Adolfo Suárez: 3 de julio de 1976: «Se llama Adolfo, ¿no es maravilloso?»

Por Carlos Abella, autor del libro Adolfo Suárez, el hombre clave de la Transición (EL MUNDO, 05/07/06):

Desde el 3 de julio de 1976 ha pasado toda una vida de los españoles. La fecha debe figurar ya en la leyenda de las que han marcado la Historia de España porque aquel día, rodeado de una enorme expectación, Su Majestad el Rey Juan Carlos I evidenciaba la primera de las decisiones públicas que adoptó en su recién estrenado reinado, designando presidente del Gobierno a Adolfo Suárez.

No le conocían los españoles, pese a que había sido primero responsable de la primera cadena de TVE y después director general del ente RTVE, además de vicesecretario general del Movimiento. La clase política del antiguo Régimen le recibió con recelo -unos- y con esperanza -los demás-. No sabían que en la umbría de La Granja de San Ildefonso, en largas conversaciones entre el entonces Príncipe de Asturias y un joven gobernador civil de Segovia, de nombre Adolfo Suárez, se había forjado una compartida visión de nuestro futuro como nación y como reino. La oposición al franquismo le recibió con desprecio, fruto de su ignorancia por su nula credencial democrática y los renovadores del Régimen le acogieron con incertidumbre y otro desprecio: el de no considerarle un político con pedigree social ni institucional, por no pertenecer a ningún cuerpo de las elites administrativas y sociales. Uno de los mayores escarnios de su nombramiento fue la viñeta de un entonces -y aún ahora conocido dibujante- en el que se veía a dos notorios miembros del búnker franquista recibiendo entusiasmados la noticia con esta frase: «No es maravilloso: se llama Adolfo», aludiendo así a la coincidencia de su nombre con el dictador nazi, de tan ignominioso recuerdo. Así de generosos fueron siempre sus enemigos. Es el privilegio de los audaces.

Hoy todos los españoles saben quien fue Adolfo Suárez, precisamente cuando es él quien -noqueado por las cornadas de la vida y el dolor de tanto sufrimiento- ignora quién ha sido y lo que hizo por su país en sólo 55 meses. Hoy todos los españoles saben que en ese tiempo Suárez, entre otros muchos logros, desmontó el Régimen de Franco -sin derribar ninguna estatua del dictador-; concedió una amnistía política para que se visualizara claramente que la democracia española nacía con amplias miras y con generosidad de futuro; legalizó al Partido Comunista para que todas las ideas pudieran presentarse a las primera elecciones generales -consiguiendo que el PCE aceptara la bandera española y la Monarquía de Don Juan Carlos; propició y tuteló la redacción de una Constitución por consenso, contando con el PSOE, que era principal partido de la oposición -que tan fiera e injustamente le trataba- y consiguiendo que gracias a ello durante casi un cuarto de siglo el texto constitucional fuera el marco global de nuestra convivencia. Suárez abordó también el gran pacto social con sindicatos, empresarios y partidos políticos para que España pudiera afrontar con mesura e inteligencia la crisis económica heredada de los últimos años del franquismo. Con auténtico talante democrático, desarrolló los principios incluidos en la Constitución referidos a las autonomías históricas, propiciando el restablecimiento de la Generalitat y la negociación con los partidos nacionalistas catalán, vasco y gallego para la redacción de unos estatutos de autonomía cuya vigencia ha llegado hasta los primeros meses de 2006 y que les ha permitido disfrutar de auténticas capacidades de gestión de gobierno propio.

Mientras Suárez hacía toda esta ingente labor de creación, de apuesta clara y nítida por el asentamiento de las bases más profundas de la democracia, sus enemigos internos y externos afilaban las largas dagas de toda una batería de descalificaciones personales, de traiciones de libro, de conspiraciones decimonónicas con militares de tres al cuarto, para echarle del poder de su partido y del gobierno. Pocos historiadores han querido profundizar en los pasajes más vergonzosos del 23-F, episodio en el que los que eternamente se consideran depositarios de la verdad y de la esencia democrática se fueron a conspirar a Lleida y después a otros palacios de invierno en busca de un apoyo parlamentario para legitimar un golpe de Estado que -según ellos y la cohorte de ladinos conspiradores- «pusiera fin al desgobierno, el caos, la amenaza secesionista y la barbarie terrorista», poniendo ya entonces la cobarde inclinación a pactar con el enemigo su rendición en lugar de hacer frente -gallardamente- a quien quiere acabar con lo que tanto cuesta defender y tanto ha costado conquistar. Hubo quienes para alentar el fantasma del golpe acusaban al propio Suárez de ser él quien ponía en peligro la democracia, sentenciando: «O Suárez o la democracia». Y no faltó quien incluso llegó a afirmar con ridícula rotundidad que había que echar a Adolfo Suárez. Como en otros tristes pasajes de la Historia de España, han preferido pasar página intelectual de un episodio vergonzoso del socialismo español, que no hubieran perdonado jamás a cualquier otra formación política.

