El Bicentenario

Se nos aproxima el Bicentenario del proceso de la independencia iberoamericana y tanto en la América Latina como en España se comienza a hablar del tema, con acentos aún indefinidos y la consiguiente irrupción de intereses que suele darse en estos asuntos. Una cosa es la academia historiográfica y otra bastante distinta los actores políticos, frecuentes abusadores de aquélla. Por ejemplo, es evidente que en Venezuela la "revolución bolivariana" se introduce en el tema desde el ángulo de una explotación a fondo de la mística romántica del Libertador, tan brillante como contradictorio, para abonar al intento legitimador de un presunto socialismo del siglo XXI que por ahora es populismo autoritario. Felizmente, superadas las ominosas dictaduras de los años sesenta y setenta, en la mayoría de Latinoamérica los historiadores ya no asumen la cuestión en clave de nacionalismo fanático, o de endiosamiento de los héroes nacionales, para abordar con más serenidad un proceso que fue parte de la historia occidental y no una construcción solitaria de la mente privilegiada de algunos iluminados que supieron emanciparse de la atrasada España.

La invasión napoleónica de 1807 proyecta hasta hoy sus consecuencias en la configuración de nuestro mundo. El traslado de la Corte portuguesa al Brasil es el cimiento de la unidad de ese gigantesco país, al que le llegaron instituciones administrativas, judiciales y militares para darle estructura. Junto a Portugal, les llegó la influyente Inglaterra, con su comercio libre y su idea de una monarquía parlamentarista. La independencia brasileña, en 1822, ocurre adentro de una monarquía, que subsistirá hasta 1889, marcando una diferencia sustantiva con las colonias españolas. Entre nosotros, el embate francés nos dejó un claudicante Fernando VII, la irrupción de gobiernos locales de inicial lealtad al Rey y luego un turbulento proceso que, al no haber un factor aglutinante, terminó en un mosaico de 21 repúblicas independientes. Dicho de otro modo, la independencia brasileña no resultó de un proceso revolucionario, como lo fue, en cambio, el de las colonias españolas, divididas detrás de sus viejas fronteras administrativas y de caudillos locales que levantaron ejércitos populares, forja de las primitivas independencias nacionales.

En los últimos tiempos se ha revalorizado la influencia del movimiento liberal tanto en España como en Portugal y su notable repercusión en sus colonias. No se puede ignorar lo que en Brasil significaron las reformas de Pombal, la expulsión de los jesuitas y más tarde la revolución liberal de 1820. Tampoco lo que en España fueron las Cortes de Cádiz, expresión de un liberalismo que abrevaba en los nuevos tiempos. Ese liberalismo español llegó a América más de lo que hasta hace muy poco se reconocía, en historias nacionales insufladas de una fuerte impugnación de la herencia hispánica.

Más allá de los debates históricos, que es muy saludable procesar, el Bicentenario ofrece también una oportunidad de reflexión sobre el destino latinoamericano. Luego de la prolongada sombra franquista, el de España se definió en los últimos 30 años: la monarquía como factor de unidad, la democracia como instrumento de gobierno y garantía de los derechos humanos, la integración europea como vía para la inserción internacional, el respeto a las autonomías de las nacionalidades y regiones, el pluralismo ideológico y religioso, la economía de mercado y la búsqueda de un desarrollo sostenido.

Nuestra América Latina navega aún en incertidumbres mayores. Todos proclamamos la democracia que nuestros próceres hace 200 años reivindicaron como contenido de la República, pero bien es sabido que -desgraciadamente- esta definición no posee la generalidad debida. Cuba continúa fiel a su sistema totalitario y Venezuela marcha hacia la dictadura perpetua, mientras Bolivia discute su propia existencia y Ecuador transita en una notoria incertidumbre sobre el destino final de su régimen. Sus gobiernos han sido electos popularmente y ésa es la buena noticia, pero a partir de ella, poco hay para felicitarnos.

Los procesos de integración viven un momento de crisis, tanto en los Andes como en el Mercosur y sólo América Central parece encaminar su espacio comercial, luego de años de tanto desencuentro.

El rumbo económico es aún materia de cuestionamiento agudo en asuntos básicos. Estado planificador y empresario o Estado administrador y regulador; política abierta a la inversión extranjera o sospecha ante todo lo foráneo; cooperación u hostilidad con el sistema financiero internacional; economías abiertas o espacios cerrados por mecanismos proteccionistas; creencia en las posibilidades de un desarrollo propio integrado al mundo global o retórico discurso sesentista, asentado en la teoría de la dependencia y un trasnochado tercermundismo. Estas dudas profundas son las que hoy están impidiendo aprovechar cabalmente el gran momento de la economía mundial, con las materias primas, los alimentos y el petróleo en sus cotas máximas de valor.

Desgraciadamente, estos dilemas están abiertos y lo peor es que la Universidad latinoamericana sigue siendo su polémico escenario. Cuando más que nunca debiera ser la vanguardia de los nuevos tiempos, aun asumiendo sus incertidumbres, en su ámbito se continúa discutiendo como si estuviéramos en la guerra fría.

Sería ingenuo imaginar al Bicentenario como el escenario mágico capaz de desatar todos los nudos del futuro. Pero si miramos el continente en perspectiva, asumimos una visión más global y reflexionamos junto a España y Portugal, podremos entender mucho más. Hace 50 años Madrid era poca cosa frente a la rumbosa Buenos Aires y Lisboa mucho menos aún que el festivo Río de Janeiro o el bullente San Pablo. Hoy, las capitales europeas son la cabeza de países que accedieron al desarrollo mientras las nuestras, aunque vigorosas, no son la vanguardia de países modernizados sino el paisaje contradictorio de la convivencia entre islotes de modernidad y mares de pobreza, expresiones mayores de la cultura junto a explosiones de barbarie. Si España pudo, si Portugal va pudiendo; si en tres décadas, las Madres Patrias se desarrollaron, ¿por qué no Latinoamérica?

Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, abogado y periodista-