El síndrome de María Antonieta

La única duda que el título de este artículo suscitará en principio a cualquiera que haya visto la película de Sofía Coppola es si se refiere a los superferolíticos vestidos cortesanos de seda y tul, a los pasteles de fresa de varios pisos o a los zapatos a juego con unos y otros, diseñados ex profeso por Manolo Blahnik. De hecho, al cabo de dos horas y pico de contemplar la borrachera visual abigarradamente rodada en el Palacio de Versalles por la cineasta norteamericana, no se llega a otra conclusión sino a la de que la reina de Francia era muy aficionada a esas tres cosas.

Pero justo en el momento en que termina la película (6 de octubre de 1789) comienza, paradójicamente, la parte más cinematográfica de una trayectoria trágica que en sólo cuatro años y diez días llevará a María Antonieta al doble suplicio de perecer en la guillotina y ser retratada por el lápiz superdotado de esa sabandija miserable que era Jacques Louis David en pleno camino hacia el cadalso. Sirva, pues, esta introducción para resarcir a aquellos espectadores con mayores dosis de curiosidad histórica que hayan logrado sobrevivir al empalagoso peñazo manierista que nos acaba de atizar la última hija de papá venida a hacer las Europas.

El fotograma final es, efectivamente, el de uno de los salones de Versalles devastados por la turba mientras Luis XVI, su esposa y sus hijos son conducidos a París, escoltados a la vez por la Guardia Nacional de La Fayette y por las furibundas pescaderas del mercado de Les Halles que han venido a por ellos con el doble objetivo de sustraerlos a la influencia de los aristócratas y hacerles comulgar con la Revolución. Nunca volverán vivos a su palacio de ensueño y sólo saldrán de las Tullerías para protagonizar la fuga abortada en Varennes (21 de junio de 1791) y para ponerse bajo la ficticia protección de la Asamblea Nacional en el momento de la caída de la Monarquía (10 de agosto de 1792).

Los especialistas discrepan sobre lo que deberían haber hecho para salvar sus cabezas, pero coinciden en que la peor de todas las partituras fue el doble juego interpretado por el rey bajo la torpe e inexperta batuta de su esposa. He aquí la única clave de cierta relevancia que aporta la película: sólo una persona tan frívola e inmadura como la que se describe en su primera etapa como Reina podía incurrir luego en la insensatez de fingir estar con la revolución mientras dejaba un rastro chapucero de sus conspiraciones contra ella. Y sobre todo sólo una mala aprendiza de bruja novata podía a la hora de la verdad desembocar en el suicidio de echarse en manos de los chacales que querían exterminarla, con tal de no depender de los reformistas constitucionales que podían recortar su poder. ¿Empieza a sonarles esta música?

La última oportunidad de conservar el trono o al menos su propia vida, la de su marido y la de su hijo la dilapidó María Antonieta de la forma más estúpida imaginable durante las jornadas posteriores a la primera invasión de las Tullerías, acaecida 50 días antes del sangriento asalto definitivo. La irrupción de la chusma en los aposentos reales, obligando a Luis XVI a ponerse un gorro frigio y a beber a gollete de la misma botella que los más repugnantes sans culottes se pasaban de mano en mano, supuso una tremenda y súbita explosión de los peores ingredientes de la Revolución, al cabo de unos meses de engañosa tregua.

Aún no se había recuperado de su estado de shock cuando la reina se encontró con una mano tendida, generosa y valiente, dispuesta a correr importantes riesgos para ayudarles a ella y su familia a escaparse del callejón sin salida en el que habían quedado encerrados. Se trataba del general La Fayette que había abandonado su puesto de mando, se había plantado gallardamente en París, había logrado ser escuchado por la Asamblea Nacional, había conseguido que los diputados respaldaran una moción pidiendo el castigo de los culpables del ultraje a las personas reales y se proponía pasar revista al día siguiente a las unidades burguesas de la Guardia Nacional, acompañado por el rey, para arengarlas e instarlas a hacer respetar la recién aprobada Constitución que diseñaba una monarquía parlamentaria similar a las hoy vigentes en media Europa.

El plan tenía todo el sentido, pues habría bastado esa demostración de fuerza para que la acobardada mayoría que ocupaba la Plana de la Asamblea se hubiera atrevido a actuar contra la encrespada Montaña, decretando el arresto de los principales líderes jacobinos y abortando así el golpe de Estado que se gestaba contra la Monarquía. Pero para María Antonieta echarse en manos de La Fayette era algo tan impensable como para Zapatero recurrir al Partido Popular para hacer frente a la situación creada por el atentado de Barajas.

