¿Son necesarias leyes contra la negación del genocidio?

Suele decirse que «no le corresponde a la ley escribir la Historia». Absurdo. Porque la Historia ya está escrita. Ésta fue escrita, cien veces escrita, por innumerables testigos dignos de confianza. Que los armenios fueron víctimas, en sentido estricto y preciso del término, de un intento de genocidio -es decir, de una decisión planificada de aniquilación sistemática-, lo dijo Churchill. El destacado socialista francés Jaurès lo gritó desde el comienzo del proceso, en 1894. Su compatriota, el escritor Péguy, en el mismo momento en que tomó partido por Dreyfus, hablaba del comienzo del genocidio como «de la mayor masacre del siglo». Los propios turcos lo admiten, aunque siga siendo una cuestión tan delicada por la que, sólo hace unos días, la última víctima ha sido el periodista turco, de origen armenio, Hrant Dink, vilmente asesinado.

Pero hay algo que no se sabe lo suficiente y que conviene repetir incansablemente: desde el final de la I Guerra Mundial, Mustafa Kemal reconoció las matanzas perpetradas por el Gobierno turco. Y, de hecho, diversas cortes marciales pronunciaron cientos de sentencias de muerte y los principales artífices del crimen -individuos como Hodja Ilyas Sami, que es una especie de Eichman de los armenios- lo confesaron clara y abiertamente.

Y eso sin hablar de los historiadores, investigadores y teóricos del genocidio. Sin hablar de todos esos sabios para los que (con la notable excepción de Bernard Lewis) la cuestión de saber si hubo o no genocidio nunca se planteó ni se plantea. No se trata, pues, de contar la Historia. Porque, repito, la Historia ha sido ya dicha, contada y requetecontada. De lo que se trata hoy es de impedir su negación.

En Francia, hay leyes contra el insulto. Hay leyes contra la difamación. ¿No es lógico que haya también una ley que penalice este insulto absoluto, este ultraje que supera todos los ultrajes y que consiste en ultrajar la memoria de los muertos?

Suele decirse: «Bueno, de acuerdo, pero con esa iniciativa se va a entorpecer la labor de los historiadores; la ley no tiene por qué entrometerse, en absoluto, en la búsqueda de la verdad, porque, cuando lo hace, la encierra en un corsé que impide trabajar a los historiadores». Falso. Todo lo contrario. Son los negacionistas los que impiden trabajar a los historiadores. Son los negacionistas los que, con sus trucajes y sus locuras, ocultan las pistas y complican las cosas. Es la ley, por el contrario, la que protege a los investigadores y los apoya.

Por ejemplo, cojan la Ley Gayssot y cítenme un solo caso de un historiador al que esta ley, que sanciona la negación del Holocausto, le haya impedido trabajar. Es una ley que le impide a Le Pen y tantos como él pasarse demasiado. Es una ley que no gusta a los incendiarios de almas como Dieudonné. Es una ley que nos evita mascaradas como ese proceso del supernegacionista David Irving que se celebró en Londres, hace siete años, y en el que, precisamente, porque no había ley, vimos a jueces, fiscales, abogados, periodistas y adláteres televisivos ocupados, durante meses y meses, en sustituir a los historiadores, en improvisar buscadores de la verdad y en sembrar, a fondo, la duda en los espíritus.

Y, por poner otro ejemplo de otro campo, es una ley que tiene el mérito de ahorrarnos ese tipo de presuntos debates, tan de moda en Estados Unidos, entre los partidarios de dos tesis, digamos, enfrentadas, que son el darwinismo y el creacionismo. Pero, repito: es una ley que nunca obstaculizó la investigación de ningún historiador digno de ese nombre. Es una ley que, en contra de lo que suelen decirnos, protege, sí, protege a un cierto número de historiadores de la contaminación negacionista. Y estoy profundamente convencido de que lo mismo pasará con la ampliación de esta Ley Gayssot a la negación del genocidio armenio.

