Los siameses estáticos

La escena que se me impone cuando pienso en ellos es la de Edmond, una vez huérfano o viudo de Jules (falta una palabra para esa estación del parentesco) y consciente de lo poco que le quedaba de vida, sentado ante la lumbre de su casa, en Auteuil, el blando rostro iluminado por las llamas y el cuerpo fundido en la oscuridad. Sostiene en una mano el haz de cabellos de su madre; en la otra, los de su hermana muerta casi niña. Con un gesto seco arroja ambos despojos al fuego "para evitar la profanación que espera a las reliquias íntimas que dejan los solteros".

La anotación figura en el más célebre y menos leído de los diarios íntimos, el que escribieron a partir de 1851 los hermanos Edmond y Jules de Goncourt, primero a dos manos, y luego, tras la muerte del más joven, durante veinte años, por la sola mano de Edmond. En este monumental documento se pavonea entera la segunda mitad del ochocientos, cincuenta años que refundaron el mundo hasta hacerlo irreconocible a los supervivientes. Un proceso que no deja de tener sus semejanzas con el que comenzó a finales del siglo XX y que está remodelando a una velocidad vertiginosa nuestro mundo actual.

Los Goncourt son la pareja fraternal más extravagante de la historia de la literatura. Durante su juventud, y debido a la diferencia de edad (Edmond había nacido en 1822 y Jules nueve años más tarde), cada uno de ellos acudió a colegios e institutos diversos, pero a partir de la muerte de la madre y en los siguientes veintidós años no se separaron ni un minuto. Miento: dos veces se ausentó Jules, aunque menos de cuarenta y ocho horas. En el diario aparece una anotación sobre tan horrible suceso: "Hoy quizás he comprendido lo que es el amor, si acaso existe. Quítesele el aspecto carnal, el contacto sexual, y eso es lo que hay entre nosotros; (...) eso supongo que es el amor: el desballestamiento y la desintegración por la ausencia".

Lo más sorprendente es esa primera persona que escribe el diario. Los expertos atribuyen a Jules la gestión artística del texto, y a Edmond, la parte documental e histórica. Puede ser, pero debo decir que, leído página a página, no se advierte la menor diferencia de mano, sobre todo una vez muerto Jules. Esta fusión inconcebible se llevó a cabo, como es lógico, mediante la obsesiva renuncia a toda influencia femenina. Ambos hermanos, asiduos clientes de innumerables burdeles cuyas ofertas reseñan escrupulosamente en el diario, se mantuvieron alejados de cualquier tentación matrimonial y elaboraron uno de los discursos más misóginos que se conocen. En una sociedad donde las hijas de la burguesía no osaban usar su genitalia fuera del matrimonio y con un régimen severo de herencias que arruinaba a los segundones, infinidad de solteros vivieron toda su vida acomodados a la prostitución.

Con esto, sin embargo, no basta para entender tan inquietante relación fraterna. Los Goncourt fueron, además, hijos siameses de una madre, la Literatura, que por aquellos años había usurpado el trono de la divinidad. Sin una fe inconmovible en la gloria literaria, en la eternidad de la obra de arte escrita, en la trascendental tarea del escritor como santo, guerrero y mártir, habría sido imposible soportar lo que hubieron de aguantar. Estaban persuadidos de que escribir era la actividad adecuada para quienes, habiendo perdido la fe en una Providencia que premia y castiga, quisieran sin embargo salvar el alma.

No eran los únicos: eso creían también sus amigos Flaubert, Gautier, Sainte-Beuve, Zola, Daudet, Turgueniev, Maupassant, con quienes se reunían constantemente. Todos ellos se sentían llamados a una tarea sagrada, casi siempre coronada por el martirio. A una de sus más célebres reuniones la bautizaron "la de los autores abucheados", porque todos ellos habían fracasado en el teatro, que era lo que entonces daba fama y dinero, como hoy el cine. Ninguno, excepto Zola, alcanzó la riqueza. Todos acabaron sus días de modo lamentable y en los aledaños de la derelicción.

