Economía, una ciencia triste

Hace ya más de un siglo y medio Thomas Carlyle definió a la economía como «una ciencia triste». Se amparaba en el pesimismo implícito en las ideas del demógrafo y economista Malthus sobre la dificultad para hacer crecer la producción de alimentos al mismo ritmo que la expansión de la población. En una versión más reciente, Samuelson situaba el origen de la tristeza de la disciplina en la idea de que las restricciones presupuestarias nos colocarían siempre ante la confrontación entre nuestros deseos y nuestras posibilidades de atenderlos. Para ciudadanos, empresas y administraciones este contraste se hace bien visible en las épocas de crisis pero, aunque no seamos capaces de apreciarlo tan crudamente, nos afecta en cualquier coyuntura.

Paradójicamente, decimos aceptar en las normas e instituciones los fundamentos de la economía de mercado, pero embestimos fieramente contra sus exigencias. Es verdad que el mercado presenta fallos y rigideces que provocan consecuencias sociales indeseables, que deben ser consideradas y, en la medida de lo posible, contrarrestadas. Pero también lo es que en muchas ocasiones, cuando frustrados arremetemos contra los mercados, lo hacemos sin percatarnos de que habitualmente no hacen otra cosa que corregir y ajustar nuestros errores pasados.

Apostamos institucionalmente por la libre circulación del trabajo, que tiene albedrío para encontrar en sus desplazamientos los niveles de renta más elevados. Sabemos que la facilidad para encontrar empleo, las posibilidades de formación e información, y el aumento de la productividad que buscamos con la movilidad laboral, se encuentran en la concentración demográfica. Aceptamos la movilidad del capital y el libre establecimiento empresarial que -consideramos- sitúan en los factores de localización económica la expresión de la rentabilidad y el crecimiento. Sabemos de la enorme importancia de las ventajas de la concentración del capital humano y la tecnología sobre la formación laboral y la innovación tecnológica, como fuentes del crecimiento y el progreso social. Y, sin embargo, despreciando el imperativo de los incentivos económicos, tratamos de compensar con recursos públicos la ausencia de dinámicas económicas territoriales.

Las políticas de redistribución de la renta no deberían realizarse entre territorios, sino entre personas. Emplear importantes recursos públicos en zonas sin dinámicas productivas, con el propósito de alcanzar la cohesión económica, es tan bienintencionado como inútil. La concentración de la población en ciudades o entornos con elevada densidad demográfica es inevitable e irreversible. ¿Significa esto condenar sin paliativos a amplios territorios periféricos, caracterizados por la despoblación y el deterioro económico, a un sombrío panorama demográfico y productivo? La respuesta a esta pregunta requiere de algún matiz. En primer lugar, se trata de zonas carentes de atractivo para la localización económica y la creación de empleo; es decir, sin factores endógenos generalizados de desarrollo. Pero, en segundo lugar, con independencia de la concentración de la inversión y el gasto público sociales en los servicios de las cabeceras de comarca, diseminar los esfuerzos presupuestarios en el conjunto del territorio tiene un coste de oportunidad elevadísimo, expresado en la reducción de la capacidad de crecimiento y empleo de las zonas más dinámicas.

Estamos, una vez más, ante otro ejemplo de políticas frente al mercado, esas que tanto gustan a los políticos en épocas de auge, y que tan caras se pagan en períodos de contracción y recesión económica. Políticas como el incremento desordenado de los déficits y la deuda de las administraciones en épocas de expansión, políticas como la utilización de inversión pública en zonas en declive carentes de toda dinámica productiva, políticas como el gasto social indiscriminado para ricos y pobres en aras de un criterio de universalidad absolutamente inequitativo, políticas como la eliminación de figuras tributarias sobre la concentración o transmisión de la riqueza que aumentan la presión fiscal directa sobre la renta o indirecta sobre el consumo, políticas como la imposición sobre la electricidad que elevan el déficit tarifario aunque el Gobierno se comprometa a no subir las tarifas, políticas como la asunción de competencias municipales impropias que siempre implican exigencias adicionales de financiación municipal endosadas a administraciones superiores, y tantas otras.

Llegados a este punto, conviene señalar que nos hemos situado ya muy lejos de lo políticamente correcto. Es evidente que una buena parte de los criterios económicos derivados de la aceptación plena del mercado, lo reconozcamos o no, limitan y condicionan la capacidad económica de las administraciones y el margen de maniobra de los responsables políticos. Y si los partidos políticos operan con los niveles de autocracia que hoy son habituales, parece evidente que los economistas deberemos por algún tiempo, bien plegarnos al dictado de las autoridades políticas de turno en un permanente ejercicio de funambulismo indecoroso, o bien subrayar las inconsistencias de tales políticas y, a riesgo de ser impopulares, hacer el papel de científicos tristes para evitar que el futuro termine por arrollarnos.

Por Zenón Jiménez-Ridruejo, catedrático de Análisis Económico.

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