La segunda liberación árabe

Las protestas en Túnez que acabaron con el régimen de Ben Ali en apenas cuatro semanas y las de Egipto desde el 25 de enero, pueden considerarse la cuarta oleada democrática internacional en medio siglo y la segunda oleada de liberación en el mundo árabe.

Las tres internacionales anteriores trajeron la democracia al sur de Europa, a Latinoamérica, a Europa central y oriental, y a partes importantes de Asia y África. La primera y, por ahora, la única árabe acabó con el control colonial a mediados del siglo XX, pero fue secuestrada desde el primer día por nacionalistas que impusieron sistemas tan represivos, unos con apoyo de Occidente y otros con apoyo del bloque soviético, como aquellos a los que sustituyeron.

Lo sucedido en Túnez desde el 17 de diciembre hasta mediados de enero y los primeros ocho días de movilización egipcia contra su régimen dictatorial son nuevos procesos de liberación de pueblos hartos de la corrupción, represión y mala gestión económica de dictadores sin ninguna legitimidad democrática.

Mucho más que el estancamiento económico -Egipto y Túnez están creciendo por encima del 4% anual-, en sus protestas han influido la injusticia, la represión, el paro masivo y la revolución informativa -gracias a la televisión por satélite, los móviles e internet-, que ha hecho trizas la maquinaria de la gran mentira sobre la que descansaba el sistema.

Los nuevos medios no han causado, pero sí impulsado y facilitado de forma decisiva, este movimiento de liberación al reforzar a los más débiles, abrir espacios para nuevos dirigentes, poner el foco internacional en su ignorada realidad, llenar el vacío informativo que los medios tradicionales, sin credibilidad alguna, habían perdido y acelerar la pérdida del miedo de los ciudadanos a reclamar sus derechos.

El miedo y la impotencia los mantuvo callados durante decenios y las grandes potencias miraron hacia otro lado a cambio de la estabilidad que los dictadores árabes garantizaron.

En el caso de Egipto, además de estabilidad, proporcionó 30 años de paz -fría, pero paz al fin y al cabo- con Israel, seguridad para el comercio por el canal de Suez, un importante freno del radicalismo iraní en la región y apoyo logístico decisivo en las guerras contra la URSS en Afganistán, contra el Irak de Sadam Husein y contra Al Qaeda.

La sombra de la caída del Shah, la inercia y el temor a un nuevo régimen antioccidental y antiisraelí en El Cairo explican las vacilaciones de Washington y de la UE en los primeros días de la crisis. Frente al temor, tan extendido en Occidente, a una repetición de lo sucedido en Irán hace 32 años, o a ejemplos posteriores como los resultados electorales en Argelia (1991) o Gaza (2006), tenemos la revolución indonesia que acabó con la dictadura de Suharto en 1998, las elecciones en Turquía del último decenio y el hecho de que, en más de 160 elecciones con participación de partidos islamistas en los últimos 15 años, el resultado obtenido por ellos ha sido de, aproximadamente, un 8%.

Si la realidad electoral no fuera suficiente, ya va siendo hora de que EEUU ponga su diplomacia donde -sobre todo desde la Agenda de Libertad de Bush en 2003- pone su retórica, y de que la UE empiece a defender en serio, como se comprometió a hacer en el frontispicio del Tratado de Lisboa, la democracia y los derechos humanos. Las declaraciones a favor de elecciones libres y justas, y de una transición ordenada, por la Casa Blanca, por el Departamento de Estado y por la UE en las últimas horas indican que han perdido cualquier esperanza en la supervivencia de Mubarak. Si no se atreven a decirlo con su nombre y apellido es, más que nada, para no desestabilizar o debilitar de forma peligrosa a sus aliados de Jordania, Marruecos, Arabia Saudí y el Golfo.

A pesar de ello, el monarca jordano se adelantó al tsunami y ayer mismo anunció un cambio de Gobierno. Será insuficiente si no va acompañado pronto de reformas democráticas serias como las que los egipcios exigen en las calles.

Los principales grupos de la oposición egipcia, a la que se están uniendo a diario miembros del partido en el poder, el NDP, prácticamente descabezado, han nombrado ya un comité negociador con el encargo de acordar -con el vicepresidente Suleiman y, sobre todo, con el Ejército- un plan de transición.

El plan incluye seis demandas. La primera, que hasta ayer consideraban innegociable, es la dimisión inmediata de Mubarak. Las otras son su rendición de cuentas ante la Justicia; el procesamiento del ex ministro del Interior, Habib el Adli, a quien se considera responsable principal de los muertos (entre 150 y 300, según las fuentes) y miles de heridos desde que comenzaron las manifestaciones; el establecimiento de una Comisión Constitucional o de Sabios para aprobar las nuevas reglas de juego; la formación de un Gobierno de unidad o de salvación nacional; y la disolución inmediata del Parlamento.