Otros buscaban en su vida personal y en su supuesta desmedida ambición la causa de todos los males que acuciaban a la joven democracia española. Los teóricamente más afines se rasgaban las vestiduras porque Suárez y sus gobiernos establecieran la reforma fiscal, legalizaran el divorcio y fueran en materia moral lo suficientemente independientes para iniciar la verdadera reforma de las costumbres familiares y conciliaran la creencia religiosa con otra visión ética del ser humano. También pronto empezaron a renegar del apoyo inicial, buscando con financiación ajena una nueva alianza que, con gran visión de la jugada, les llevó a la oposición durante otros 14 años. Prefirieron acabar con quien les había garantizado una transición pactada y un modelo de sociedad conveniente.

Todos menos Adolfo Suárez saben hoy quién fue Adolfo Suárez y por eso hay que impedir que otros se apropien de su legado histórico. Por eso hay que denunciar que quienes entonces no creyeron en él y recorrían las cancillerías europeas ensombreciendo con su escepticismo la esencia misma de la Transición, a la que llamaban el Posfranquismo, son quienes hoy lamentan que no haya nadie en el centro derecha que tenga -dicen- «su altura de miras» y su «generosidad». ¡Hay que ser cínicos! Son éstos quienes advertían entonces -con escasa visión de futuro- ante el permanente, y muchas veces interesado rumor de ruido de sables, que de producirse un golpe de Estado, sería Suárez quien entraría en el Congreso de los Diputados a lomos del caballo del supuesto conspirador. Muy al contrario, cuando el 23-F Tejero cumplió su compromiso con los golpistas, invadiendo la sede de la soberanía popular, Adolfo Suárez se subió a lomos de la dignidad nacional y defendió nuestra decencia de ciudadanos y físicamente a un venerable militar, permaneciendo erguido en su sitio, esperando el tiro de gracia. Mientras, los que habían vuelto a jugar con el fuego de su eterna e inmoral capacidad de conspiración con el enemigo y en contra de la legalidad, rebuscaban en el suelo alfombrado la razón de su precipitación, impaciencia e indignidad.

Hoy Adolfo Suárez no sabe quien fue; tampoco que su mujer Amparo, y una de sus hijas, Marian, ya no están a su lado para alentar su corazón de audaz español de su tiempo; tampoco para sosegar sus decepciones políticas y humanas en el calor de su hogar, como la de construir un partido, el CDS, que sirviera de gran bisagra nacional que impidiera la dependencia política de los grandes partidos de los grupos nacionalistas. Tampoco sabe Adolfo Suárez que, su en otro tiempo cómplice Santiago Carrillo, anda por ahí diciendo que los primeros síntomas de su enfermedad los atribuye a la frase pronunciada a la salida del Congreso de los Diputados, cuando dijo que «Aznar había sido el mejor presidente de la democracia española». Suárez, con su obligado silencio final, se ha librado de que -como a Carrillo- le oigamos decir en su crepúsculo frases que acreditan un discurso sin excesivo fluido cerebral.

Tampoco sabe Adolfo Suárez que los españoles piensan que fue un buen presidente, que se esforzó por crear a sus compatriotas un buen escenario de convivencia, una sociedad más justa y un Estado más descentralizado. Tampoco sabe, desgraciadamente, que los españoles de bien admiraron su audacia y su compartida sensatez; que no olvidan aquellas frases que tan bien definían nuestros íntimos anhelos como ciudadanos y que decían lo que todos queríamos escuchar. Quizás porque no salían de ningún manual revolucionario ni de ninguna consigna internacionalista; tampoco de la reflexión de algún sesudo intelectual.

Adolfo Suárez, por no saber, no sabe que parte de su legado moral, un mucho de aquel estilo e impronta de su forma de gobernar, está siendo dinamitado intencionadamente y que 30 años después de su nombramiento, muchos son los españoles que no olvidan su lección de conciliación y de acuerdo, su capacidad de entendimiento y de seducción y su gran lección de humildad para renunciar cuando creyó que su persona y su política eran incómodas, inconvenientes y molestas a los fines de servir a quienes le eligieron y a su país.