Antes que como un aliado lo veía como un rival. Como alguien que osaba discutir cómo ejercía ella el poder e incluso pretendía ocupar su puesto en calidad de valido, primer ministro o lo que fuera. Su manía venía de antiguo: nadie había mirado con peores ojos la etapa en la que La Fayette, conocido como «el héroe de los dos mundos» por su contribución a la independencia norteamericana, era el ídolo de la burguesía parisina que parecía alentar y controlar una Revolución limitada. Era una rivalidad en la que se mezclaban los celos y el ansia de emulación. María Antonieta le llamaba despectivamente Blondinet por el color de su cabello, pero nada habría deseado tanto como ser acogida en la ópera con los mismos murmullos de admiración que recibían a La Fayette cada vez que llegaba a la Plaza del Ayuntamiento a lomos de su legendario caballo blanco.

El tiempo había acumulado además los agravios y reproches. La reina achacaba, de hecho, a la pasividad de La Fayette como comandante en jefe de la Guardia Nacional, el episodio del traslado por la fuerza de Versalles a París. La verdad de lo ocurrido es que, después de haber controlado a las turbas, se había quedado dormido durante las horas en las que se fraguó la entrada en el castillo y luego fue capaz de salvar la vida de los reyes, pero no de impedir su desplazamiento. Como represalia la reina había impulsado -y tal vez financiado en secreto- la campaña de su rival en la pugna por la alcaldía de París, el entonces jacobino Jerome Petion. Nada había regocijado tanto a María Antonieta como la derrota de La Fayette que le había abocado a un cierto periodo de ostracismo del que sólo había salido para volver a la milicia. Ya que no podía celebrar los éxitos de su propia política, festejaba los fracasos de su leal adversario.

A la hora de la verdad, cuando el rugido de la tormenta ya se escuchaba cada noche en forma de obscenos insultos a través de las ventanas abiertas de las Tullerías, sólo la hermana del rey, Madame Elizabeth, se declaró favorable al plan de La Fayette con toda claridad. La reina no sólo disuadió a Luis XVI de acompañarle, sino que probablemente hizo algo mucho peor: envió un emisario a Petion, revelándole los planes del general, de forma que el alcalde suspendió apresuradamente la revista de la Guardia Nacional prevista para la mañana siguiente en los Campos Elíseos y dejó a La Fayette compuesto y sin tropa.

Este chivatazo es aún hoy uno de los episodios más oscuros de la historia de la Revolución. Según algunas versiones, el emisario de la reina no habría visitado al alcalde sino al mismísimo Danton a quien, en todo caso, ella acababa de hacer llegar 150.000 libras de los fondos secretos de la Corte con la vana esperanza de convertirlo en su aliado. «Tal era la ceguera del momento -reflexiona Lamartine- que, protector por protector, ella prefería a Danton que a La Fayette». Bastarán unos días para que el estruendoso líder jacobino emerja en calidad de ministro de Justicia como el primer hombre fuerte de la República y para que quede claro que la pobre María Antonieta no había contribuido a financiar otra cosa sino su derrocamiento.

«¡La ceguera del momento!». Es imposible reflejar más certeramente la ofuscación política, el encajonamiento personal y la falta de perspectiva histórica que está llevando al presidente del Gobierno de España a incurrir en una encrucijada decisiva en el mismo error garrafal que cometió la reina de Francia. A la luz de su comportamiento de estos días cualquiera diría que Zapatero está haciendo suyas las palabras que María Antonieta habría dirigido a Madame Elizabeth: «Prefiero perecer a ser salvada por La Fayette y los constitucionales».

Tras el coche bomba de Barajas sólo Rajoy y los suyos están en condiciones de rescatar al Gobierno de la espiral de descrédito y ridículo que lentamente le va engullendo ante la atónita mirada de una opinión pública que aún no acierta a comprender cómo alguien dotado de los enormes recursos de información de un Estado moderno ha podido equivocarse de manera tan flagrante en su diagnóstico. La conducta de ETA ha demostrado que Zapatero y sus compañeros de viaje han cometido un gravísimo error de apreciación y que, en cambio, el PP tenía razón al advertir que la banda terrorista no albergaba el menor propósito de dejar de ser ella misma.

La clara y concreta oferta que Rajoy formuló de inmediato a Zapatero -olvidemos el pasado y reactivemos el Pacto Antiterrorista- equivale al ofrecimiento de La Fayette de sumar fuerzas con aquellos de quienes tanto había discrepado pero a los que nunca había dejado de reconocer como legítimos monarcas. Para el líder del PP era un paso arriesgado pues, de haber sido correspondido, habría topado con las ansias legítimas de ajuste de cuentas que una parte importante de la derecha sociológica siente hacia Zapatero. De hecho, las calabazas del presidente han sido acogidas con enorme alivio en el entorno de algunos colaboradores directos de Rajoy que temían ver neutralizada toda su munición crítica por el relanzamiento de un narcotizante clima de consenso.

