El triunfo de Marat

Si alguna de las decenas de miles de personas que con serenidad admirable participaron el sábado de la semana pasada en la concentración de la Plaza de Colón en solidaridad con las víctimas de Ignacio de Juana Chaos hubiera caído en la tentación de aprovechar la cercanía del teatro María Guerrero -además de la coincidencia entre la hora de su dispersión y el inicio de la representación- para asistir al montaje del Marat/Sade de Peter Weiss, en versión del proabertzale Alfonso Sastre, su nombre habría aparecido en las páginas de sucesos. Bien porque habría intentado quemar el teatro, bien porque directamente habría fallecido de infarto.

Yo estuve al día siguiente y a la vez que aplaudí la inteligencia del texto original -teatro dentro del teatro y documentalismo de la mejor especie-, el ingenio de la producción del grupo Animalario y la brillantez de la mayoría de sus actores, sigo preguntándome si es lógico que el Centro Dramático Nacional sufrague con dinero público una adaptación cuyas principales cuatro referencias contemporáneas consisten en: 1) Equiparar la actual Monarquía Constitucional española con la sangrientamente derrocada por las turbas que el 10 de agosto de 1792 asaltaron Las Tullerías. 2) Abogar por la «abdicación del Rey y de su hijo». 3) Proponer que se aproveche el próximo Día de las Fuerzas Armadas -identificado como el «12 de Octubre» para que no haya el menor margen de duda- para proceder a la disolución de los ejércitos. Y 4) Poner en boca del personaje más antipático del elenco un timorato interrogante: «¿Quién nos defenderá del terrorismo?», equivalente a los que reflejaban los miedos de la aristocracia absolutista a perder sus privilegios.

Va tan lejos mi estima por la libertad de opinión y es tanta mi admiración por el talento escénico que si existiera el menor riesgo de que esta reflexión fuera interpretada como una denuncia con la más remota posibilidad de surtir efectos negativos para los afectados, me habría abstenido de ponerla por escrito. Si lo hago es más bien porque, conociendo a Zapatero y contemplando cada día más atónito y espantado su política, las únicas consecuencias que puede acarrear este artículo son que el presidente se sienta espoleado a asistir a la función o al menos a duplicar la dotación presupuestaria para proyectos parecidos.

Por otra parte Alfonso Sastre no engaña a nadie cuando en unas breves líneas fechadas en «febrero de 2007» proclama que sólo «la revolución preconizada por Marat en su discurso radical, el cambio que hoy decimos socialista hacia otro mundo que nosotros creemos posible, terminará para siempre el Reinado del Terror en todas sus formas». Como tampoco engaña el director de la compañía Andrés Lima cuando se pregunta: «¿Qué tiene que ver la Revolución francesa con España en el 2007? ¿Y el terror?». Para admitir a continuación: «Nosotros pretendemos que esa piedra -la que lanzó Peter Weiss al escribir la obra hace 40 años- rebote y alcance el siglo XXI».

Pues bien, creo que los acontecimientos del pasado jueves le han ayudado a conseguir su objetivo. ¿Marat/Sastre o De Juana/Sade? Por mucho que se trate de dos personajes igualmente repulsivos, admito que a alguien le parezca exageradamente fantasioso equiparar la bañera en la que Marat se debate atrapado entre su fiebre y sus picores con la cama de hospital desde la que De Juana Chaos rompe sus ataduras para arrancarse la sonda nasogástrica y enarbolar, desafiante, el puño cerrado que aún hoy se yergue ante sus víctimas.Pero resultará difícil que nadie logre rebatir que estamos ante dos discursos idénticos a la hora de proporcionar coartadas políticas a los más repugnantes asesinatos.

En diciembre de 1790 Marat, autodenominado El Amigo del Pueblo, escribió en el periódico de igual título: «Hace un año 500 o 600 cabezas abatidas os habrían hecho libres y felices. Hoy habría que abatir diez mil». En septiembre del 92 sus consignas y criterios servirían de inspiración a las atroces «masacres de las prisiones» y, como viene ocurriendo con De Juana, el adjetivo «sanguinario» se convertiría pronto en el indisociable dintel de la mera mención de su nombre.

Peter Weiss resumió bien su pensamiento, permitiéndole interpelar al público: «¿Qué es una bañera de sangre en comparación con toda la que tiene que correr aún?... Estos hombres han sufrido demasiado antes de esta venganza. Ahora veis sólo esa venganza y no pensáis que los habéis empujado a ella. Ahora lamentáis como justos de última hora la sangre que ellos derraman. ¿Pero qué es esta sangre al lado de la que ellos derramaron por vosotros en vuestras expediciones y vuestras fábricas?». Así es como literalmente lo tradujo -también para el CDN- Miguel Sáenz. Sin embargo lo que ahora se escucha en el María Guerrero no son «expediciones» y «fábricas» sino «guerras» y «cárceles». ¿Cómo no concluir que Sastre ha ajustado el léxico al llamado conflicto vasco y a su secuela de supuestos «presos políticos»?

