Mahfuz, cronista de su tiempo

Por Serafín Fanjul, catedrático de la UAM (ABC, 31/08/06):

ES un viejo debate: la interrelación entre Historia y Literatura, la utilización de ésta como base -en algún caso y en alguna medida auxiliar- para los estudios históricos o la veracidad histórica de las obras de creación, en narrativa, teatro y hasta poesía: la Oda a Stalin ¿tiene algo que ver con la realidad de lo sucedido por o en torno a ese personaje del siglo XX? Como quiera que sea, todas las grandes culturas cuentan con producciones literarias a caballo entre los dos ejes del intelecto humano: la fijación y reproducción de hechos reales y el desarrollo de factores creativos adjudicables en primer término al autor, a su psicología, sus circunstancias vitales o el momento histórico que vive. Realidad y ficción, en definitiva. En ese sentido, toda la obra de Naguib Mahfuz se mueve entre ambos polos, mediante unos u otros recursos estilísticos o temáticos.

Haber nacido en 1911 en el barrio cairota de el-Gamaliyya, al norte de la preciosa muralla fatimí del siglo X, le hace inexorablemente contemplar la vida propia y cercana, el decurso de los acontecimientos políticos y sociales y la misma gran filosofía de la Humanidad y el Cosmos a través de un determinado prisma, de clase media egipcia urbana. La gran longevidad del escritor le ha permitido conocer y ser testigo de las terribles convulsiones sucedidas en su país desde el Protectorado británico hasta la república pseudodemocrática patroneada por Mubarak ahora y antes por Sadat, la dictadura de Naser, el fin de la Monarquía de Fuad y Faruk, las guerras contra Israel, la paz -al parecer estable, con el vecino judío-, la II Guerra Mundial, el terrorismo de los Hermanos Musulmanes, las conmociones del ejército egipcio en búsqueda de la liberación nacional, las revueltas populares de 1919, los intentos, desde los años veinte, por establecer un régimen liberal... De todo ello ha sido testigo Mahfuz y más o menos asoma en su narrativa, mejor o peor enmascarado, de propio intento o como reflejo subconsciente de las preocupaciones que rodeaban al autor. Es imposible haber nacido cerca de Bab el-Futuh y correteado de crío en las inmediaciones de Bab en-Nasr y la mezquita de al-Hakim bi-amri-llah, entre carritos de mano, canastas de fruta pasada, obesas mujeres con melayyas negras y, al ponerse a escribir, no transparentarlo de vez en cuando, pese a los disfraces convencionales que todo escritor establece y que sus lectores aceptan. Desde sus primeros pasos literarios -de 1939 hasta los últimos libros publicados en España- Café Karnak, 2001 (1974, en árabe); Charlas de mañana y tarde, 2004 (1987), Naguib Mahfuz nos está contando la historia de su país, desde los tiempos faraónicos. Por ello, más que por los galardones egipcios o extranjeros recibidos cabe considerarle como uno de los tres o cuatro egipcios más significativos de la pasada centuria: los otros serían el mismo Naser (pese a las sombras y dudas que su personalidad suscita), la cantante Omm Kulsum y el músico Abd al-Wahhab. Cuatro puntales indiscutibles de la personalidad del país.

No niego que al escribir estas líneas puedo estar también influido por haber residido varios años a muy pocos metros del café que Mahfuz frecuentaba en El Cairo, haber soportado las mismas apreturas y calores que él, o haber contemplado en escaparates y quioscos, con un poco de curiosidad mística y recelosa (por las horrendas cubiertas de los libros) las sucesivas ediciones de la Trilogía. Tal vez esos viejos recuerdos de El Cairo -cuya raíz sentimental me huelgo en reconocer- pesaron en la protesta que manifesté a una emisora de radio del norte argentino: a fines del verano (allá invierno) de 1988, encontrándome en Salta, no tuve mejor idea que expresar una queja genérica sobre la injusticia de que ningún escritor árabe hubiese recibido el Premio Nobel. Tan buenos fueron mi puntería y don de la oportunidad que unos días más tarde se lo concedían a Mahfuz. Obviamente, ni la emisora salteña ni la opinión por mí expresada llegaron jamás a la Academia sueca y hasta la aclaración sobra, pero sí me sirvió el incidente para reflexionar mucho sobre la propensión al victimismo y la paranoia que árabes y arabistas arrastramos, casi siempre sin base racional. Y quizá por el mismo motivo comuniqué a una editorial española (de repente, tras el Nobel, todos querían publicar textos de Mahfuz a matacaballo) mi perplejidad por tener archivado sin ver la luz y durmiendo el sueño de los injustos, desde hacía años, una obra del autor que les habían entregado dos colegas. Gracias y desgracias de las editoriales españolas, otro asunto a todas luces.

Naguib Mahfuz ha cultivado el historicismo -la preocupación por el fluir de la sociedad y de las sucesivas generaciones de egipcios es constante-, el realismo más crudo (El callejón de los milagros), el realismo costumbrista en numerosas obras, entre las que destaca, con razón, la Trilogía (Entre los dos palacios, Palacio del deseo y La azucarera), la crónica familiar de Ahmad Abd al-Gawwad y sus descendientes, que sirve de pretexto y armazón para enmarcar el desarrollo de las luchas políticas y sociales del Egipto prenaserista, desde 1919, partiendo -sin remedio, como más arriba veíamos- del rincón de una casa otomana de El Cairo fatimí, en el tramo de calle conocido por Ben el-Qasren («Entre los dos palacios», fatimíes, desaparecidos hace siglos) y donde la bifurcación de la calle hacia el norte conduce a Bab el-Futuh y Bab en-Nasr y, por supuesto, a el-Gamaliyya, el barrio donde naciera Mahfuz. Todas las piezas encajan.

Sin embargo, la obra más polémica del autor fue Awlad harat-na («Hijos de nuestro barrio») en la que combina una gran epopeya universal, en el microcosmos de un barrio periférico, con un simbolismo de intención regeneracionista que utiliza como campo de exposición de las tres grandes religiones monoteístas. Las jerarquías, el poder, el orden en el mundo, amenazados por la aparición de movimientos idealistas truncados a su vez por las fuerzas negativas de la sociedad. Moisés, Cristo y Mahoma, en alegoría simbolista que provocó -y desde hace rato- las iras de los extremistas musulmanes, cuando aun no existía la denominación de integrismo islámico. Se publicó por entregas en el periódico al-Ahram en 1959, pero como libro no pudo aparecer hasta 1967 y en... Beirut. A fuer de sincero, nunca he podido comprender la censura y condena de los islamistas contra este libro, al que anatematizan por blasfemo, aunque, de seguro, no lo han leído. Los tonos con que se trata a la figura de Mahoma (y a toda su parentela y entorno) son tan respetuosos, exquisitos y relamidos que inducen más la sonrisa benévola que a ningún género de crítica destructiva. Y buen cuidado tuvo el escritor de no propasarse, como buen conocedor de lo que le podía ocurrir. Y, pese a todas las salvaguardas, le ocurrió.

Ahora vienen los homenajes, las encendidas rememoraciones y los variopintos saraos que especialistas, académicos y hasta políticos dedican a los grandes escritores muertos. Yo, de manera más humilde -como en otras ocasiones y ante otras culturas- me limito a recordar que el homenaje más sencillo y franco, el más útil, para un escritor es leer sus libros, conocer un poco su país y su circunstancia, a las gentes que le indujeron a escribir, participar de verdad en el intercambio cultural, sin aprovechamientos políticos, por curiosidad, por gusto. Así tan sólo.