Suele decirse: «¿dónde está el límite? ¿Por qué no, ya que estamos, leyes sobre el colonialismo, la masacre de San Bartolomé, las caricaturas de Mahoma o el delito de blasfemia? ¿No nos estamos deslizando hacia lo políticamente correcto, prohibiendo la expresión de opiniones no conformistas? ¿No nos estamos encaminando hacia decenas, o incluso centenas, de leyes sobre la memoria, cuyo único resultado será judicializar el espacio del discurso y de las ideas?».

Otro error. Otra trampa. Por razones muy sencillas. En primer lugar, no se trata de «leyes sobre hechos memorables», sino de genocidios. No se trata de legislar sobre cualquier cosa, sino sólo sobre los genocidios y nada más que sobre los genocidios. Y genocidios -es decir, planes con los que se pretende decidir, como decía Hannah Arendt, quién tiene derecho y quién no a vivir en esta tierra-, no hay cien ni diez. Hay tres, quizás cuatro o, como máximo, cinco, con el de Ruanda, el de Camboya y el de Darfur (Sudán). Es, pues, un fraude intelectual blandir el espantajo de esta multiplicación de nuevas leyes que atentan contra la libertad de pensamiento.

Y, además, seamos serios. En este asunto, no se trata de opiniones diferentes, inconformes o incorrectas. Se trata de negacionismo, sólo de negacionismo, es decir, de esa falacia del espíritu especialísima, a la que, para más inri, sólo se la ve expresar a propósito de los genocidios y que consiste, no en tener una cierta opinión en cuanto a las razones de la victoria de Hitler o en cuanto a las del triunfo de los Jóvenes Turcos en 1908 o en cuanto a los mecanismos desencadenantes de la solución final a la cuestión tutsi o armenia.

¡Nada de chantaje, pues, a la tiranía de la penitencia! ¡Acabemos ya de una vez con el viejo argumento de la caja de Pandora, que abre la vía a la generalización de la Inquisición! El hecho de que sea votada esta ley, el hecho de que se castigue el negacionismo anti armenio no implica, en ningún caso, esa famosa proliferación, en metástasis, de leyes políticamente correctas.

También se dice: «Tres genocidios, de acuerdo. Quizás, cuatro. Pero, cuidado con no mezclarlo todo. No se puede correr el riesgo de banalizar el Holocausto». Mi respuesta a esta objeción es muy clara. Es cierto que son casos diferentes. Es cierto que, por el número de sus muertos y por el grado de demencia y de irracionalidad absoluta alcanzada por sus autores y por el tipo especial de relación con la técnica que implica la invención de la cámara de gas, es cierto, sí, que todo eso confiere al Holocausto una irreductible singularidad.

Pero a esta evidencia hay que añadirle, de inmediato, una serie de observaciones. En primer lugar, quizás no sean «iguales», pero lo menos que puede decirse es que los genocidios se parecen mucho. Y, el primero en saberlo, el primero en tomar conciencia de ello, fue un tal Adolf Hitler, en el que nunca se ponderará lo suficiente lo mucho que le impactó, le hizo reflexionar y, casi me atrevería a decir, le inspiró el genocidio armenio. Todo el mundo conoce la famosa frase, pronunciada delante de sus generales, en el mes de agosto de 1939, justo antes de la invasión de Polonia: «¿Quién habla hoy del exterminio de los armenios?». La verdad es que necesitó el ejemplo armenio para convencerse, rápidamente, de la posibilidad, en un contexto de guerra mundial y total, de acabar, de una vez por todas, con una cuestión como la «cuestión judía».

Y la verdad es que el genocidio armenio, el primer genocidio, fue el primero en todos los sentidos del término: un genocidio ejemplar y casi seminal; un genocidio de prueba; un laboratorio del genocidio considerado como tal por los nazis; y un genocidio que, lógicamente y por esta misma razón, fue el genocidio a partir del cual, en el memorando aliado del mes de mayo de 1915, se formuló, por vez primera, la noción misma de crimen contra la Humanidad y también (y es un punto decisivo) uno de los dos campos de referencia (junto al Holocausto) que, después de la Segunda Guerra Mundial, permitió al jurista judío polaco, Rafael Lemkin, inventar el moderno concepto de genocidio y hacer que se inscribiese en la Convención de 1948 para la prevención y la represión del genocidio.

