El buen periodismo

Por José Antonio Zarzalejos. Director de ABC (ABC, 17/09/06):

DICE el maestro de periodistas -éste, sí-Ryszard Kapuscinski que «en la segunda mitad del siglo XX, especialmente en los últimos años con la revolución de la electrónica y de la comunicación, el mundo de los negocios descubre de repente que la verdad no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante: que lo que cuenta en la información es el espectáculo. Y, una vez hemos creado la información-espectáculo, podemos vender esa información en cualquier parte. Cuanto más espectacular es la información, más dinero podemos ganar con ella». Siguiendo la estela de esta observación evidente, parece fácil deducir que vende más una conspiración urdida por ignotas autorías que un vulgar auto de procesamiento en un proceso judicial más o menos importante. Y si alguien frustra la rentabilidad de la información-espectáculo reivindicando la noticia sobre la fabulación, se desatan contra el impertinente todas las furias de los negociantes que ven en riesgo el beneficio de su montaje. Por eso, el periodista polaco asegura que la profesión periodística «no puede ser ejercida correctamente por nadie que sea un cínico. Es necesario diferenciar: una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes. Esto es absolutamente necesario, de otro modo no se podría hacer periodismo. Algo muy distinto es ser cínicos, una actitud incompatible con la profesión de periodista. El cinismo es una actitud inhumana, que nos aleja automáticamente de nuestro oficio, al menos si uno lo concibe de una forma seria».
Kapuscinski continúa indagando en la morfología del periodista al sostener que «en nuestro oficio hay elementos específicos muy importantes» que son según el reportero más consagrado «una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Todas las profesiones son exigentes, pero ésta lo es de una manera particular».
Como segundo elemento característico de la profesión periodística, el autor se refiere a la necesidad de «una constante profundización en nuestros conocimientos», siendo el tercero el de no considerar este oficio «como un medio para hacerse rico». Pero creo que el requisito más esencial de todos los que sugiere Kapuscinski como convenientes para trabajar en esta profesión es sin duda el que formula de la siguiente manera: «Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias».
Robert Schmuhl, en su libro «Las responsabilidades del periodismo», recoge un escalofriante pasaje de la disertación del que fuera redactor jefe del «Detroit Free Press» y autor de «Absence of Malice», Kurt Luedtke, quien dirigiéndose a un grupo de profesionales les espetó lo siguiente: «De sus juicios discrecionales penden reputaciones y carreras, sentencias de cárcel y precios de mercaderías, espectáculos de Broadway y suministros de agua. Ustedes son el mecanismo de la recompensa y el castigo, los árbitros de lo justo y de lo injusto, el ojo incansable del juicio cotidiano. Ya no moldean, simplemente, la opinión pública, sino que la han suplantado». Todavía más impresionante es este otro pasaje del periodista americano, también recogido en la obra de Schmuhl: «Hay hombres y mujeres buenos que no se presentan para cargos públicos, temerosos de que ustedes descubrieran sus puntos flacos, o se los inventaran. Muchas personas que han tenido tratos con ustedes desearían no haberlos tenido. Ustedes son caprichosos e imprevisibles, son temibles y temidos, porque no hay manera de saber si esta vez serán honrados y exactos o no lo serán».
Schmuhl, que indaga sobre las responsabilidades del periodismo, formula la cuestión última que se plantea en unos términos muy sencillos: «Nosotros, los del negocio de las noticias, ayudamos a proporcionar a la gente información que necesita para conformar sus actitudes o, en todo caso, para autorizar o ratificar las decisiones sobre las cuales descansa el bienestar de la nación. No nos da tal condición ninguna categoría oficial o semioficial, pero en la medida en que la nación esté bien o mal informada, nosotros colaboramos en esta tarea».
Me he acogido a las citas anteriores para tratar de argumentar que el ejercicio de la profesión periodística, sin ser ésta mejor o peor que otra, está cualificado por una obligación de dimensión social que concierne a la veracidad en el relato de las noticias y la lealtad al «bienestar de la nación» que se consigue cuando sus ciudadanos pueden confiar en la honradez intelectual de los periodistas, en la corrección de sus pautas de comportamiento y en su calidad humana. Cuando Kapuscinski aduce que «los cínicos no sirven para este oficio» -título de la obra que recoge sus conversaciones con un restringido auditorio moderado por María Nadotti, editado por Anagrama-, añade un subtítulo, que es éste: «Sobre el buen periodismo». El buen periodismo sería, así, aquel que es elaborado por periodistas que no son «cínicos», es decir, que no practican el cinismo que consiste en la «desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones vituperables». ¿Cómo evitar a los cínicos en la profesión periodística? ¿Cómo sortear en este oficio a las «malas personas»? Desde luego, no con normas o con tribunales, no con exámenes ni con indagaciones. Para Schmuhl, «no se puede pensar en una regulación desde el exterior» de la profesión, y propugna como «únicos caminos» los de «fomentar y alentar la responsabilidad ética desde dentro de los medios informativos».
Cuando determinadas polémicas -muy abruptas, como ahora se producen en nuestro país- son calificadas como «guerras mediáticas» se está reduciendo a simple y rasa pelea de competencia lo que representa un debate de carácter ético y deontológico de gran calado que no afecta sólo a los periodistas, ni sólo a los editores, sino a toda la sociedad y, especialmente, a la sociedad que, en último término, con su dictamen debe establecer qué valores desea preservar y qué contravalores quiere desterrar de su convivencia.
Ahora en España delincuentes ocupan portadas; de forma impune se lanzan acusaciones contra policías, jueces y fiscales; se hace escarnio de políticos, empresarios y periodistas; se descalifican instituciones de manera irresponsable y se comercia con la propia democracia, y todo eso ocurre en un silencio ensordecedor, temeroso y egoísta. Por eso y porque amo esta profesión hasta la asunción del insulto diario como un peaje barato para continuar en ella, me pregunto y pregunto hasta dónde han de llegar las difamaciones, disfrazadas de superchería ideológica y de travestismo moral, para que se produzca entre los profesionales y en la sociedad una reacción que nos libre de los indignos por el sencillo procedimientode señalarlos como tales. Porque los cínicos tienen derecho a ser periodistas; también las malas personas. Pero es bueno que cada uno quede retratado tal como es: el agnóstico no puede pasar por creyente; ni el censor por liberal; ni el histrión por intelectual; ni el corrupto por honesto; ni el desleal por fiel. Ni el mal periodismo -el de los cínicos- puede pasar por el de calidad ética. Porque, si cada cual no queda en su lugar, padecerá «el bienestar de la nación».