Otegi ante la Audiencia Nacional

El 30 de julio de 2001, en el cementerio de Polloe en San Sebastián, tuvo lugar el entierro de la presunta miembro de ETA Olaia Castresana, que había fallecido cuatro días antes cuando manipulaba un artefacto explosivo en la localidad alicantina de Torrevieja. Durante el sepelio, en el que se oyeron gritos de «Gora ETA», el entonces parlamentario vasco Arnaldo Otegi, y antes de que se inhumaran los restos mortales de Castresana, se dirigió al numeroso público allí reunido, manifestando, entre otras cosas, lo siguiente: «Nuestro aplauso más caluroso a todos los gudaris [soldados vascos] que han caído en esa larga lucha por la autodeterminación». «Se nos ha ido, a sus 22 años, como tantos gudaris de ETA, con la dignidad silenciosa y la muerte solitaria». «Es la generación nacida en el Estatuto la que se adhiere a la lucha armada para expresar su compromiso político». «...Por eso hoy es motivo, en primer lugar, para el reconocimiento... porque, en definitiva, la muerte de una persona de 22 años, como todas las muertes, lo que tienen que hacer es poner encima de la mesa una reflexión profunda». En el mismo acto, personas no identificadas procedieron a desplegar una pancarta con la foto de Olaia Castresana y el lema: «Del mismo tronco que tú surgiste, nacerán otros. La lucha es el camino», colocando después una bandera junto con el anagrama de ETA.

Además de estas expresiones, Otegi, junto con otras personas, portó el féretro de Olaia Castresana que iba cubierto con la ikurriña y con el anagrama de ETA.

El Ministerio Fiscal (MF), dada la condición de aforado del entonces parlamentario vasco Otegi, interpuso querella contra éste, y contra Jon Salaberria -quien también había portado el ataúd- ante el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) por un delito de apología del terrorismo tipificado en el Código Penal (CP) en su art. 578 CP («El enaltecimiento o la justificación por cualquier medio de expresión pública o difusión de los delitos comprendidos en los artículos 571 a 577 de este Código [delitos de terrorismo] o de quienes hayan participado en su ejecución... se castigará con la pena de uno a dos años»).

Por auto de 14 de marzo de 2000 la magistrada-instructora de la causa, Magali García Jorrín, desestimó la querella por entender que las manifestaciones de Otegi «[no eran] sino valoraciones políticas, reveladoras de una opinión, que, expuestas por un responsable político, se encuentran amparadas en la libertad de expresión, en la libertad ideológica, y en el derecho de participación política, sin guardar relación alguna con el tipo penal mencionado en la querella». Interpuesto recurso de apelación por el MF ante el TSJPV contra el auto de la magistrada, el tribunal lo estimó, decretando la admisión a trámite de la querella. Posteriormente, en su sentencia de 31 de marzo de 2004, el TSJPV condenó a Otegi por un delito de apología del terrorismo y decretó la absolución de Salaberria, quien se había limitado a portar el féretro.

Contra dicha sentencia, Otegi interpuso recurso de casación ante el Tribunal Supremo (TS) por diversos motivos, entre ellos el de la ausencia de imparcialidad del tribunal que le había juzgado y condenado, ya que, de los tres magistrados que lo formaban, dos de ellos, durante la fase de instrucción, y al resolver un recurso de apelación contra un auto de la magistrada-instructora, ya se habían pronunciado implícitamente sobre el carácter delictivo del discurso de Otegi. Sin entrar en el fondo del asunto, y sin pronunciarse sobre si Otegi había cometido o no un delito de enaltecimiento del terrorismo, el TS estimó que, efectivamente, dos de los magistrados que le habían condenado deberían haberse abstenido de conocer el asunto, ordenando en su fallo la repetición del juicio oral con otros magistrados distintos.

