Después del Líbano

Por Henry Kissinger (ABC, 18/09/06):

Dos ideas falsas dominan la discusión pública sobre la crisis del Líbano. La primera es que Hizbolá es una organización terrorista tradicional que actúa encubiertamente y fuera de la ley. La segunda es que el alto el fuego señala el fin de la guerra del Líbano. Ninguno de estos puntos de vista es válido. Hizbolá es, de hecho, una metástasis del patrón Al Qaida. Actúa abiertamente como estado dentro de un estado. Manda un ejército mucho más fuerte y mucho mejor equipado que el del Líbano en suelo libanés, en contravención de dos resoluciones de Naciones Unidas. Financiada y entrenada por Irán, libra guerras con unidades organizadas, contra un importante adversario. Como partido chií, tiene ministros en el Gobierno del Líbano que no se consideran vinculados por las decisiones de éste. Una entidad no estatal en el suelo de un estado, con todos los atributos de un estado y respaldada por una potencia regional.

Desde su creación, Hizbolá ha estado en guerra casi permanente. Las primeras de sus tres guerras se produjeron cuando, en 1983, en un ataque a cuarteles estadounidenses, mató a 241 marines y convenció a Estados Unidos de que retirara de Beirut sus fuerzas de paz. La segunda fue una campaña de acoso que indujo a las fuerzas israelíes a retirarse del sur del Líbano en 2000. La tercera se abrió este año con el secuestro de dos soldados israelíes dentro de Israel, lo cual desencadenó un ataque en represalia de este país.

Somos testigos de un asalto cuidadosamente concebido, no ataques terroristas aislados, al sistema internacional de respeto a la soberanía y a la integridad territorial. La creación de organizaciones como Hizbolá y Al Qaida indica que las lealtades transnacionales están sustituyendo a las nacionales. La fuerza impulsora de este ataque es la convicción yihadista de que el ilegítimo es el orden existente, no Hizbolá y su método yihadista. Para los partidarios de la yihad, el campo de batalla no puede definirse por fronteras basadas en los principios del orden mundial que rechazan; lo que nosotros denominamos terrorismo es para los yihadistas un acto de guerra.

Un alto el fuego no pone fin a esta guerra; inaugura otra fase. Este doble asalto contra el orden mundial, mediante la combinación de estados radicales con grupos no estatales de carácter internacional, organizados a veces en forma de milicias, constituye un desafío particular en Oriente Próximo, donde las fronteras todavía no tienen un siglo de antigüedad. Pero podría extenderse a todos los grupos islámicos radicales que existen. Por consiguiente, los líderes dudan entre seguir el orden internacional del que puede depender su economía, o ceder al movimiento transnacional del que podría depender su supervivencia política.

La crisis del Líbano es un caso clásico de ese patrón. Según las reglas del antiguo orden internacional, la guerra tuvo lugar técnicamente entre dos estados -Líbano e Israel- que, de hecho, tienen muy pocos intereses enfrentados. Su única disputa territorial hace referencia a una pequeña franja de territorio, las Granjas de la Chebaa, ocupada por Israel a Siria en 1967, y que no pertenecía al Líbano, como certificó indirectamente la ONU en 2000. La resolución de alto el fuego de la ONU afirma que la crisis fue provocada por Hizbolá, que desde hace 30 años mantenía a las fuerzas armadas libanesas fuera del sur del Líbano. Pero de acuerdo con las normas internacionales, la Secretaría de Estado se vio obligada a negociar el alto el fuego con el Gobierno libanés, que no controlaba fuerza alguna que estuviera en condiciones de hacer que se respetara, mientras que las únicas fuerzas capaces de hacerlo nunca lo han aceptado formalmente.

Los verdaderos objetivos de la guerra en el Líbano han sido transnacionales y no libaneses: superar la división milenaria entre suníes y chiíes basándose en el odio a Israel y Estados Unidos; aliviar la presión diplomática sobre el programa nuclear de Irán; demostrar que Israel sería tomado como rehén si la presión se agudizaba en exceso; establecer a Irán como factor fundamental en cualquier negociación; hundir el proceso de paz palestino; demostrar que Siria -segundo gran mecenas de Hizbolá- sigue manteniendo sus ambiciones en el Líbano.