Así es como una y otra vez se autodefine De Juana, amortizando cual daños colaterales sus 25 asesinatos, en sus memorias carcelarias tituladas Días que la editorial Txalaparta publicó hace siete años. Antes de adoptar la humillante e insensata decisión de ceder a sus pretensiones, Zapatero debería haber leído pasajes como este: «Sólo mirándome en el espejo y desnudo de los ropajes de la apariencia, me doy cuenta de lo pequeño que soy para llevar con dignidad la responsabilidad adquirida de ser un prisionero político. Peso en ocasiones aplastante, únicamente soportable ante la esperanza de lograr los objetivos por los que estamos dando la vida. Dura carga sobrellevable por el convencimiento de que la renuncia al fin o a los medios necesarios supone la anulación como militante político, el vacío interior como persona y la contribución a la muerte de un pueblo. La renuncia, la traición a uno mismo y a los demás lleva a la muerte del futuro y al fracaso del pasado».

No estamos ya ante el espontáneo brote de sadismo de quien se regocija y se mofa en una carta privada del llanto de unos niños huérfanos, sino ante la deliberada proyección pública de quien se siente una especie de Mandela vasco y ofrece el sufrimiento redentor de su cautiverio al «pueblo» por cuya salvación carga con la cruz. Aunque mide astutamente sus palabras, sigue considerando -a diferencia del líder sudafricano- que tan irrenunciables como el fin de la autodeterminación, son los medios del asesinato, el secuestro y la extorsión. Si podemos calificar a Marat con toda justicia como el primer apóstol del terrorismo, pocos discípulos como este han causado nunca tanto dolor y estragos al llevar a la práctica su doctrina sobre las «convulsiones violentas» como forma de acción política.

«Los poderes del Estado no entienden de sentimientos ni razones Esto sólo se solucionará cuando al Estado le resulte más rentable buscar la paz que continuar la guerra», afirmaba De Juana en una entrevista publicada en Egin hace casi 10 años. Y cuando su interlocutor le preguntaba que cómo se conseguía eso, el autor de tantos atentados mortales respondía: «Haciéndoles insostenible la guerra».

Esa ha sido la clave de su pulso de los últimos meses con Zapatero y Rubalcaba. De Juana les ha tomado la medida, ha percibido las claves de su debilidad y ha logrado aterrorizarles con la expectativa de su propia inmolación, hasta hacerles «insostenible» la partida.Ha sido una pugna de voluntades. El asesino múltiple y el Gobierno de ZP se han mirado a los ojos y ha sido el Gobierno de ZP el que enseguida ha parpadeado.

De Juana Chaos, como Marat, es un profesional de la estrategia de la tensión. De entrada, según queda reflejado en su mencionado dietario, lo único que le sorprendió cuando fue capturado es que, en lugar de aplicarle la ley del Talión, el Estado democrático se contentara con enviarle a la cárcel: «Nunca pensé que llegaría hasta aquí. Siempre creí que sucedido lo sucedido -obsérvese como el tipo se las pinta sólo para aludir a sus crímenes con eufemismos- ahora estaría muerto Ha sido menos duro de lo que mis compañeros y yo nos habíamos pronosticado para el día en que nos llegasen a localizar. Entre todas las posibilidades, la de vernos en el interior de la cárcel era la más remota, la menos comentada, conscientes de que lo que el futuro nos deparaba era el cementerio. Nos equivocamos».

Pero ya que, en vez de otorgarle el mismo trato que él concedió a sus 25 víctimas mortales, el Estado había optado -y a mucha honra- por jugar a carceleros y reclusos, De Juana no iba a hacerle ningún asco a ese nuevo envite. Pronto se convirtió en un virtuoso de las huelgas de hambre. A Zapatero debería bastarle leer su diálogo con el director de la cárcel de turno en el «cuadragésimo día de la huelga de hambre», cuando apenas llevaba cinco años de cumplimiento, para darse cuenta de hasta qué punto ha picado como un pardillo en el anzuelo de este caníbal inmisericorde.De Juana no sólo refleja lo que se dijo en esa conversación, sino también lo que presuntamente pensaban él y su antagonista mientras movían sus respectivas fichas sobre un tablero en el que la coacción perseguía objetivos tan limitados como que las ventanas de las celdas no estuvieran recubiertas de una chapa o que la correspondencia se repartiera con mayor agilidad.