La rama de olivo presentada por Suleiman el lunes por la noche por televisión -diálogo con todos, reducción de precios, subsidios a los más necesitados (el 40% de los 84 millones de egipcios sobrevive con menos de dos dólares diarios), plan masivo contra el paro y revisión de los resultados electorales de noviembre, un pucherazo en toda regla- se queda demasiado corta y llega demasiado tarde.

Hace un mes este discurso podría haber salvado a Mubarak. Hoy su única salvación depende del Ejército y la declaración del lunes de su portavoz, Ismail Etman -«el Ejército no tiene intención de utilizar y no utilizará la fuerza contra el pueblo»-, fue recibida por la mayoría de los egipcios como una invitación a manifestarse en la Gran Marcha de ayer y en la convocada ya para el próximo viernes sin miedo a los tanques.

Presentándose como defensor de la libertad de expresión del pueblo, el Ejército deja atrás definitivamente a Mubarak, refuerza su rol de institución neutral y se consolida como la fuerza decisiva del régimen que nazca sobre los escombros del actual.

La advertencia de Etman de que «el Ejército no permitirá actos violentos que pongan en peligro la seguridad del país o causen graves daños a la propiedad» es la única espada de Damocles que todavía podría revertir el proceso y frenar el, aparentemente inevitable, cambio de régimen con un baño de sangre a lo Tiananmen.

Hasta ahora nadie ha podido vincular los incendios de edificios, la violencia, los saqueos y los motines en las cárceles, de los que han escapado miles de presos (comunes y políticos), con los manifestantes.

Parece, más bien, que la propia Policía, dependiente de Interior y brazo ejecutor de la represión durante decenios, está detrás de muchos de estos excesos para atemorizar a los civiles inocentes, la inmensa mayoría, y justificar el aplastamiento del movimiento de liberación. De ser así, la trampa no ha funcionado y el propio Ejército ha desplazado a la Policía de las calles para evitar males mayores.

Para que estos procesos de liberación -culminado felizmente en Túnez y a punto de hacerlo en Egipto- se encaucen correctamente y fructifiquen en democracias, la oposición desorganizada y, en buena medida, espontánea tiene que transformarse cuanto antes en plataformas de construcción institucional dispuestas al compromiso.

La primera dificultad es encontrar líderes limpios, que no hayan colaborado con las dictaduras salientes y puedan dirigir la transición con el apoyo de la mayoría.

Egipto, afortunadamente, los tiene. Mohamed el Baradei y Ayman Nour son dos de ellos, al menos para el proceso constituyente. El primero ya ha sido autorizado por los principales grupos de la oposición, incluidos los Hermanos Musulmanes, para hablar en su nombre.

Los interlocutores del régimen saliente serán, seguramente, Omar Suleiman, vicepresidente desde el sábado pasado, jefe de los servicios secretos egipcios y hombre de confianza de Israel y de los palestinos; y el general Sami Hafez Anan, jefe del Estado Mayor, con los mejores contactos en el Pentágono. La crisis, de hecho, le sorprendió en Washington, donde tenía previsto permanecer hasta hoy.

El Ejército, con unos 340.000 efectivos, es la única institución con la influencia y la credibilidad necesarias para sustituir el régimen de Mubarak y garantizar una transición en paz.

Hace 10 días, cuando el final de Mubarak aún parecía imposible, el único grupo reconocible detrás de las protestas era el Movimiento 6 de Abril, sin vínculos ideológicos a ningún grupo conocido, nacido a principios de 2008 e impulsor de las principales huelgas y manifestaciones desde entonces. En su dirección colectiva figuran docenas de periodistas, profesores independientes, jueces, abogados y funcionarios.

Hoy, cuando el final de Mubarak parece cuestión de horas o de días, el Movimiento 6 de Abril es sólo la vanguardia o punta de lanza de una constelación de fuerzas que integra ya a docenas de partidos, grupos y movimientos.

La Mezquita, que en las principales crisis árabes jugó un papel tan importante o más que el Ejército, en esta ocasión ha mantenido un perfil bajo, igual que los Hermanos Musulmanes, a pesar de que en las elecciones a las que se han presentado en Egipto, siempre con grandes restricciones, han obtenido excelentes resultados.

La tunecina ya está dando los primeros frutos, con un Gobierno de unidad, la convocatoria de elecciones libres en seis meses y una mesa de negociación de las nuevas reglas de juego con la ayuda de instituciones especializadas en transiciones democráticas como el Consejo de Europa, cuyo secretario general visitó ayer Madrid.

Por Felipe Sahagún, profesor de Relaciones Internacionales y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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