Un hombre solo (Unamuno, 1936-2006)

El día 31 de diciembre del 1936, en plena guerra civil, un día frío y luminoso, alrededor de la hora ritual española de las cinco de la tarde, Miguel de Unamuno murió en Salamanca, «de mal de España», como diagnosticaría Ortega y Gasset. Los médicos dirían que había muerto de una congestión cerebral, producida por las emanaciones de anhídrido carbónico del brasero doméstico. Su muerte sólo fue presenciada por un joven falangista, Bartolomé Aragón, que, recién venido del frente bélico, había ido a visitarlo, admirativo y fiel. Cuando Unamuno, después de su última irritación dialéctica y de su última frase para la historia y para su biografía, con su ciego voluntarismo suicida a flor de piel: «¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!», dejó caer su cabeza sobre el pecho, en un desvanecimiento ya preagónico; su visitante no se atrevió a despertarlo, hasta que se dio cuenta, por el olor a quemado, que el viejo maestro inconsciente había metido su zapatilla en el brasero y se le estaba quemando, sin que él lo sintiera, porque ya estaba muerto.

Aquella muerte es patética por las circunstancias que la precedieron y la acompañaron. Y, si toda muerte personal, se aborda desde la soledad, la de Unamuno fue doblemente solitaria, al final de una larga agonía (en el sentido unamuniano y etimológico de la palabra, como lucha por sobrevivir) de tres meses, marginado por los hombres y por la historia, sin los amigos que le hubiera gustado tener durante aquellas últimas semanas trágicas y sin las razones suficientes para entender lo que estaba ocurriendo en aquella España sangrienta de la última contienda civil, que a aquellas alturas de su vida se le vino encima, de golpe y porrazo, aunque él mismo la había estado anunciando desde hacía tiempo, sin acabar de creérselo enteramente y sobre todo sin imaginarse que fuera como finalmente fue. Había vivido horrorizado durante aquellos meses y, lo que es peor, tenemos muchas razones para pensar, que temió por su vida y que el desasosiego y el miedo fueron una proximidad indeseable hasta las vísperas de su muerte.

Quizá tuvo la muerte que se merecía (aunque nadie se merece la muerte), después de una vida de ir «contra esto y aquello», con la razón y contra la razón, manteniéndose en una contradicción permanente, entre quiebros intelectuales y paradojas, en un perpetuo equilibrio inestable, y haciendo siempre del principio de la incertidumbre el eje de su pensamiento y la raíz de su conducta. Pero la guerra civil, a tiro limpio, no toleraba estas posiciones marginales, ambiguas y descomprometidas. La guerra civil era tajante y expeditiva. No le iban los matices y menos las sutilezas. La posición de Unamuno, frente a unos y frente a los otros, había nacido de una coherencia interna y se había expresado en un lenguaje infiel a la solidez de las ideas, que en aquel tiempo se habían convertido en balas. Preocupado por abarcar la totalidad de lo real, a riesgo de la negación de cualquier tipo de verdad adquirida, Unamuno se encontraba siempre solo y más solo en la guerra civil. Porque no estaba la Magdalena para tafetanes ni el horno para bollos. El fuego cruzado de los enemigos lo cogió en medio y le dieron leña por todos lados. Lo que le había amenazado siempre, se cumplió al final de su vida. Después de brearlo bien breado, lo mandaron a su casa, condenado al silencio y al ostracismo. Y así murió.

Su inicial aceptación del levantamiento militar, debido a su desencanto crítico de la trayectoria política del régimen republicano, en la esperanza de que las cosas mejoraran, y también, apasionado como era, por sus puntuales y rencorosas disidencias con algunos de sus prohombres, sobre todo con Azaña, al que no podía ver ni en pintura, le duró más o menos quince días, decepcionado por las maneras de los sublevados y por sus propósitos antidemocráticos, cada vez más evidentes. El encarcelamiento y la muerte de algunos de sus íntimos le abrieron los ojos y, a primeros de agosto, ya estaba de vuelta de su error. En carta del 10 del mismo mes le escribió a un amigo suyo, socialista belga: «No me abochorna confesar que me he equivocado. Lo que lamento es haber engañado a otros muchos». Pero, para entonces, el gobierno de la República ya lo había reprobado y le había cesado en todos los cargos y honores que le había dado, y sus amigos republicanos le habían abandonado. La prensa de Madrid le había atacado duramente, ridiculizándolo y machacándolo, con chistes y caricaturas. El día 23 de agosto, «La Gaceta de Madrid» publicó el Decreto de su destitución, lamentando su decisión política de alinearse con los enemigos de la República.

Ocho días después, la Junta de Defensa Nacional, de Burgos, le repuso en todos cargos y honores, expresando su admiración y su agradecimiento por su gesto de ayuda «a la cruzada emprendida por España -pueblo y Ejército- para librar a la civilización de Occidente del secuestro en que gentes incomprensivas de su excelencia la retenían». Pero Unamuno ya no estaba en esa órbita y las decepciones acumuladas y las rabias contenidas de los meses de agosto y septiembre le hicieron estallar el 12 de octubre, en el Paraninfo de la Universidad salmantina, cuando ostentaba la representación del Jefe del Gobierno del Estado, general Franco, en su célebre enfrentamiento con Millán Astray, donde dio rienda suelta a su indignación y estigmatizó a los sublevados, diciéndoles: «Os falta razón y derecho en la lucha. Es inútil pediros que penséis en España». El día 22, naturalmente, el general Franco lo volvió a destituir, completando el círculo de la soledad en torno a aquel hombre viejo, que caminaba, sin saberlo, a pasos agigantados hacia la muerte, completamente solo.

En todo este calvario debió pasarlo mal. Hay un testimonio fotográfico del día 25 de julio, con motivo de la constitución del primer Ayuntamiento de Salamanca de los sublevados, en el que participó como Concejal («Estoy aquí porque me considero un elemento de continuación, pues el pueblo me eligió concejal el 12 de abril, y porque el pueblo me trajo, aquí estoy, sirviendo a España por la República»), en el que se le ve enflaquecido, desgarbado, un poco desaliñado y como ausente. Lo que más llama la atención es su delgadez, muy lejos de aquel Unamuno fondón del retrato de Juan de Echeverría y más cerca del Unamuno esclerótico de Gutiérrez Solana. Ocupa el borde izquierdo de la foto y se apoya indolentemente en un mueble, despegado del resto de los ediles, que están al fondo de la imagen, eufóricos, pletóricos, casi desafiantes y sonrientes. La silueta agarabatada de Unamuno se parece más a la escultura angustiosa de Pablo Serrano que a la de Victorio Macho, pétrea y robusta. Aparece reconcomido de tensiones interiores y nos imaginamos las luchas que debió tener consigo mismo para desembocar en aquella foto. Dos meses después, Nikos Kazantzakis lo visitó y lo encontró «súbitamente envejecido, literalmente hundido y ya encorvado por la edad».

No había sido un exhibicionista, con su yo a la intemperie, ni un viejo testarudo, que le gustara llevarle la contraria a todos, sino un hombre de una estricta moral puritana, casi calvinista, que había buscado una coherencia ética, en un mundo incoherente y desquiciado. Evidentemente, no era de este mundo.

Luciano G. Egido