La calidad de las olas

No, no se trata de una lección de surf. No voy a ponderar la excelencia de la playa de Salinas, en Asturias, para la práctica de tal deporte. No son las olas de mar las que me preocupan, sino el criterio políticamente correcto sobre las olas democratizadoras que parecen agitar el mundo musulmán. Hay quien cree y quiere difundir y aun imponer que las olas democratizadoras iniciadas en los años setenta en la Europa del sur -Grecia, Portugal, España- fueron homogéneas con las producidas primero en Iberoamérica; estas con las siguientes en Europa central y oriental, seguidas por las que agitaron el Asia central postsoviética y que han de culminar, en este segundo decenio del siglo XXI, en Oriente Medio y Próximo. ¡Y ojalá fuera así! Pero ni la experiencia avala la homogénea calidad de tan diferentes olas, ni parecen ponderarse bastante los efectos que en contextos diferentes puede tener el modelo occidental de democracia.

Si, efectivamente, los autoritarismos clásicos y sus homólogos comunistas cedieron paso en los últimos años del siglo XX a regímenes de efectiva democracia, el primer decenio de la presente centuria ha puesto de relieve el espejismo de la mutación. En Iberoamérica son pocos los países, como Brasil, Chile o Perú, que gozan de un auténtico sistema democrático, caracterizado por el respeto a las normas constitucionales, el control y la alternancia en el poder. Las tradiciones autoritarias, reforzadas por decenios de comunismo, pesan en Europa oriental y las repúblicas de Asia Central se encuentran en las antípodas de lo que entendemos por democracia.

Las transiciones extraeuropeas no han seguido las pautas de Grecia, Portugal o España, a mi entender, fundamentalmente por dos razones. De un lado, las diferente tradiciones políticas. Por eso, lo que ha sido posible en Polonia o Hungría no lo ha sido en Rusia ni lo que ocurre en Eslovenia o Serbia puede ocurrir en Albania, por grande que sea el interés estratégico americano en Kosovo. Solamente el talento de Cirus Vance pudo creer que Bosnia y Suiza eran análogas y, con la misma lógica, sus sucesores confiar en la tradición democrática del Afganistán. De otro lado, desde Aristóteles a Lipset es bien sabido que la democracia requiere una clase media poderosa. Algo que, a la altura de nuestro tiempo supone un razonable grado de bienestar económico y social. ¿Acaso la revolución del pan (cuya causa remota es una despiadada especulación de futuros sobre los cereales) que sirvió de fulminante a la movilización delas masas en el norte de África supone algo más que hambre y frustración? Y frustración y hambre han generado siempre autoritarismos. Aunque sería bueno tomar en cuenta la opinión del profesor Elorza en su magnífico artículo publicado hace días en estas páginas donde, tras las huellas de Linz, recomendaba distinguir los diferentes tipos de sistemas autoritarios. No es lo mismo una "democracia gobernada" en una sociedad militar, como era y es el caso de Egipto, que un régimen cuasi totalitario a fuer de teocrático y patrimonial, de los que no faltan ejemplos en el Oriente Próximo.

Los biempensantes arguyen con el ejemplo turco, olvidando que su aparente occidentalización fue fruto de la férrea dictadura de Atatürk y que tras su desaparición el país se ha movido entre el Scilla del gobierno militar y el Caribdis de una democracia rayana en la anarquía que, cuanto más auténtica ha sido -y ahora casi lo es- más se acerca a las tradiciones políticas otomanas, tanto en lo interior como en lo exterior. O gobiernan los militares o la democracia es islámica. Se silencia, por el contrario, el caso iraní donde se sustituyó el autoritarismo modernizante del sah -imitador de Atatürk- por el incalificable régimen de los ayatolás. La actitud del presidente Obama ante la crisis egipcia, reproduce literalmente la del presidente Carter ante la de Irán en 1979 y esperemos, sin confianza alguna, que sus resultados no sean igualmente brillantes.

Tales precedentes no avalan la democratización del Medio y Próximo Oriente sobre pautas occidentales, sino el triunfo del islamismo radical, única fuerza, tal vez minoritaria como se nos repite diariamente, pero la única realmente organizada en aquellos países.

Los errores de la política occidental no son ajenos a tan sombría situación. Basta atender a otra serie de olas de mala calidad.

Al disolverse el Imperio Otomano tras la I Guerra Mundial, los británicos quisieron organizar Oriente Próximo con monarquías parlamentarias (copiaron la Constitución belga de 1831) basadas en las nada desdeñables burguesías emergentes de Egipto y Mesopotamia y en las lealtades tribales. Incluso, tras la II Guerra Mundial, intentaron extender el modelo a Libia. Franceses y americanos, por motivos diferentes, se lo impidieron en gran medida. Los primeros se instalaron en Siria y Líbano y, pese a su relativo éxito en el Magreb, ni colocaron a la primera en la senda de la modernidad ni solventaron, antes al contrario, el pluralismo étnico-religioso que lastra la historia contemporánea de Líbano. Los americanos, sedientos de petróleo, dieron una muestra más de su agudeza política convirtiéndose en el sostén de una Arabia ultramontana cuyo fruto más sazonado ha llegado a ser Bin Laden. El proyecto británico se redujo a Irak y Jordania y todo conocedor de tales países antes de la Revolución de 1958 añora la Mesopotamia feliz de Nuri-er-Said, con Husein de Jordania, uno de los más grandes estadistas del Oriente contemporáneo

Sin embargo, ni aquellas burguesías liberales ni sus tutores londinenses supieron dar cauce e integrar (esto es, satisfacer y moderar a la vez) las emergentes aspiraciones nacionalistas que el ineludible hecho de Israel y la llamada estrategia indirecta de la entonces Unión Soviética contribuyeron a radicalizar. Egipto, en 1952 comenzó un proceso de derrocamiento de los reyes y retirada de los británicos culminada en Adén, que la doctrina de Eisenhower nunca supo compensar.

Occidente frustró por doquier las aspiraciones nacionalistas de los árabes y contribuyó a erosionar las instituciones neotradicionales que podían servir de estratos protectores de la estabilidad política y el caso marroquí así lo demuestra. Al final, en vez de librarse a tiempo de Sadam Husein, los americanos destruyeron innecesariamente el aparato estatal iraquí, bastante eficaz y laico, sustituido por la anarquía y la intolerancia. El islam, cuanto más radical mejor, apareció como única alternativa de identificación a quienes, antes que la libertad cultivada en el Atlántico Norte, requieren pan, autoestima y dignidad.

Y tras tantas oleadas de errores llega, desde Europa y Estados Unidos, la retórica, nada más que retórica, exigencia de democracia ¿De qué demos? La mala calidad de las olas puede culminar en un tsunami.

Miguel Herrero de Miñón, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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