Esta vez ha ido a por todas con un órdago a la grande. De la lectura de esas memorias y de los artículos plagados de amenazas por los que ha sido tan benévolamente condenado se deduce que en sus múltiples combates sobre el ring del ayuno controlado nuestro Hannibal Lecter nunca logró acojonar ni al Tragasables, ni al Tirillas, ni al Rodolfito, ni a ninguno de los otros directores o funcionarios de prisiones a los que tanto vitupera, con la eficacia con que esta vez ha conseguido hacerlo con el presidente del Gobierno y su ministro del Interior. Desde que supo que había susurrado en algún oído de la confianza de ambos aquello de «o cementerio o libertad», el para tantas otras cosas malvado Rubalcaba se nos vino abajo como un flan sin levadura. Y el habitualmente impasible Zapatero -sobre todo ante las protestas de las víctimas- no pudo aguantar la suma de las fotografías del Times con la escalada de la kale borroka y la amenaza de nuevos atentados como el de Barajas que dinamitarían definitivamente su proceso de paz.

Si la pasividad ante la concurrencia electoral del PCTV y la luz verde al encuentro de Patxi López con Otegi pudieron considerarse meros escarceos de naturaleza discutible, esta vez el presidente se ha retratado sin ambages. Zapatero ha pasado por taquilla, ha pagado por primera vez en la historia de la democracia un precio político a ETA con luz y taquígrafos y ha comprado su entrada para tener derecho a asistir como espectador privilegiado a la siguiente fase del ciclo revolucionario vasco. Ha sufragado, en suma, la cuerda con la que un día no muy lejano le ahorcarán políticamente a él.

Basta contemplar las imágenes del recibimiento en la clínica Donostia e intuir los homenajes en marcha para darse cuenta de que la victoria de De Juana sobre el Estado democrático equivale al llamado triunfo de Marat sobre el efímero régimen girondino.Después de jugar al escondite durante varias semanas, construyendo desde sus míticas guaridas subterráneas el clima de la tensión de igual forma que lo ha hecho De Juana desde la habitación del hospital, Marat fue literalmente arrancado de las garras del Tribunal Revolucionario -que no tuvo más remedio que proceder a su absolución- y paseado en volandas por sus partidarios, entronizado en un sillón, entre gritos de júbilo y coronas de laurel, hasta la propia sede de la Convención. Desde ese mismo momento la suerte de los penúltimos aprendices de domadores del tigre revolucionario quedó echada. El triunfo de Marat del 24 de abril de 1793 no fue sino el pórtico del golpe de Estado que el 31 de mayo acabó con el gobierno de la Gironda y abrió el camino hacia la guillotina a los 21 diputados a los que el Amigo del Pueblo había marcado -la función del María Guerrero lo recoge en una de sus mejores escenas- con el mismo desparpajo con que De Juana la ha hecho con los directores de las cárceles que más detesta.

La principal diferencia es que Marat nunca pasó de predicar los «procedimientos de la acción» -esta es la expresión que emplea Alfonso Sastre- a ejecutarlos personalmente. De hecho para comprender en toda su dimensión el significado de este triunfo de De Juana, conviene aclarar que la siniestra procesión que desfiló por las calles de París ante los pedestales de las estatuas abatidas de los reyes de Francia sólo habría sido del todo equiparable si, junto al maestro, hubiera transportado también sobre sus andas a alumnos tan aventajados como aquel Jourdan Cortacabezas que adquirió sus galones tirando de cuchillo en plena plaza del ayuntamiento, aquel Stanislas Maillard autoconstituido en juez y verdugo a la puerta de la prisión de la Abadía cuando se obligó a beber un vaso de sangre a la hija del marqués de Sombreuil como requisito para aplazar la ejecución del anciano, o aquel clérigo exclaustrado llamado Danjou que dirigió el cortejo encargado de exhibir ante la ventana de la encarcelada María Antonieta la cabeza de su más querida y fiel amiga, la princesa de Lamballe, en lo alto de una pica. Seguro que todos ellos pensaron lo mismo que De Juana ante el dolor de la familia Jiménez Becerril: que los «llantos» de las víctimas por la pérdida de sus seres queridos eran sus «sonrisas». «Ah!, ça ira, ça ira, ça ira». «Gora Euskadi Askatuta».

Sólo queda, pues, sujetarse el corazón, morderse los labios para contener sollozos y alaridos, y esperar a Carlota Corday, en el buen entendimiento de que esta vez lo que hará cuando llegue de Caen no será irse a comprar un cuchillo a una de las tiendas de la plaza del Palais Royal -ocupada por cierto hoy, en la arcada 177, por una oficina del Ministerio de Cultura-, sino afiliarse al Partido Popular y ofrecerse como voluntaria para pegar esos carteles que durante la campaña electoral habrán de recordar lo que hizo De Juana y lo que ha hecho Zapatero.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.