Entretanto, Otegi había dejado de ser miembro del Parlamento vasco, y, con ello, aforado, por lo que el tribunal encargado de repetir el juicio no era ya el TSJPV, sino la Audiencia Nacional (AN), que señaló la celebración de la vista oral para el pasado mes de marzo. Sin razón sólida alguna, y con la reiterada oposición del MF, que solicitaba su suspensión, la AN ordenó que se celebrara el juicio no sólo contra Otegi, sino también contra Jon Salaberria. Con ello el tribunal vulneraba el derecho a la defensa de este último, el art. 903 LECrim y el principio non bis in idem: el derecho a la defensa, porque al haber recurrido en casación únicamente Otegi, y no Salaberria (¿cómo iba a recurrir su propia absolución?), éste no fue parte en dicho recurso, por lo que no pudo oponerse a la para él perjudicial (porque había resultado absuelto) anulación de la sentencia del TSJPV; el art. 903 LECrim, porque este precepto dispone que, si uno de los procesados no recurre, la sentencia que se dicte en casación por el TS «nunca les perjudicará [a los no recurrentes] en lo que les fuere adverso [en este caso: en la anulación de la sentencia absolutoria de Salaberria]», y porque, además, la sentencia del TS decía expresamente que, en referencia únicamente a Salaberria, la absolución había sido dictada por un tribunal de instancia imparcial, ya que «el auto [que contaminó a los magistrados del TSJPV en relación con Otegi] sólo se refiere a la presencia de Salaberria en el acto y a su participación en él, sin emitir ningún juicio sobre declaraciones ni sobre otros pormenores de la causa que le afectara»; y, finalmente, el principio non bis in idem, porque lo que la AN pretendía era someter a un segundo juicio a Salaberria, que ya había sido absuelto del delito de enaltecimiento del terrorismo en una sentencia firme. No obstante, la AN, y desoyendo nuevamente los convincentes argumentos del MF, declaró a Salaberria -quien no pudo ser localizado- en rebeldía.

Pero volviendo a Otegi. Una vez practicada la prueba en el juicio oral, el MF retiró la acusación contra aquél por estimar que sus manifestaciones no integraban un delito de apología del terrorismo. Según noticias periodísticas, el fiscal fundamentó su informe en que, en su discurso en el cementerio, Otegi «elogió una ideología y no un acto antijurídico castigado por la ley», así como en «los problemas importantísimos del delito de enaltecimiento del terrorismo», que «entra en colisión con la libertad ideológica y la libertad de expresión», y en que en «el texto, el contexto, las circunstancias -un entierro, un cementerio-... [hay que] entender que estamos en presencia de una manifestación autocomplaciente del propio pensamiento del acusado, que no es delictiva por mucho que parezca deleznable». La argumentación del fiscal ante la AN coincide con la empleada en su día por la magistrada-instructora vasca, quien, en su auto de desestimación de la querella (posteriormente anulado por la Sala de lo Civil y de lo Penal del TSJPV), fundamentaba la inexistencia de apología del terrorismo en la conducta de Otegi en que «la acción de enaltecer o de justificar ha de venir referida a concretos hechos delictivos ya realizados, y a personas determinadas partícipes en los mismos» y en que «las expresiones que se analizan, genéricamente referidas a personas fallecidas relacionadas con ETA, no aluden a concretas acciones delictivas, ni identifican a los partícipes que las hayan ejecutado».

Sin embargo, ni la argumentación del MF al retirar la acusación contra Otegi, ni, anteriormente, la de la magistrada-instructora que desestimó la querella, pueden convencer.

Por lo que se refiere a la libertad de expresión y a la ideológica, éstas, como declara expresamente la propia Constitución Española (CE), no son derechos absolutos, sino que están limitadas, entre otras barreras, por lo que sea necesario «para el mantenimiento del orden público protegido por la ley» y por «el respeto a [otros] derechos» (art. 16.1 in fine, art. 20.4); por ello, carece de legitimación el «ejercicio» de «las libertades de expresión e información... de manera desmesurada y exorbitante del fin en atención al cual la Constitución les concede su protección preferente» (así, por todas, la sentencia del Tribunal Constitucional [TC] 171/1990), por lo que «no cabe en la libertad de expresión como valor fundamental del sistema democrático que proclama nuestra Constitución... la apología de verdugos, glorificando su imagen y justificando sus hechos» (sentencia del TC 176/1995). Ciertamente que, como han puesto de relieve, correctamente, las sentencias del TS de 9 de mayo de 1996 y de 29 de noviembre de 1997, «no se debe considerar apología del delito una simple expresión pública de coincidencia con un programa político o ideológico, toda vez que ello resultará siempre amparado por el art. 20 CE», por lo que constituye el ejercicio legítimo de la libertad de expresión e ideológica -y por mucho que ello coincida con los fines de ETA- pronunciarse a favor de la independencia de Euskadi, de la anexión de Navarra o del indulto de todos los condenados por delitos terroristas, integrando enaltecimiento del terrorismo, en cambio, el elogio de medios violentos para alcanzar esos fines o la alabanza de quienes los practican: «el delito de apología delictiva requiere que el autor apologice bien sea hechos delictivos determinados, bien a sus responsables, presentando de esta manera a los delitos realmente cometidos como una alternativa legítima al orden penal establecido por el Estado» (sentencia del TS de 4 de julio de 1994).

