11-M: esoterismo y política

Por Ignacio Camacho (ABC, 15/09/06):

SIETE millones de ciudadanos norteamericanos dicen creer que Elvis Presley está vivo. Otros muchos en todo el mundo sostienen a pies juntillas que ningún judío fue a trabajar en las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, avisados del designio satánico urdido por los nuevos sabios de los protocolos de Sión. En la red virtual circulan de nuevo las fotografías supuestamente trucadas del primer viaje a la Luna, sometido de nuevo a una irreductible epidemia de negacionismo. El libro de más éxito universal de los últimos años es una delirante novela sobre una trama secreta instalada desde la profundidad de los siglos en el seno de la Iglesia Católica, que deja en paños menores a las sociedades ocultas que Umberto Eco imaginó en la aguda parábola conspirativa de «El péndulo de Foucault». En un ámbito más garbancero, existen en España numerosos compatriotas convencidos de que Jesús Gil y Gil falsificó su muerte y vive cómodamente refugiado en Venezuela.
En una húmeda tarde otoñal sevillana, el escritor Antonio Muñoz Molina reflexionaba el miércoles sobre la necesidad colectiva de aferrarse a la paranoia como sucedáneo de unas ideologías aplastadas por el dominio masivo de la superficialidad cultural. La paranoia discurre por los cauces de la irracionalidad y aventa la sospecha como método discursivo, basándose en su sugestivo poder de persuasión. Una realidad prosaica jamás podrá competir en atractivo con la fascinación que ejerce en el subconsciente popular una conjetura bien adornada con la seductora apariencia de una conspiración. La sospecha, como la calumnia, tiene la ventaja de que no necesita ser demostrada; basta con que se abra paso a través de una maliciosa verosimilitud inducida.

Varios millones de españoles, legítimamente satisfechos con los ocho años de gestión del Partido Popular, sintieron el 14 de marzo de 2004 que les robaban una merecida victoria electoral mediante un penalti dudoso o injusto pitado en el tiempo de descuento por un árbitro parcial. Conmocionada por el shock emocional de los atentados de Atocha y agitada por un ventajismo propagandístico ilegal y sin precedentes en la jornada de reflexión, la sociedad española se equivocó de culpable y descargó su convulsión contra el Gobierno que había sufrido el ataque. Para todo ese amplio sector de ciudadanos que se quedaron con la miel en los labios, la posibilidad de revocar a posteriori el resultado electoral no ha dejado de constituir una atrayente hipótesis, reforzada en su necesidad por los desatinos cometidos por el Gobierno resultante de aquel inesperado triunfo de última hora.

La existencia de numerosas grietas en la investigación y el sumario de los atentados del 11-M, sumada a un comprensible deseo de revancha moral por parte de los protagonistas políticos de aquellos días aciagos, ha creado un clima propicio para el desarrollo de diversas teorías conspirativas que siempre encuentran, en internet o en algunos medios de comunicación, campo abierto para su expansión en una atmósfera crispada y deshabitada de racionalidades. Cualquier agitador poco escrupuloso tiene a su alcance el manejo de indicios, pistas o barruntos con un seguro éxito comercial favorecido por el auge de lo esotérico en la fenomenología de la cultura de masas. A partir de ahí, cada cual puede configurar su propia composición intelectual o moral: desde la simple, razonable y necesaria duda hasta la autoconvicción de un golpe de Estado tramado por ETA y Zapatero como paso previo a la infamia de una acordada rendición del Estado ante los terroristas. Tesis esta que, por escalofriante que parezca, puede encontrarse sin asomo de anestesia dialéctica en algunos foros virtuales entregados al furor conspirativo bajo la muy esotérica envoltura de una siniestra y bergmaniana partida de ajedrez del Bien contra las Sombras.

Nada de esto tendría, sin embargo, singular importancia en un mundo entregado a la paranoia, si no fuera por el hecho diferencial que la política española ha otorgado a la sospecha retroactiva a través del principal partido de la oposición. Secuestrada y arrastrada por el discurso radical de algunos fanáticos, el pragmatismo oportunista de cierto periodismo y la ambición de poder manifiesta en miembros de su propio elenco, la dirección del Partido Popular ha permitido que se le impongan desde fuera las líneas de una acción política que le conduce inexorablemente a un nuevo fracaso electoral. El horizonte de esa estrategia es la sustitución del líder del PP, Mariano Rajoy, mediante la inducción de su derrota. Quienes mueven los hilos de la estrategia parlamentaria de la oposición, ante la acomodada pasividad de Rajoy, son tan conscientes como debería serlo el propio afectado de que las encuestas insisten con terca recurrencia en que la agitación retrospectiva de esas aguas conduce al electorado español a una polarización idéntica a la de los días oscuros del 11 y el 14-M, la de las horas amargas de los titubeantes corbatas negras y la crepitación turbulenta de los sms. Ése es el peor escenario para un PP que ha podido, no sin esfuerzo ni sufrimiento, remontar con paciencia y tesón la catástrofe de aquella sacudida demoledora. Y se trata, precisamente, de eso: de provocar una catarsis interna que acabe con un liderazgo transitorio que quizá hasta el propio José María Aznar considere ya amortizado.

El Partido Demócrata de los Estados Unidos jamás habría podido volver al poder si hubiese reaccionado como el PP tras el asesinato de Kennedy, cuyas borrosas circunstancias han alimentado con severos motivos la teoría de la conspiración más célebre de la Historia moderna. Pero los demócratas miraron hacia delante y no permitieron que su política se empantanara en la ciénaga paranoica, cuyos afluentes aún sacuden los tenebrosos entresijos de la sospecha y la imaginación popular. Quizá nunca se sepa quién apretó el o los gatillos en Dallas, pero un país no puede detenerse ante el abismo en el que habitan, junto a las dudas razonables, los fantasmas del delirio.

El mismo respeto a las víctimas que justifica cualquier ahínco en la disipación de unas incertidumbres y deconfianzas que, efectivamente, existen y son patentes en la investigación del 11-M, es el que reclama una imprescindible seriedad en el liderazgo social, que evite el pábulo de una insondable pasión morbosa por el misterio como señuelo de mal disimuladas estrategias mediáticas y políticas. Investíguense y chequéense a fondo -qué pena el fracaso de una comisión parlamentaria que perdió en su sectarismo partidista la oportunidad de un dictamen de expertos independientes- los pormenores del 11-M; castíguense las terribles responsabilidades contraídas por sus autores y depúrense las aún impunes culpas morales dela vergonzosa manipulación propagandística del 13-M, cuyos agitadores merecen el repudio del cuerpo electoral en la fecha más inmediata posible. (Sólo esa razón, si no hubiese mil más acumuladas en dos años y medio de incompetencia, justificaría el cambio de gobierno en la próxima cita con las urnas). Pero la reparación pendiente por el inmenso dolor de los atentados no puede llevarse a cabo a través de un ajuste de cuentas basado en la adulteración de la sospecha, la estimulación de la paranoia y el instinto de la revancha. Los muertos de los trenes merecen la luz de la verdad, pero no el zarandeo irrespetuoso, el manoseo irresponsable de su tragedia en un delirio cabalístico de conjuras y títeres conducidos por demagogos fanáticos y eficaces aprendices de brujo.