La causa permanente de la libertad

El alivio por la desaparición de Bin Laden no elimina la desazón que produce el reconocimiento público de la tortura como parte del instrumental de los servicios de inteligencia de un Estado democrático. Impresionan, en este sentido, las revelaciones filtradas por Wikileaks sobre Guantánamo. Nos desvelan ocho años -más los que queden todavía- de violación deliberada y sistemática de los derechos humanos de cientos de personas en el corazón mismo de la civilización que compartimos. Cualquier invocación al pragmatismo nace muerta cuando los hechos nos interpelan desde algún nivel por debajo de lo esencial, perdido todo vestigio de lo que identifica a las colectividades como humanas.

Son tiempos de malas noticias. La condena a Liu Xiaobo y la detención de Ai Weiwei en China, o las matanzas en Libia y Siria, han compartido últimamente notoriedad con el inframundo extraterritorial norteamericano, pero el foco de los medios ilumina la realidad de forma breve y sesgada. Más allá de los espasmos de la actualidad, la opresión tiende a volverse rutinaria, a institucionalizarse, a adquirir respetabilidad. Nada hay peor, más opresivo, en realidad, que ese proceso mediante el cual el abuso de poder se pacifica, se banaliza, se transforma en violencia institucional de baja intensidad.

Situada fuera de foco la resistencia, la privación de derechos pasa a ser, como mucho, materia de interés local en el gran escenario global. Poca cosa para detener el comercio, la diplomacia, el deporte o el show business. En el mundo en que vivimos, la opresión acaba a menudo por ser aceptada como parte de la ecuación reductora de los costes de transacción que lubrica el funcionamiento de la economía globalizada.

Sin embargo, en los últimos meses han brotado también movimientos de signo opuesto. La globalización parece potenciar al mismo tiempo unas fuerzas y sus contrarias, agudizando las paradojas y contradicciones de la acción colectiva a escala mundial. Las revueltas que vemos desarrollarse en la ribera sur del Mediterráneo y en Oriente Próximo se están dando precisamente en un rosario de países en los que la opresión había adquirido esa normalidad homologada. Desde fuera, nos habíamos acostumbrado no ya a tolerarla, sino a sugerir implícitamente a los afectados que se resignaran ante ella, no fueran a resultar conjurados ciertos espíritus desestabilizadores del statu quo universal. Y, sin embargo, las rebeliones en el Magreb, Egipto, Baréin, Siria, Yemen, sus conquistas, sus héroes y sus muertos nos están devolviendo dinámicas sociales que habíamos llegado a dar por extinguidas. En ellas resuenan, ni más ni menos, los ecos de las luchas históricas de los pueblos por la libertad, tan antiguas como la humanidad.

Las democracias liberales de Occidente, incluso aquellas que, como la nuestra, tienen de la tiranía un recuerdo más reciente, han ido perdiendo el aliento movilizador de las grandes causas colectivas. Algunas de esas causas que protagonizaron en Europa nuestro torturado siglo XX son hoy como estrellas muertas cuyo resplandor aparente apenas convoca ya a unos pocos. Bien está aprender del pasado y superarlo, pero nuestro error -el error, sobre todo, de las generaciones jóvenes- sería creer que las libertades de que gozamos son el efecto de un accidente afortunado o una contingencia idiosincrática que nos pertenece como ius soli. Esas libertades públicas y los derechos humanos que promueven ni nos están dados en exclusiva ni los tenemos garantizados para siempre. Guantánamo nos lo recuerda. En Europa, el auge de los populismos y nacionalismos autoritarios nos invita a no bajar la guardia cuando se pretenden utilizar la inseguridad, el desempleo o el temor a lo desconocido como pretextos para limitar derechos o reducir la calidad de nuestras democracias. El intento de revisar el tratado de Schengen está en otra escala, pero en la misma onda.

Por otra parte, la causa de la libertad permanece estrechamente ligada a la del progreso. En los últimos tiempos, han aparecido entre nosotros quienes, alentados sobre todo por los formidables éxitos de China y otras economías emergentes, han comenzado a teorizar el intercambio de libertades por bienestar material. Se llegan a explicar, incluso, tales éxitos contraponiendo el lento, complicado y a veces contradictorio funcionamiento de las democracias con la simplicidad y eficiencia de los procesos decisorios en sistemas menos cargados de contrapesos. En otras palabras, se defiende una supuestamente tolerable y aceptada privación de derechos políticos a cambio de crecimiento y riqueza. Las revueltas sociales de este 2011 nos muestran que, sin perjuicio de reparos más profundos, se trata de teorizaciones poco realistas. Los pueblos mantienen tenazmente sus expectativas de emanciparse de la opresión y de construir, para progresar, sistemas que garanticen los derechos humanos y las libertades públicas. Antes o después, acaban por recordarnos a todos que el bienestar colectivo reúne forzosamente la prosperidad y la libertad en un compendio indisoluble y de validez planetaria.

Por Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.

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