En la actualidad, esa fe en la obra de arte escrita es algo que no podemos comprender de ningún modo. La fe en la vida eterna o en la gloria mediante el recurso a una religiosidad torcida, se ha trasladado a terrenos tan insensatos como la política o la beneficencia. En aquella segunda mitad del XIX, en cambio, la política era una actividad despreciada por la gente de bien. Los Goncourt vivieron la mutación de un mundo que en el año de su nacimiento, 1822, apenas estaba arrancándose al orden antiguo y a las diferencias naturales (por la sangre en el nacimiento, por las estaciones en el trabajo, por las energías terrestres, por el horario solar, por el transporte animal en la vida corriente) y que en el último año de su vida, 1896, había penetrado de lleno en la modernidad, en la antinaturaleza, la tecnificación, el control administrativo de las masas, los medios de formación de opinión pública, las máquinas, el deporte, el turismo...

Vivir en el centro del maëlstrom produce una quietud estática engañosa (la mística del arte, por ejemplo, o las ideologías totalitarias que alucinan un mundo virginal), pero ofrece una visión confusa de los acontecimientos, los cuales giran a enorme velocidad alrededor del estático sin llegar a afectarle. Esa es la impresión que produce el diario de los Goncourt: lo saben todo, lo anotan todo, pero todo lo ven como algo que pasa ante sus ojos a inconcebible velocidad y que está tocado por la muerte dado su distintivo carácter efímero. No es de extrañar, por lo tanto, que expresen todos los lugares comunes del pensamiento estático: el rechazo frontal de la democracia que ven formarse a su alrededor como una nube de langostas, cada una de ellas armada con un voto en las mandíbulas, el antisemitismo agresivo, la misoginia histérica, el sarcasmo y el resentimiento ante el éxito de los modernos, sea en la revista musical o en el folletín.

Con suma delectación, Edmond va registrando cada signo de lo que juzga inequívoca decadencia, sin percatarse de que para la mayoría puede ser todo lo contrario. Algunos de sus síntomas son sensacionales. Una vieja regente de prostíbulo le comenta en una noche de tedio que antaño debía vigilar atentamente para que los clientes no repitieran el coito con disimulo y sin salir. En la actualidad, añade desdeñosa, "l'homme ne redouble pas".

Como todos aquellos que se ven atrapados por una transformación mundial armados sólo con vetustas ideas (en nuestros días, las de mayo del 68), los Goncourt también se refugiaron en un paraíso artificial. No fueron las drogas y el alcohol de Baudelaire (a quien consideraban "une mouche à merde"), ni el terror nihilista, ni el nacionalismo turulato, sino el sueño de un Antiguo Régimen que nunca existió. Cuando estaban totalmente desprestigiadas y muy baratas, Edmond comenzó a comprar piezas artísticas del siglo XVIII de las que llegó a reunir una notable colección. La primera compra, a los dieciséis años, fue una acuarela de Boucher, lo que da idea de la dignidad del legado. Y eso le salvó la vida: poder refugiarse en un mundo onírico, vagar por aquel museo que dispuso en su casa de Auteuil a la muerte del hermano y en los veinte años posteriores, hacer del pasado su ansiado futuro.

Allí, entre ebanistería de Boule, dibujos de Watteau, acuarelas de Fragonard, aguadas de Robert o encuadernaciones que habían pertenecido a la Pompadour, encontraba solaz aquel ¿huérfano, viudo de hermano?, a cuyo alrededor estaba reventando el monstruoso y potentísimo volcán de la energía, la técnica y las masas. Por allí paseaba, tomando de vez en cuando en sus manos un grabado de Hokusai o una tabaquera del último Capeto. Y allí, sentado junto al fuego, exhausto, derrotado y ojimuerto, me viene siempre a la memoria con un haz de cabellos blancos en una mano y otro de rubios cabellos en la izquierda, segundos antes de entregar al fuego la única caricia del mundo femenino que había podido aceptar.

Félix de Azúa, escritor.