciudadanos a aprenderlos, apreciarlos, y a compartir la riqueza cultural de sus tradiciones y literaturas. Pero, sobre todo porque históricamente sufrimos por la política lingüística autoritaria de los gobiernos centralistas, no convirtamos nuestras lenguas tradicionales en instrumentos de tortura de niños y sus padres -como se hacía antes con el castellano-, en pretextos para agarrar privilegios políticos, ni en cachiporras para aplastar a España y hacerla pedazos.

Felipe Fernández-Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.