Teniendo en cuenta esa jurisprudencia que ha ido delimitando el contenido de la apología del terrorismo y, naturalmente, y sobre todo, el propio texto del art. 578 CP, debería estar fuera de discusión que las manifestaciones que Otegi pronunció durante el entierro de Olaia Castresana eran subsumibles en ese precepto del Código Penal. Ello es así porque el acusado no se limitó a propugnar unos fines coincidentes con los de la banda terrorista ETA, como lo es el derecho a la autodeterminación del País Vasco, opinión cuya expresión pública no sólo es lícita, sino que constituye una manifestación ideológica amparada constitucionalmente, sino que, además, «enalteció» («nuestro aplauso más caluroso», nuestro «reconocimiento») a quien, «como tantos gudaris de ETA», y perteneciendo o colaborando con esa banda, había fallecido («con dignidad») mientras cometía un delito terrorista de «tenencia... de sustancias o aparatos explosivos» del art. 573 CP, conducta de Otegi que cumple todos los requisitos típicos de la definición que el legislador ha dado a la apología del terrorismo.

Frente a los elementos probatorios documentales en los que se acreditaba lo manifestado por Otegi en el acto del entierro, la declaración en el juicio del acusado, a preguntas del MF, en el sentido de que «sólo hizo una valoración política de lo que no dejaba de ser una tragedia», «[negando] que quisiera alabar los métodos de ETA», tiene, como cualquier otra declaración de un imputado, un valor probatorio mínimo, ya que su testimonio no se presta bajo juramento o promesa, tiene derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable (art. 24.2 CE) y, en consecuencia, también el derecho a mentir, valor probatorio que se convierte en nulo cuando, como en el presente caso, dicha declaración «[no] cuenta con una corroboración mínima a partir de otros hechos, datos o circunstancias externos ajenos a la misma [declaración del imputado]» (así, por todas, la sentencia del TC 55/2005).

A la vista de todo lo expuesto, la retirada de la acusación por parte del Ministerio Fiscal carece de justificación.

Y aquí podría concluir esta Tribuna Libre si no fuera por la insólita sentencia dictada por la AN una vez que la acusación pública desistió de acusar a Otegi. Contra el contenido de esa sentencia, que redacta los «Hechos Probados» y su «Fundamento Jurídico Unico» como si fuera una sentencia condenatoria, aunque, finalmente, y por imperativo del principio acusatorio, su fallo sea absolutorio, hay que decir dos cosas. La primera, que si tan convencido estaba el tribunal de que Otegi había incurrido en un delito, constituye una deslealtad con el Ministerio Fiscal no haber hecho uso de la facultad que el art. 733 LECrim atribuye a aquél para que le sugiera a éste que reconsidere la retirada de la acusación. Y la segunda, que vulnerando la imparcialidad que debe presidir la actuación de los tribunales [«la garantía de imparcialidad de los jueces y tribunales... ha conducido en nuestro ordenamiento procesal penal... a la distribución de las funciones de acusación y enjuiciamiento..., de modo que sean distintos los órganos o sujetos que desempeñen en el marco del proceso penal las funciones de acusar y de juzgar, evitando así que el juzgador asuma la posición de parte (es decir, una posición parcial)» sentencia del TC 174/2003], la AN asume una acusación hipotética que no le corresponde y, simultáneamente y totumrevolutamente, dicta, también hipotéticamente, un fallo condenatorio, que finalmente no puede materializarse al no existir parte procesal alguna que solicite la condena del acusado.

En pocas palabras y para resumir: El procedimiento penal contra Otegi ante la Audiencia Nacional ha constituido un encadenamiento de errores, tanto por parte del Ministerio Fiscal como del tribunal.

Enrique Gimbernat, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.