Por eso el balance de la guerra debe evaluarse en gran parte desde el punto de vista psicológico y político. No cabe duda de que infligió fuertes bajas a Hizbolá. Sin embargo, la realidad psicológica dominante es que esta organización se ha mantenido intacta y que Israel ha resultado incapaz (o no tiene intención) de suprimir los ataques con cohetes contra su territorio, o de orientar su poder militar hacia objetivos políticos capaces de facilitar bazas de negociación tras el cese de hostilidades.

Buena parte de la discusión sobre la observancia del alto el fuego aplica verdades tradicionales a una situación inaudita. Uno de los actores principales en la guerra no forma parte del alto el fuego y se ha negado a desarmarse o a liberar a los dos prisioneros israelíes que secuestró. Los países que deben aplicar el acuerdo mantienen una postura ambigua debido a la importancia que dan a las relaciones con Irán, al miedo a sufrir atentados terroristas en su territorio, y a su interés por mejorar las relaciones con Siria.

La orden de desplegar una fuerza de Naciones Unidas en el sur del Líbano refleja estas dudas. El secretario general, Kofi Annan, ha declarado que la misión de las fuerzas de la ONU no es desarmar a Hizbolá sino fomentar un proceso político que, en palabras suyas, debe alcanzarse mediante un consenso interno en el Líbano, un proceso político al que la nueva Fuerza Interina de Naciones Unidas en el Líbano (Finul) no sustituye ni puede sustituir. Siria ha declarado que consideraría el despliegue de la Finul a lo largo de sus fronteras un acto hostil, y Naciones Unidas ha mostrado su conformidad. ¿Cómo va a funcionar el proceso político cuando a la Finul se les impide afrontar los retos más probables? El ejército libanés -en gran medida chií y con un armamento obsoleto- no está en condiciones de desarmar a Hizbolá ni de controlar la frontera siria.

Para complicar más la situación, Hizbolá, al ser un partido político, participa en el Parlamento libanés y en el Gobierno. Por lo general, ambas instituciones toman las decisiones por consenso. En consecuencia, Hizbolá tiene como mínimo un derecho de veto sobre aquellos asuntos en los que se necesita la cooperación del Gobierno.

Es probable que la próxima maniobra de Hizbolá sea intentar dominar al Gobierno de Beirut mediante la intimidación y, utilizando el prestigio alcanzado en la guerra, manipular los procedimientos democráticos. En esas circunstancias, Irán y Siria estarán en mejor posición para influir en las condiciones del alto el fuego. El reto para la política estadounidense y todos los implicados en el orden mundial es reconocer que el alto el fuego exige una gestión decidida. Uno de los objetivos principales debe ser evitar el rearme de Hizbolá o su dominio de la política libanesa. De lo contrario, las fuerzas de Naciones Unidas proporcionarán un escudo para crear las condiciones de otra explosión aún más peligrosa.

La guerra en elLíbano ha transformado drásticamente la posición de Israel. Hasta ahora, la cuestión palestina, a pesar de toda su intensidad, hacía referencia a los principios tradicionales del sistema estatal: la legitimidad de Israel; la creación de un Estado palestino; el trazado de fronteras entre estas entidades; el acuerdo sobre seguridad y las normas para la coexistencia pacífica. Desde la fórmula de «tierra a cambio de paz», propuesta por el primer ministro Isaac Rabín, hasta la oferta por parte de Arabia Saudí de paz y reconocimiento mutuo, o el concepto de retirada unilateral de los territorios ocupados propugnado por Ariel Sharón, se consideraba que el proceso de paz culminaba con una paz internacionalmente aceptada entre estados internacionalmente reconocidos.

