Las distintas migraciones

"No todos los musulmanes son terroristas, pero todos los terroristas son musulmanes". Esta oración aberrante -¿la ETA y el IRA son musulmanes?-, racista -porque implica una causalidad indemostrable- y alarmista, recorre la academia y los ministerios del Interior europeos. En una conferencia en Sevilla, el pasado mes de marzo, que debía haberse centrado en los temas migratorios a lo largo y ancho del mundo entero, esta falsa fijación se convirtió rápidamente en el centro de la discusión. En lugar de que los temas centrales fueran las experiencias comparadas de países emisores -el Magreb, el África subsahariana, Europa del Este, México, Centroamérica, Ecuador, Filipinas, Turquía, la India y Paquistán- y receptores -Europa occidental, Estados Unidos, Suráfrica- en distintas regiones del mundo, el debate se concentró en el lugar del Islam en Europa. Marginalmente, gracias a la fuerte presencia española, también se habló mucho de la exitosa -aunque excesivamente cacareada- aceptación española de cuatro millones de inmigrantes en los últimos 10 años.

Pero como todo tiene una explicación, resulta que justamente desde esta perspectiva comparativa, los europeos albergan cierta razón en destacar el carácter cada vez más específico, cada vez más distintivo, cada vez más inédito, de la inmigración que reciben: legal o no, deseada y necesaria o no, africana, árabe, asiática, este-europea y latinoamericana. Esa razón se deriva directamente de la tesis -equivocada y extremista- ya citada, que traduce a la vez un temor innegable y una realidad indiscutible. Esa realidad reviste expresiones medibles y tangibles, totalmente diferentes de la que viven norteamericanos y europeos en contextos diferentes. En los últimos 10 años, el surgimiento de comunidades musulmanas generadas por la inmigración de África y Asia se ha convertido en una característica decisiva de la vida europea. No se trata de los quema-coches de las banlieues parisinas -éstos son franceses de segunda o tercera generación y todo menos islámicos-; ni tampoco de la mitad "no-blanca" de la población de una ciudad como Birmingham -la proverbial fábrica del mundo a mediados del XIX-, que proviene de la vieja inmigración hindú, paquistaní, caribeña y africana de los años sesenta y setenta. En España, en Inglaterra y Holanda, en Francia, Dinamarca o Alemania, existe un nuevo Islam, una nueva inmigración y una nueva actitud frente a lo que Samuel Huntington llamaría la civilización occidental, que no pueden ser desestimadas. Es el Islam del 11-M de Madrid, de los atentados en el metro de Londres y del centro de Casablanca -ciudad principal del país menos integrista del mundo árabe o islámico- , de las mezquitas improvisadas y de los imames fundamentalistas que han proliferado por toda Europa occidental.

Lo cual lleva a contrastar, de manera políticamente incorrecta pero inesquivable, esa inmigración con otras: la de casi un millón de polacos en Inglaterra desde hace un par de años, la de la mitad ecuatoriana, colombiana y boliviana de los cuatro millones en España, la de los casi diez millones de indocumentados latinoamericanos en Estados Unidos. En el primer caso, como decía -lamentándolo- en la conferencia sevillana un diputado laborista, no ha habido problema alguno, porque son "blancos y católicos". En el segundo caso, allí yace parte del secreto del "éxito" español: es mucho más fácil recibir a inmigrantes que hablan el mismo idioma, profesan la misma religión, e incluso en ocasiones tienen un tinte de piel indiferenciable del predominante en el país huésped, que lo contrario. Y en cuanto a Estados Unidos, todos los problemas -suponiendo que existieran- que la derecha política -los conservadores republicanos- y académica -Huntington y otros- encuentra en la presencia mexicana al norte del Río Bravo, empalidecen frente a los dilemas que plantea el Islam en Europa. Al final del día, los mexicanos son más fácilmente asimilables, más integrados a los valores norteamericanos, más afines a la sociedad que los acoge -de una manera u otra- que los adeptos del Islam en Dinamarca, en las escuelas públicas francesas, y en las clínicas clandestinas de cliterectomías en Inglaterra. El "multiculturalismo" a la americana no es mejor ni peor que el musulmán / europeo: es distinto, y menos absorbible por las sociedades receptoras.

Esta diferencia genera otra polémica, o disyuntiva, ofensiva para algunos pero innegable para otros; a saber, si existe efectivamente un vínculo entre la interpretación del Islam de los de menos de 40 años, de los imames fundamentalistas, de los padres musulmanes que obligan a sus hijas francesas a portar el pañuelo en la escuela, del Sharia intolerante y cruel, y el terrorismo anti-occidental o sectario en Irak, en Palestina, en Israel y en Europa occidental... o no.

Las voces tradicionales, políticamente correctas y sin duda más sofisticadas, responden en negativo: el Islam no sólo no es intrínsecamente violento, suicida, xenófobo y tradicionalista, sino que fue y sigue siendo una religión tolerante, ilustrada y localmente arraigada. No obstante, otras voces, sin duda más radicales y menos tolerantes, sugieren lo contrario. Argumentan que el Islam de los más jóvenes, el Islam de los extremistas, el Islam exacerbado por la invasión de Irak y los recurrentes abusos israelíes en Palestina, en todo caso un Islam, el salafista integrista, ha desembocado en un extremismo condenable, pero explicable por sus orígenes.

La discusión no puede más que dejar perplejo a cualquier observador cercano al tema migratorio, pero lejano a sus manifestaciones europeas. Los dos argumentos resultan convincentes. Las bondades del Islam de épocas anteriores -desde la ocupación peninsular hasta la tolerancia egipcia del siglo XIX y buena parte del siglo XX- son innegables; pero también cuesta trabajo comprender de dónde salen desde hace varios años entre 5 y 10 jóvenes al día dispuestos a entregar su vida por una religión o un odio nacionalista, en Bagdad y Palestina. El Islam convivió por siglos con cristianos y judíos en España por los menos hasta 1492, en condiciones que, hoy nos dicen, fueron pacíficas y armoniosas; pero también nos dicen que los imames en barrios musulmanes de la Europa occidental actual cultivan y atizan el odio y el resentimiento de centenares de miles de jóvenes islámicos contra lo que se puede llamar la civilización occidental.

Perplejidad aparte, la complejidad migratoria de la situación europea rebasa con creces la que vivimos los mexicanos con y en EE UU. Justamente porque se trata, en la gran mayoría de los casos, como acierta Huntington, de latinos, católicos y pobres pero no iracundos ni resentidos, la distancia que nos separa de nuestros anfitriones reticentes -aunque resignados- es mucho menor que el abismo entre el África subsahariana islámica, el Magreb musulmán y la segunda generación árabe-turca-paquistaní, y la Europa de los últimos decenios. Los mexicanos somos diferentes, pero no ponemos bombas, ni censuramos hipotéticas caricaturas de la Virgen de Guadalupe en Estados Unidos, aunque algunos integristas locales lo han intentado en el país de origen. En Europa algunos piensan que "ellos" son tan diferentes, que por eso ponen bombas. Los latino y norte americanos debiéramos darnos de santos; los europeos y musulmanes, de cabezazos contra la pared.

Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México desde 2000 a 2003 y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.