Repensar las políticas de inmigración

Es común entre nuestros gobernantes hacer políticas específicas para los nuevos inmigrantes con el fin de demostrar que intentan su mejor inserción social. Esta actitud, no obstante, es inadecuada, tanto porque afronta a toro pasado los flujos migratorios concretos como por lo que supone de estigmatización de estos nuevos ciudadanos. Analizar las políticas de inmigración ha de ser distinto de establecer políticas para inmigrantes una vez entrados en el país. Para las primeras, es precisa la claridad de ideas acerca de cómo proceder ante las presiones migratorias en un mundo tan global como dual. Han de ser coherentes con las necesidades del mercado de trabajo y acompasables con las posibilidades sociales de integración efectiva (equipamientos necesarios y su financiación, que eviten los guetos), ya sea a través de selección de contingentes en origen o de visados temporales, según sea el objetivo de solidaridad que se tengan. Sin embargo, una vez el inmigrante legal reside en el país de destino, la diferencia con los locales debe ser mínima. Así, las políticas pú- blicas se tienen que basar en idénticas pruebas de necesidad y de medios para todo tipo de ciudadanos, independientemente de su origen.

Esto implica que no tengan sentido ni las políticas sanitarias para inmigrantes --los condicionantes tropicales no son relevantes para su diferenciación--, ni las balanzas fiscales de lo que aportan y lo que reciben, ni las contabilidades generacionales. ¿Acaso la sociedad puede o quiere rechazar a un ciudadano por no contribuir a las finanzas públicas más de lo que potencialmente puede detraer? ¿Asumimos la selección de tipos concretos de inmigrantes, buscando para nuestro provecho entre los más productivos del tercer mundo y despreciando a los más desvalidos? ¿Utilizamos esta particular forma de evaluación económica coste-beneficio en otras categorías que usamos para la población autóctona, como niños, amas de casa y ancianos?

Si lo que pretendemos es ser solidarios, no hay que vincularlo a las necesidades del mercado de trabajo, ni su consecuente selección de los más capacitados. Pero tampoco debemos anclar a los inmigrantes en nuestro Estado del bienestar, como hacemos hoy, favoreciendo su permanencia y reagrupamiento familiar como forma única de recuperar en gasto social los tributos pagados, con desarraigo de sus países de origen.

Es convicción común que la inmigración es atraída por el bienestar del primer mundo. Pero qué tipo de primer mundo no resulta claro. De entrada, alguien podría pensar que cuanto más desarrollado estuviese el Estado del bienestar en el país de destino, más atractivo resultaría el país para el inmigrante. Pero hay evidencia de que el detalle del gasto social importa. Todo apunta a que entre renta monetaria a corto (sueldo) y renta diferida a largo (pensiones, y también la prestación gratuita inmediata como la atención sanitaria, que evita el gasto privado), el inmigrante prefiere la primera; es decir, da prioridad a la renta libre de impuestos para hoy, por encima de esta misma renta con los tributos destinados a financiar prestaciones futuras, aunque les sean generosas. Es lo que ocurre, sobre todo, en países con un Estado del bienestar que supone elevada presión fiscal (España incluida) y que, además, ofrecen servicios de corte universalista y prestaciones no contributivas que garantizan unos mínimos en cualquier caso, pese a que se tolere la economía sumergida y un cierto fraude empresarial.

Si se quiere repensar la política de inmigración, quizá debe hacerse aumentando los visados de inmigración temporales.

Hacerlo así, aumentaría las oportunidades para más candidatos a migrar, manteniendo un mayor retorno en forma de remesas y recuperación de capital humano mejorado, con mayor selección en origen. Sería diferente de la actual, basada en la recepción de los más atrevidos e insensatos, que se la juegan emigrando, porque se fijaría en los más necesitados y más complementarios del mercado de trabajo autóctono. Ayudaría, de paso, a desincentivar a quienes entran ilegalmente y malviven sin regresar a sus países por la dificultad de emprender el retorno, lo que acaba presionando las sucesivas regularizaciones, tan ineficientes como injustas.

Por lo demás, una mayor temporalidad favorecería políticas sociales menos complejas (lingüísticas, culturales, de acceso al crédito, de inversión en bienes duraderos, de vivienda...), y evitaría que, para amortizar los impuestos y cotizaciones abonados en su día, se utilizaran de forma recurrente e innecesaria los beneficios de la educación o la sanidad.

En los últimos años, el flujo normal de 600.000 emigrantes al año, según el padrón, ya llega ahora a los 750.000. ¿Alguien puede aclarar a la ciudadanía qué contribución a la solidaridad universal arrojan estos números? ¿Qué significa este aumento y en qué sentido se mueve la redistribución social y de renta que se genera? La falta de repuesta es una prueba inequívoca de la carencia de una verdadera po- lítica de inmigración, aunque sin duda nuestros gobernantes muestren que hacen políticas para ellos, para estos nuevos entrantes, que aparentan mostrar tanta preocupación por ellos como los estigmatizan ante sus conciudadanos.

Guillem López Casasnovas, catedrático de Economía de la UPF.