Un nuevo equilibrio mundial

Alguna vez, un presidente de México (no diré cuál) me confió que entre todos los informes diplomáticos recibidos en la Cancillería, él sólo leía los del embajador Juan José Bremer. Esto en nada disminuye la necesidad y eficacia, a corto y a largo plazo, de los informes que un jefe de misión diplomática está obligado a rendir a su Gobierno. La oportunidad a veces, la perspectiva otras, la historia siempre, cifran el destino de la correspondencia diplomática, una palabra griega que significa "papeles doblados" y que, en su encarnación moderna durante el Renacimiento, dio curso al arte de distinguir entre falsos y auténticos documentos.

Distinguir lo falso de lo auténtico. En términos absolutos, tal cosa no es nunca posible. El novelista sabe que su arte consiste en darle verdad a la ficción. El político, a veces, ofrece la ficción como verdad. El diplomático está obligado a presentar lo que sus ojos ven y su pensamiento analiza, consciente de que sus informes le trascienden a fin de orientar políticas de Estado. Es esta última la cualidad que distingue la mirada diplomática de Juan José Bremer en su libro El fin de la guerra fría y el salvaje mundo nuevo.

No son comunes las memorias diplomáticas en México y, en general, en el área luso e hispanoparlante. Bremer, hombre de vasta cultura, asume con naturalidad estas tradiciones (sobre todo la germánica) a fin de enriquecer nuestra visión, a veces parroquial, a veces polémica o ideológica, del mundo que nos ha tocado vivir, del fin de la Segunda Guerra Mundial a la edad de la globalización, es decir, las décadas entre 1945 y el presente.

Activo jefe de misión a partir de 1982, sucesivamente embajador de México en Suecia, la Unión Soviética, la República Federal Alemana, España, los Estados Unidos de América y el Reino Unido, Bremer es dueño de una experiencia transatlántica jamás divorciada, como lo demuestra este libro, de su personal representatividad mexicana y, por extensión, iberoamericana. El colapso de la Unión Soviética, la unificación alemana, la comunidad europea y la relación atlántica son los grandes rubros de este libro.

Recuerdo haber visitado con Bremer la ciudad alemana de Aachen, que es también la ciudad francesa de Aix-la-Chapelle y, para nosotros, Aquisgrán, para entender que esta diversidad nominativa era tan sólo una prueba del carácter europeo de la antigua capital de Carlomagno, el primer unificador del espacio europeo post-romano, el Imperio de Occidente. Quiero ubicar a Bremer en este espacio iniciático de la Europa moderna porque siento que desde allí, desde la antigua capital carolingia, es de donde Bremer dirige la mirada tanto al oriente eslavo como al occidente transatlántico a fin de encontrar un equilibrio que trasciende los fáciles maniqueísmos, tan dañinos, entre ideologías.

Ello le permite al autor analizar los componentes culturales de Rusia y de los Estados Unidos con la perspectiva histórica de un Tocqueville puesto al día. El mundo ruso, imbuido de una idea mesiánica de su destino histórico (la Tercera Roma) lo asignó a la unidad inseparable de la Iglesia y el Estado (el césaropapismo) que Lenin y Stalin convirtieron en unidad del Partido y del Estado. Disímil en todo a la experiencia rusa, los Estados Unidos comparten con ella, sin embargo, la convicción de que su destino es excepcional.

Los destinos nacionales de Rusia y los Estados Unidos, que ya para Tocqueville trascendían los límites tradicionales del Estado-Nación convirtiéndolos en entidades continentales, culminaron, en nuestro tiempo, en el prolongado conflicto de la guerra fría, que Moscú perdió porque "se desvinculó de la dinámica de la historia". Esto es una paradoja extraordinaria, toda vez que el régimen soviético decía inspirarse en el materialismo histórico de Marx. En realidad, la tradición césaropapista desplazó a la dialéctica marxista y los Estados Unidos, "el pueblo elegido", ganó la guerra fría, no en virtud de una fatalidad ideológica, sino gracias a que quebró económicamente al raquítico sistema soviético. La brecha entre los dos grandes sistemas no se dirimió en el área ideológica o nacionalista, sino, estrictamente, en la zona internacional de la tecnología y la comunicación, los dos signos definitorios de la "nueva" modernidad.

Bremer, con justeza, no ve en el fin de la guerra fría un triunfo de los Estados Unidos de América sino una etapa unilateralista fugaz que cederá, con suerte, su sitio a un internacionalismo basado en la cooperación y fundado en derecho. Que este objetivo no es fácil de alcanzar, el autor lo sabe y lo dice. Que es el desiderátum de la lógica, el objetivo del quehacer mundial, lo demuestra -con luces y sombras- la experiencia europea que Bremer, tácitamente, explica como contrapunto equilibrado a los extremos ruso y norteamericano.

La luz de la Europa actual nace de la oscuridad de un pasado de conflictos nacionales sangrientos. Los padres de la nueva Europa -Robert Schuman, Konrad Adenauer, Jean Monnet- querían dejar atrás el pasado bélico poniendo en pie un modelo comunitario a fin de demostrar prácticamente que "la tradición histórica puede ser superada" y que "la política del poder y el uso de la fuerza pueden ser sustituidos por la negociación política y la creatividad institucional".

Cabe recordar, como lo hace Bremer, que el éxito europeo no es sólo un antídoto contra los males del pasado, sino que aprovecha, sobre todo, los logros positivos del mismo: los movimientos obreros, la tradición social cristiana, el socialismo de estirpe social-demócrata, y la resistencia misma -de España a Polonia- a los regímenes totalitarios. Pero el autor insiste, con justeza, que el proceso de integración en Europa es un proceso creativo más que reactivo.

Hay nubes en el horizonte europeo y Bremer no las olvida. Como en otras partes del planeta, el fin de la guerra fría y su oposición entre dos grandes bloques antagónicos abrió las ventanas a un cielo distinto -la globalidad- y los sótanos a una caverna olvidada -la localidad-. A la par con la extensión de la red de relaciones comunitarias y mundiales, Europa vio el resurgimiento de viejos espectros nacionalistas, étnicos, religiosos. Bremer hace notar que, sin embargo, estos conflictos enfrentan a la región con la nación, pero no la región con la comunidad.

El conflicto entre regiones y nacionalidades se ha extendido a la pugna entre sociedad laica y sociedad creyente, entre necesidad productiva y trabajo migratorio y entre éste y añejos prejuicios xenofóbicos. ¿Se contentará Europa con reaccionar ante estos fenómenos? ¿O será capaz de crear jurídica, política y culturalmente el orden que los trascienda?

Bremer no elude ni los peligros ni las oportunidades que este conjunto de factores le proponen a nuestro mundo. "Crear un orden internacional fundado en un sistema de responsabilidad colectiva", sentando las bases de un sistema "adaptado a la complejidad de nuestro tiempo" o vivir "bajo la conducción de un directorio colegiado y exclusivo que administre la globalización y le dé seguridad a su manera".

A todos -ciudadanos, sociedades, Estados- nos concierne que la primera sea la opción que concilie el interés nacional con la salud internacional.

Carlos Fuentes, escritor mexicano.