Es lógico -además de miope- que quien se siente respaldado por los acontecimientos albergue dudas acerca de una estrategia pactista y eso es lo que ha aflorado en la torpe gestión popular de la crisis de las manifestaciones. Lo incomprensible es la cerrazón de Zapatero, tan mal disimulada con la coartada de promover un nuevo acuerdo que incluya a todas las fuerzas parlamentarias. En primer lugar sólo el restablecimiento del pacto con el PP le puede aportar algo, pues todos los demás partidos -la irrelevante Izquierda Unida y los nacionalistas- ya han estado a su lado durante estos meses de lamentable viaje a ninguna parte. En segundo lugar es en el seno del Pacto Antiterrorista y a través de sus mecanismos en vigor como debe plantearse la reforma de aquellos aspectos secundarios que, en su caso, pudieran facilitar la sin duda conveniente incorporación del PNV, pero de ninguna manera se entiende que lo menor bloquee lo mayor.

Aceptar la mano tendida por el PP implicaría por parte de Zapatero dar por amortizados muchos agravios e imputaciones exageradas, pero también la oposición renunciaría a hacerle a él las cuentas inversas, al menos hasta que llegara la hora de la confrontación electoral. Supondría, eso sí, el reconocimiento público de su profunda equivocación y el anuncio explícito de un empeño conjunto encaminado a rectificar esa política, paliando, neutralizando y compensando con nuevas medidas todos aquellos beneficios indirectos que, por desgracia, haya podido ir obteniendo hasta ahora ETA.

Algo dentro de mí se rebela contra el pesimismo de los ejemplos con los que ilustraba el domingo pasado esa tara congénita del poder que impulsa tan a menudo a los gobernantes a actuar contra su propia conveniencia. Bastaría una buena noche de luna llena para que la bella y tenebrosa imagen de Coleridge cuando asocia la luz de la experiencia con ese «farol sobre la popa que sólo ilumina las olas que vamos dejando atrás» quedara sobrepasada por el vigor de una sociedad abierta o, como le gusta decir a Zapatero, de una democracia «deliberativa» en la que la discrepancia de un antagonista leal puede ser el mejor faro que permite identificar escollos que de otra forma resultarían fatales.

Tampoco es tan grave tener que comparecer una vez en la vida en el Parlamento con el sayal del penitente y unos pequeños surcos de ceniza sobre las sienes. Si algo se suponía que caracterizaba a la imagen que Zapatero ha ido cincelando de sí mismo desde el Congreso del PSOE de julio de 2000 es que, llegada una situación como ésta, a él no se le caerían los anillos en el momento de decir «lo siento» como si fuera una princesa austriaca soberbia y malcriada. Máxime cuando la recompensa supondría quedar blindado por la coraza de la unidad ante las muy previsibles horas amargas que pueda deparar el futuro. Con el restablecimiento del Pacto Antiterrorista las próximas bombas de ETA irán dirigidas contra todos los demócratas españoles; sin el restablecimiento del Pacto Antiterrorista su destinatario preferente será el gobernante que vacila entre la firmeza y el diálogo, entre la confrontación y la claudicación, entre la Constitución y la Revolución.

Todo esto me parece evidente y nada anhelaría tanto como que mis evocaciones, paralelismos, intertextualidades y demás trucos retóricos aún fueran mucho más elocuentes. Pero mi insistencia en lo que desde el mismo día del atentado no ha dejado de ser sino un llamamiento a abandonar de una vez las medias tintas, a dejar de ponerle una vela a la democracia y otra a su subversión, a renunciar para siempre a mariantonietear -variante autodestructiva del borboneo- con una ETA que le exige dar la espalda a la «derecha fascista»... todos estos esfuerzos vuelven a desembocar en la melancolía cuando se abre paso la evidencia de los nuevos contactos, de la cita en toda regla y al máximo nivel mantenida la semana pasada entre el Partido Socialista de Euskadi y Batasuna. Eso vuelve a ser inteligencia con el enemigo. Eso equivale a dar el chivatazo a Petion y enviar las 150.000 libras a Danton y no ha podido hacerse sin conocimiento y autorización expresa de Zapatero.

No, el síndrome de María Antonieta no es el de la avidez por los pasteles, pamelas y zapatos, sino la disposición crónica a preferir el entendimiento con la fiera corrupia que te pretende devorar a la alianza con un leal adversario con el que un día u otro tendrás que volver a competir. He aquí el lema que hoy por hoy sigue decorando el escudo de armas de Zapatero: «Antes seré destruido por el separatismo terrorista que contribuiré a legitimar a un PP que me puede derrotar en buena lid». Quiera la diosa Selene que no sea también su epitafio político.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.