La UE también tiene que hacer su revolución

Las revoluciones tunecina y egipcia dan fe de la existencia de un profundo abismo entre las dos orillas del Mediterráneo. Mientras millares de manifestantes ávidos de libertad rendían un pacífico homenaje a valores como la dignidad y la democracia, la Unión Europea se ha quedado "sin voz". Europa, a la que pensábamos vigorizada por el Tratado de Lisboa, se ha mostrado incómoda por los cambios.

Sin embargo, esos acontecimientos suponen para la Unión la oportunidad de emprender una verdadera revolución en su política exterior, de desempeñar un papel en las mutaciones mundiales en igualdad con otros actores. El porvenir del Mediterráneo y los intereses de la Unión merecen algo más que el de ser una eterna comparsa.

La Unión debe dotarse de una visión a largo plazo de las relaciones euromediterráneas. Su política de vecindad se acaba de quitar la máscara. Con el pretexto de la muralla contra el islamismo, la Unión ha consolidado regímenes viciados, supergendarmes encargados de tranquilizar la orilla sur encauzando sus flujos migratorios. Esa complacencia ha alimentado el autoritarismo de los poderes establecidos y contribuido a sentar las bases de los extremismos, al tiempo que propiciaba la huida de millares de personas hacia Europa.

¿Habremos de recordar que a finales de 2010 la Unión tenía previsto recompensar a Túnez con un "estatuto avanzado" de cooperación, puesto que no existían para ello "dificultades específicas"? ¿Acaso puede continuar todavía la Unión sus negociaciones con Libia hacia un acuerdo global de cooperación sin tener en cuenta las aspiraciones democráticas de su población?

En ese teatro de sombras, el papel diplomático de la Unión ha resultado ser política y moralmente contraproducente. Cuando se firma un pacto con el diablo, no puede esperarse otra cosa que perder el alma. La ética, la firmeza y el valor deben guiar a la diplomacia europea a rechazar cualquier compromiso de ese género. ¡Los instrumentos existen, pero nunca han sido utilizados! La Unión debe recurrir al carácter condicional democráticamente estipulado en los acuerdos bilaterales, y suspenderlos en caso de violación de los derechos humanos. Debe explorar la utilización de nuevos instrumentos disuasorios: bloqueo de los activos de los regímenes corruptos, iniciativas sobre los "bienes mal adquiridos", "responsabilidad democrática de las empresas"...

Vuelta hasta ahora hacia el Este, la Unión debe reequilibrar su atención hacia el Sur: sus prioridades en política exterior deben reorientarse para dar al Mediterráneo más importancia en lugar de que solo sea brevemente mencionado en los anexos. La idea, recientemente relanzada por el Parlamento Europeo, de un banco euromediterráneo de inversiones (como lo es el BERD para la Europa del Este) permitiría complementar tal reorientación. Además, habría que asegurarse de que las financiaciones, en consecuencia, se consagren a proyectos que beneficien a las poblaciones y no a la cadena de corrupción, y que se orientarán a la integración de la región.

La transparencia y el rigor en las relaciones contractuales con los socios de la Unión son indispensables. El Parlamento Europeo puede desempeñar ahí un papel clave; dotado del poder de control democrático, puede ejercer un derecho de vigilancia sobre los instrumentos de cooperación exterior y asegurarse de la mejor utilización de sus fondos. Como vigía de la Unión en materia de derechos humanos, debe servir de acicate contra las derivas antidemocráticas de los socios de la Unión.

La Unión debe sostener el desarrollo local y la modernización del espacio público: emergencia de una sociedad civil, cooperación sindical; cooperación de las autoridades locales, como Arlem (Asamblea Regional y Local Euromediterránea), del Comité de las Regiones, que ha apostado por la democracia local; transferencias tecnológicas...

La Unión deberá experimentar necesariamente un cambio de mirada: salir de su visión centrada en la seguridad y privilegiar una visión, compartida con el Sur, de un codesarrollo duradero.

Las poblaciones de la región no están condenadas al fatalismo oriental y a las dictaduras. La prueba son estos florecimientos mediterráneos: la democracia también es factible en esa parte del globo. La democracia no es un virus que contamina. Al contrario, los levantamientos han permitido curarse de los regímenes autoritarios, una enfermedad demasiado frecuente.

Esas revoluciones deben interpelar a Europa sobre lo que ocurre en su seno. Debe mostrarse lúcida y valerosa, segura de su divisa "unidos en la diversidad", y abordar de manera diferente la inmigración mediterránea. ¿Acaso no es esta, más que un riesgo, una baza para su envejecida demografía y para su economía? ¿No es hora ya de promover las sinergias con los inmigrados?

Esas poblaciones no están formadas por súbditos sino por ciudadanos, dotados de un ardiente deseo de vida, de sueños, de entusiasmo y de valor que solo piden el respeto a su humanidad. La Unión no puede permanecer sorda ante ello, a riesgo de convertirse en la sepulturera de los valores que la conforman.

Por Djémila Boulasha, presidente de la asociación francesa EuropAnous. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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