En segundo lugar, añado otra observación. Desde hace varios días me he sumergido, tengo que confesar que sin placer, en la literatura negacionista sobre los armenios. Y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que es la misma literatura, literalmente la misma, que la que ya conocía y que pretende la destrucción de los judíos. La misma retórica. Los mismos argumentos. La misma forma a veces de minimizar (hubo muertos, sí, pero no tantos como los que se dice) o de racionalizar (matanzas que no fueron ni dementes ni gratuitas, sino que se inscribían en la lógica de una situación de guerra) o de darle la vuelta a los roles (lo mismo que Céline convertía a los judíos en los auténticos responsables de la guerra y, por lo tanto, de su propio martirio, los negacionistas turcos explican que son los armenios los que, por su doble juego, su traición y su propensión a aliarse con los rusos y a atacar a las tropas otomanas por la espalda, sellaron su propio destino) o, por último, relativizando (¿qué diferencia hay entre Auschwitz y Hiroshima o Dresde? ¿Qué diferencia hay entre los americanos muertos de hambre en el desierto de Siria y las víctimas turcas del terrorismo de las «bandas armadas» armenias?).

En definitiva, a los que están tentados de jugar al sucio juego de la guerra de las memorias y de la rivalidad victimaria quiero contestarles clamando por la solidaridad de los genocidios. Es la postura del filósofo checo Jan Patocka cuando inventa la magnífica fórmula de la «solidaridad de los quebrantados».

Se dice también -y se presenta como el argumento definitivo y serio-: «¿Por qué no dejar que la verdad se defienda a sí misma? ¿No es lo suficientemente fuerte para enfrentarse e imponerse y dejar en evidencia a los negacionistas?». Pues no. Me temo que no. Y, de nuevo, por dos razones. En primer lugar, porque este negacionismo antiarmenio tiene una particularidad que no se encuentra en el negacionismo judío: se trata de un negacionismo de Estado. Es un negacionismo que se apoya en los recursos, en la fuerza, en la diplomacia, en la capacidad de chantaje de un Estado grande y poderoso. ¡Imaginen por un momento la situación de los supervivientes del Holocausto, si el Estado alemán se hubiese convertido, después de la guerra, en un Estado negacionista!

Y, además, está el hecho de que, en este asunto, ya no se trata de verdad y de desmentidos. Porque, a fin de cuentas, ¿qué hay en la cabeza de un negacionista? ¿Cuál es la fuente de esta extraña pasión, que sólo se manifiesta para ofender a los genocidios y nunca para, por ejemplo, negar que la tierra sea redonda o que Mozart sea un músico austríaco? Hay un odio de una calidad sin igual. Una voluntad de ofender tan absoluta que sólo se puede comparar con el odio antisemita o racista. Y lo peor es que todos sabemos que, contra este odio, la verdad se encuentra inerme.

Una última observación. ¿Recuerdan ustedes a Himmler creando, en el mes de junio de 1942, un comando especial, el comando 1005, encargado de desenterrar los cuerpos, de quemarlos y de hacer desaparecer sus cenizas? ¿Conocen la historia del SS que le dice a Primo Levi que no quedará ni un solo judío para dar testimonio y que, si por casualidad quedase alguno, se haría todo lo posible para que su testimonio no fuese creído? ¿Conocen los eufemismos utilizados -evacuación, tratamiento especial, reinstalación en el Este, etcétera- para evitar decir «matanza masiva» y para borrar, por lo tanto, incluso en los discursos, las huellas de lo que se estaba haciendo?

Dicen que los negacionistas expresan una opinión, pero lo que realmente hacen es perpetuar un crimen. Se presentan como librepensadores, como apóstoles de la duda y de la sospecha, pero lo que hacen es concluir una tarea de muerte. Es necesaria una ley contra el negacionismo, porque éste es, en sentido estricto, el estadio supremo del genocidio.

Bernard-Henri Lévy, filósofo y ensayista francés.