El carrusel electoral latinoamericano

Por Manuel Alcántara Sáez, catedrático de Ciencia Política y director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca (EL PAÍS, 14/08/06):

Las diferentes citas electorales de los últimos nueve meses en América Latina son jalones en un calendario constitucional previamente establecido que se repite sin excesivas sorpresas. El carrusel electoral ha estado marcado por la normalidad que supone la institucionalización de las elecciones para renovar o, en su caso, ratificar a la elite política. No se han contabilizado anomalías relevantes que hayan salpicado su desarrollo, excepto en México, y los niveles de participación se sitúan en intervalos razonables, manteniendo Colombia sus tradicionales pautas de elevado abstencionismo.

Los once procesos electorales han servido para que en ocho de ellos se eligiera a gobernantes y a legisladores (Honduras, Bolivia, Chile, Costa Rica, Haití, Perú, Colombia y México), y en tres, solamente a sus parlamentarios (Venezuela, El Salvador y República Dominicana). Antes de finalizar 2006 irán a las urnas en Brasil, Ecuador y Nicaragua, y de nuevo en Venezuela para celebrar elecciones presidenciales, cerrándose así un año electoralmente intenso y políticamente variopinto.

La rutinización de estos procesos no hace sino configurar un escenario que sólidamente se ha ido construyendo a lo largo del último cuarto de siglo sin parangón en la historia de la región, tanto en términos de la extensión del fenómeno a la mayoría de los países, donde solo Cuba permanece ajena, como de duración y estabilidad. Esta arena de contienda política está definida por un entramado institucional en el que, si bien predomina la forma de gobierno presidencialista, las reglas electorales, tanto para los comicios presidenciales como para los parlamentarios, son muy variadas, todo lo cual hace muy difícil generalizar sobre el comportamiento electoral en América Latina. Sin embargo, caben extrapolarse cinco notas que podrían ayudar a entender la situación política que ha terminado quedando dibujada tras el paso de la ciudadanía por las urnas.

En primer lugar, se constata que todos los presidentes electos forman parte de la clase política con sólidos anclajes en el mundo de los partidos políticos y con experiencia previa en otros cargos de representación popular (ex presidentes y diputados) o de alta gestión pública (ministros). Lo cual supone el alejamiento de la tentación de la antipolítica iniciada en 1990 con Alberto Fujimori y anunciada su continuidad con Ollanta Humala.

En segundo término, se registra una marcada continuidad en los resultados. En tres de los ocho comicios presidenciales ha habido reelección (Álvaro Uribe, en Colombia, y, aunque no de forma inmediata, Óscar Arias, en Costa Rica, y Alan García, en Perú), y en otros dos, el partido o coalición del presidente saliente ha revalidado el mandato (la Concertación chilena y, más concretamente, el Partido Socialista, y el Partido de Acción Nacional en México, aunque esté todavía presente de ratificación por parte del Tribunal Federal Electoral). En un caso (Honduras), el Partido Liberal del candidato vencedor es una de las dos formaciones políticas tradicionales del país con mayor presencia en el Ejecutivo, si cabe, que su ahora opositor Partido Nacional. Finalmente, en el desestructurado Haití, la presidencia supone cierto continuismo de la figura de Aristide.

En tercer lugar, y como contrapunto al apartado anterior, debe señalarse la eclosión que ha supuesto el histórico triunfo de Evo Morales en Bolivia. Al hecho de ser el primer presidente que bajo los auspicios de la Constitución de 1966 ha obtenido la mayoría absoluta (circunstancia que nunca antes había sucedido y que hacía que fuera el Congreso el que determinara la elección presidencial), debe sumarse la insólita naturaleza de la fuerza electoral que le ha llevado al triunfo. Se trata de un movimiento social integrado por población indígena tradicionalmente alejada de los comicios o que articulaba su participación en expresiones neopopulistas que se hicieron presentes en la década de 1990 con claro componente antipolítico.

En cuarto lugar, se registra el heterogéneo ascenso de partidos de izquierda. El Movimiento Al Socialismo en Bolivia se alza como la primera fuerza del país, e igualmente han crecido el Partido de la Revolución Democrática, en México, y el Polo Democrático, en Colombia. Por primera vez en la historia de sendos países, dos grupos de izquierda se sitúan como segunda fuerza política con sólidas opciones de poder en el futuro próximo. Por otra parte, el mantenimiento de su posición de la izquierda en Chile y en El Salvador completa un panorama ambiguamente cerrado gracias al relativo éxito del Partido Aprista Peruano, formación integrada en la Internacional Socialista.

Finalmente, el horizonte que queda establecido en lo relativo a las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo, cuya relevancia es aún mayor en contextos presidencialistas con multipartidismo, muestra que, salvo en los casos de Bolivia, Chile, Colombia, República Dominicana y Venezuela, en los restantes seis países el Ejecutivo deberá procurar acuerdos -esporádicos o, preferiblemente, de mayor calado- para llevar a cabo su acción de gobierno y evitar la parálisis como consecuencia de no contar con una mayoría propia en el legislativo. Éste es el escenario que, por otra parte y con respecto al mandato anterior, se repite en Costa Rica, El Salvador y Honduras, donde al gobierno apenas si le falta un puñado de votos en el Congreso, y mucho más dramáticamente en México y en Perú, donde la bancada gubernamental queda muy lejos de la mayoría.

Finalmente, no parece que los resultados de los comicios todavía por celebrarse en los cuatro países indicados al principio y que cierran el carrusel electoral puedan introducir realidades que hagan variar sensiblemente el horizonte que hoy ofrece la política electoral latinoamericana.