¿Qué pasó en la 'zona verde'?

Por Moisés Naím, director de Foreign Policy. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 30/09/06):

Cuando el presidente George W. Bush anunció en mayo de 2003 el nombramiento de Paul Bremer como máxima autoridad civil estadounidense en Irak, recibí un correo electrónico de un antiguo colega suyo: "Acabo de oír que Jerry [apodo que recibe Bremer] va a dirigir Irak. Y los iraquíes creían que lo peor que podíamos hacer era bombardearles...".

En aquel momento, me limité a sonreír y me olvidé del mensaje. Tres años después, un libro extraordinario me ha hecho comprender lo trágicamente profético que era aquel correo electrónico. Imperial life in the Emerald City [La vida imperial en la Ciudad de las Esmeraldas], de Rajiv Chandrasekaran, está lleno de relatos asombrosos sobre las mil maneras, grandes y pequeñas, en las cuales Paul Bremer y su equipo contribuyeron a alimentar la caldera letal que es hoy Irak. Al describir la vida diaria y el proceso de toma de decisiones en la zona verde -el complejo fortificado que albergaba la Autoridad Provisional de la Coalición, CPA en sus siglas inglesas-, Chandrasekaran demuestra qué idea tan incompleta se tiene en los círculos dirigentes de Estados Unidos sobre lo que salió mal en Irak.

La impresión existente es que, si bien la decisión de invadir Irak y derrocar a Sadam es aún materia de debate, la mala gestión estadounidense de la situación tras la invasión no lo es. Hasta los partidarios más recalcitrantes de Bush reconocen que "se cometieron errores" y que, por ejemplo, el desmantelamiento del Ejército iraquí o el proceso de desbaazificación (dos medidas por las que Bremer abogó enérgicamente) fueron malas ideas. No obstante, en esta generalizada interpretación está muchas veces implícita una cierta comprensión complaciente, incluso cierta justificación, de esos errores cometidos por Estados Unidos. Al fin y al cabo, dicen, era una situación difícil; las divisiones étnicas, los odios sectarios, los decenios de opresión y decadencia bajo el poder de Sadam, los fanáticos suicidas y otros obstáculos se combinaron para dificultar el éxito de la audaz iniciativa estadounidense. Después de leer el libro es imposible ser tan comprensivo.

Chandrasekaran, jefe de la oficina de The Washington Post en Bagdad entre 2003 y 2004, demuestra que los problemas creados por la ineptitud, la arrogancia y la ignorancia preponderantes en la CPA no eran inevitables y fueron causas no desdeñables del caos que ha hecho de Irak un infierno. El libro explica cómo una avalancha de errores injustificables transformó una misión difícil en una imposible.

Un ejemplo es la historia del doctor Frederick Burkle, calificado como "el especialista más brillante y experimentado en sanidad de posguerra que trabaja en el Gobierno de Estados Unidos". Burkle fue despedido una semana después de la liberación de Bagdad porque, según le dijeron sus superiores, la Casa Blanca prefería tener a alguien "de los suyos" a cargo de la sanidad en Irak. Fue sustituido (dos meses después) por James Haveman, cuya experiencia como director de salud pública en Michigan había estado precedida de su trabajo dirigiendo una gran agencia de adopción, de orientación cristiana, que instaba a las embarazadas a no abortar. Además, Haveman había realizado numerosos viajes como director de International Aid, una organización cristiana de ayuda que promovía la atención sanitaria y el cristianismo en los países en vías de desarrollo. La actuación de Haveman en Irak ofrece datos enervantes: el lanzamiento de una campaña antitabaco mientras en los hospitales faltaban analgésicos, la prioridad dada a la medicina preventiva en un país diariamente ensangrentado por una feroz insurgencia, el intento de transformar el sistema de salud iraquí según un modelo inspirado en EE UU mientras los recién nacidos morían por falta de incubadoras.

Otro ejemplo es el caso de un abogado al que se le encargó poner cierto orden en los caóticos embotellamientos de tráfico que empezaron a producirse cuando la CPA autorizó la importación masiva de coches usados. ¿La solución? Descargar de Internet el código de la circulación del Estado de Maryland, traducirlo al árabe y hacer que Bremer lo convirtiera en ley. Entre sus disposiciones había algunas como ésta: "Los peatones que circulen en horas de oscuridad o con el cielo nublado deberán llevar luces o ropa reflectante".

La microgestión y la copia de las instituciones estadounidenses fue también la solución instintiva de Jay Hallen, el hombre de 24 años encargado de reabrir la Bolsa de Bagdad y cuyo método consistió en copiar la Bolsa de Nueva York. No funcionó. Y Hallen no fue el único veinteañero inexperto al que la CPA asignó responsabilidades para las que no estaba preparado en absoluto. Seis de los "10 recaderos jóvenes" que la CPA había solicitado al Pentágono para asumir tareas administrativas rutinarias acabaron encargándose de gestionar un presupuesto de 13.000 millones de dólares. Cuando todo ese dinero va unido al caos organizativo, la sensación de emergencia y la expectativa de impunidad por motivos políticos, la corrupción es inevitable. Y el libro de Chandrasekaran relata unos casos asombrosos de corrupción entre los contratistas estadounidenses que parecen informaciones enviadas desde la más cleptocrática de las repúblicas bananeras.

Éste no es un libro escrito por un autor ideológicamente predispuesto en contra de la invasión de Irak o con antipatías hacia Bremer. Se trata, en definitiva, de un periodista que cuenta a sus lectores lo que vio. Pero es imposible leerlo sin pensar en las connotaciones de lo que está contando.

¿Qué fue lo que provocó el colapso generalizado del sentido común que tanto perjudicó a la apuesta de Estados Unidos en Irak? Ésa es la desconcertante pregunta que tácitamente, página a página, obliga a hacerse al lector. El pragmatismo y el sentido práctico de los estadounidenses a la hora de resolver problemas son legendarios. Sin embargo, Chandrasekaran muestra que en Irak prevalecieron una tremenda incompetencia, planes claramente impracticables, expectativas ingenuas y una enorme arrogancia alimentada por una aún mayor ignorancia. El libro documenta de modo metódico la absoluta falta de sentido común que dominó el diseño de las políticas destinadas a influir en la endemoniada política iraquí y a reconstruir la red eléctrica, privatizar la economía, organizar el sector petrolífero, contratar personal y devolver cierto grado de normalidad a las vidas de los iraquíes.

¿Por qué? ¿Qué ocurrió? Chandrasekaran no intenta responder. Pero su libro, indispensable, da pistas muy convincentes sobre las posibles respuestas. A la CPA le perjudicó tener demasiado poder político, demasiado dinero y unas rígidas certezas ideológicas combinadas con la suposición que la situación de emergencia y la protección política no haría necesaria la rendición de cuentas. Ésos son los factores que permitieron que proliferaran la incompetencia, el sectarismo, el clientelismo, el nepotismo y la corrupción. Y estas heridas autoinfligidas explican, en gran parte, los fracasos de la aventura de Estados Unidos en Irak.