Hizbolá y otros grupos que rechazan esta evolución están decididos a evitarla. Hizbolá, que se hizo con el sur del Líbano, y Hamás y otros grupos yihadistas que han marginado a la Autoridad Palestina en Gaza, desdeñan los planes de los árabes moderados y de los líderes israelíes. Rechazan la existencia misma de Israel, no una frontera concreta. Una de las consecuencias es que el proceso de paz tradicional se viene abajo. Después de ser atacado con cohetes lanzados desde Gaza y el Líbano, a Israel le resultará difícil contemplar la retirada unilateral como una senda hacia la paz, y tampoco podrá encontrar en las actuales condiciones un socio que garantice su seguridad. Por último, después del Líbano, el Gobierno israelí carece de autoridad o de apoyo público para retirar siquiera a los 80.000 colonos de Cisjordania, como preveía el plan de Sharón.

Al mismo tiempo, la continuación indefinida de la situación actual es insostenible. Debe establecerse una nueva hoja de ruta que apuntale la política integral para Oriente Próximo que debe seguir a la guerra del Líbano. Es necesario un proyecto común de Estados Unidos, Europa y los países árabes moderados para elaborar una estrategia conjunta. Sólo de este modo pueden surgir en los territorios ocupados unos liderazgos que acepten la coexistencia pacífica.

Todo nos devuelve al desafío de Irán. Entrena, financia y equipa a Hizbolá, el Estado dentro de un Estado en el Líbano. Financia y apoya a la milicia de Al-Sadar, el estado dentro del estado en Irak. Está elaborando un programa de armamento nuclear que descontrolaría la proliferación nuclear y proporcionaría un colchón de seguridad para la destrucción sistemática de al menos el orden regional. Se trata ahora del orden mundial más que de ajustes dentro de un marco aceptado.

Una política atlántica conjunta, respaldada por los países árabes moderados, debe convertirse en prioridad máxima, por muy pesimistas que nos sintamos respecto a la experiencia anterior con proyectos así. El debate suscitado acerca de la precipitación estadounidense frente al escapismo europeo en lo referente a la guerra de Irak se queda pequeño si lo comparamos con lo que el mundo afronta ahora.

Ambos lados del Atlántico deberían poner a sus mejores cerebros a trabajar sobre cómo abordar el peligro común de que una guerra más amplia se convierta en una guerra de civilizaciones con un Oriente Próximo dotado de armamento nuclear como telón de fondo. Esto no puede hacerse mediante una negociación especial para cada resolución del Consejo de Seguridad; por el contrario, las resoluciones del Consejo de Seguridad deberían surgir de una estrategia acordada.

Muchos de los países de dicha agrupación tienen una opinión más optimista respecto a las perspectivas de la diplomacia que el Gobierno estadounidense. Deberíamos estar abiertos a estas preocupaciones y dispuestos a participar en una seria exploración de perspectivas para evitar el enfrentamiento.

Pero los aliados europeos deben aceptar que este proceso no puede estar guiado por la política nacional o por la presión de los medios. Tiene que incluir un límite que la flexibilidad diplomática no puede traspasar, y un plazo máximo para evitar que las negociaciones se conviertan en un escudo para organizar nuevos ataques.

En la crisis del Líbano, podemos detectar el principio de un proceso así. Europa compartió en un grado suficiente la percepción estadounidense y Estados Unidos prestó suficiente atención a las preocupaciones europeas como para producir una diplomacia coordinada en el Consejo de Seguridad y proporcionar una significativa fuerza de paz para el sur del Líbano. Queda por ver si esta cooperación podrá mantenerse en la próxima fase, y concretamente, si el esfuerzo de Naciones Unidas en el Líbano puede convertirse en un medio para superar los peligros aquí esbozados o se convierte en una forma de evitar las decisiones necesarias. Esto es más cierto aún en lo que se refiere a las inminentes negociaciones con Irán. Desde la caída de la Unión Soviética, los observadores atentos se preguntan si los vínculos atlánticos pueden mantenerse si no se percibe un peligro común. Ahora sabemos que nos enfrentamos al imperativo de construir un nuevo orden mundial o a una posible catástrofe global. Ninguno de los lados del Atlántico puede hacerlo solo. ¿Es esa percepción suficiente para regenerar el sentimiento de propósito común?