Catalanismo en castellano

Este es un artículo que la más elemental prudencia debería impedirme escribir. ¡Se necesitan ganas de meterse en camisa de once varas, de buscarse enemigos, de que, deliberadamente o no, se te interprete mal!

Pero a veces hay cosas que me siento obligada a decir, aunque sólo sea para apoyar a las personas que manifiestan lo mismo, o más aún, a las que lo piensan y no disponen de medios para manifestarlo.

No soy dada a los sentimientos nacionalistas. A ninguno. No me emocionan las banderas, ni los himnos nacionales, ni los desfiles militares ni las manifestaciones patrióticas. Y sin embargo me siento, cada día más, catalana. Me encantan Castilla y Galicia y Extremadura y Andalucía, Madrid me parece una gran ciudad, pero al regresar me siento en casa.Y a veces, en la calle, en lugares públicos, se me ocurre de pronto que, de serlo alguna, ésta es mi gente. Creo que el Estatut se quedó muy corto, que la mayoría de los catalanes aspirábamos a más y nos correspondía más. Y -en algún momento tenía que decirlo- me ha decepcionado la actitud de los intelectuales de izquierdas del resto de España, de muchos de mis amigos. Cuando se declaran ahora muy amantes de Catalunya, siento la misma perplejidad que cuando un hombre se declara feminista. Agradezco la intención, pero dudo que entiendan de verdad en qué consiste el problema.

Hace unos años, habiendo sido invitada por la Junta de Extremadura a formar parte de un jurado literario, el presidente se permitió en el acto público de clausura, teniéndome a su lado en el estrado, afirmar que los catalanes, no contentos con expoliar económicamente al resto de España, pretendíamos terminar con su lengua. Que él lo dijera entra dentro de su modo habitual de proceder, pero ¿cómo es posible que ninguno de los otros miembros del jurado rompiera una lanza en mi favor, que no dijeran nada?

Una vez expuesto todo esto, me atrevo a decir que muchos catalanes, muchos, queremos una Catalunya que goce de mayor autonomía, que reciba un trato económico más justo, pero queremos una Catalunya bilingüe. Catalunya es bilingüe. En cualquier reunión se pasa de una lengua a otra sin que ni siquiera nos demos cuenta. En casa, yo hablaba en catalán con mis padres y en castellano con mi hermano, y en la mesa del comedor se mezclaban ambas lenguas sin problema alguno. Hay escritores catalanes que escriben en catalán y escritores catalanes que escriben en castellano. En casos excepcionales, como Pere Gimferrer, el escritor domina con auténtica maestría ambas lenguas. Lo habitual es que seamos bilingües, pero que una de las dos predomine sobre la otra, pero ¿qué hay de malo en esta convivencia de ambas, que además corresponde a la realidad?

Los defensores más moderados del apoyo al catalán -on los fanáticos todo diálogo es inútil- recurren a dos argumentos. 1. Se trata de una discriminación positiva. El castellano está seguro, mientras que el catalán corre peligro de extinción. 2. De todos modos, los chicos rebasan la adolescencia sabiendo bien el castellano.

El primero no lo entiendo. Si el catalán sobrevivió al franquismo, sin prensa, sin apenas libros, ni radio, ni espectáculos, ni lugar en las escuelas, ¿por qué va a desaparecer ahora? El segundo no corresponde a la verdad que constato día a día: al terminar la escuela, al ingresar algunos en la universidad, la mayoría de los chicos hablan y escriben un castellano detestable. De lo cual se deduce que, si en otros sectores dar al castellano el trato que correspondería a una lengua extranjera es para mí y para muchos alarmante, en el de la enseñanza es nefasto. Por una parte, se exige al profesorado de cualquier asignatura un conocimiento altísimo del catalán, lo cual deja fuera de combate a personas muy valiosas. Por otra, estoy convencida de que en la casi totalidad de escuelas de Catalunya no se enseña apenas castellano. No aparece, por ejemplo, en los festivales de fin de curso a los que asisto, y los textos de los concursos literarios están todos, incluso los de alumnos latinoamericanos, redactados en catalán.

Por último me molesta, nos molesta a muchos, el carácter impositivo que adopta la cuestión. La obligatoriedad de utilizar el catalán sin alternativa posible. Ya nivel popular, en la calle, si era ofensivo que se nos dijera, al oírnos hablar en catalán: "Habla en cristiano", no lo es menos que una tendera me increpe: "Señora, ¿por qué demonios le habla usted en español a su nieto?". En tono de gran inquisidor, y en catalán claro, a lo que estoy a punto de replicar con una rotunda grosería, en catalán purísimo también claro, aunque opto finalmente por decidir no volver a pisar su tienda y escribir este artículo.

Esther Tusquets, escritora y editora.