Lengua única, democracia pobre

Es una cuestión ampliamente compartida en la teoría de la democracia actual que uno de los índices más relevantes de la calidad de los sistemas democráticos es el grado de reconocimiento y de acomodación política e institucional de sus minorías internas. A casi 30 años vista de la aprobación de la Constitución española, surgida de todos los condicionantes de la transición de finales de los años setenta del siglo pasado, el tratamiento de las minorías nacionales en nuestra democracia deja mucho que desear. La divisa de una "España plural" con la que José Luis Rodríguez Zapatero llegó a la Moncloa hizo concebir a algunos la esperanza de que una de las manifestaciones más visibles de la pluralidad de España, la diversidad lingüística que aportan sus minorías, obtuviera una regulación satisfactoria en las instituciones centrales del Estado. No ha sido así. Desde este punto de vista, España sigue siendo una de las democracias de menor calidad de la política comparada entre los países desarrollados.

Al término de la VIII legislatura de las Cortes Generales, el reconocimiento del catalán/ valenciano, del gallego y del euskera en las instituciones centrales del Estado es el mismo que al inicio: los representantes (diputados y senadores) que se expresan habitualmente en una lengua española distinta del castellano siguen privados de la posibilidad de utilizarla en las Cortes. La única excepción a esta regla sigue siendo la comisión general de las Comunidades Autónomas, que sólo es una de las 18 comisiones del Senado, donde la reforma del reglamento aprobada en el 2005 permite expresarse "en cualquiera de las lenguas que, con el castellano, tengan el carácter de oficiales en alguna comunidad autónoma".

Esta situación, sin duda causa concomitante de muchos desapegos, contrasta con la de los parlamentos de otras democracias plurinacionales o plurilingües, así como con la del Parlamento Europeo. El régimen lingüístico de las Cortes españolas exhibe el carácter coactivo, homogeneizador y nada pluralista del poder central respecto a las minorías lingüísticas de España, del mismo modo que lo exhibe el régimen lingüístico de otras instituciones como la Corona, los tribunales o el Defensor del Pueblo. Pero tal vez las Cortes constituyen la institución que como representación del "pueblo español" debiera adaptarse a las diferentes lenguas en que se expresa el pueblo español. Y ello vale para el Senado y para el Congreso.

En la actualidad, ni la teoría democrática ni la política comparada justifican seguir en esta situación de atraso de la democracia española. Por un lado, la teoría democrática no es hoy nada amiga de imponer lenguas en contextos de pluralismo lingüístico. Incluso los autores más escépticos sobre la presunta deriva "multiculturalista" del liberalismo democrático entienden que en tales contextos el monolingüismo oficial no es la mejor receta para asegurar la realización de los valores liberales y democráticos. Por otro lado, la política comparada atestigua numerosas democracias del planeta que disponen de más de una lengua parlamentaria. No nos limitemos a las democracias plurilingües del mundo occidental desarrollado, desde Canadá hasta Finlandia. También la mayor democracia del planeta, India, no tiene una sola lengua parlamentaria, sino dos (hindi e inglés), y los parlamentarios que no pueden expresarse adecuadamente en ninguna las dos pueden hacerlo en otras 21 que tienen reconocimiento constitucional, desde el asamés hasta el urdu. En el extremo contrario, una de las democracias más pequeñas del mundo, Singapur, tampoco tiene una sola lengua parlamentaria, sino cuatro (inglés, mandarín, malayo y tamil). Incluso Bolivia, en cuyo Parlamento se utilizan el quechua y el aimara, muestra un régimen más pluralista y avanzado que la democracia española. Se pueden añadir ejemplos que todavía no existen: una democracia de calidad en Kosovo conllevará sin duda el reconocimiento de la lengua serbia en el nuevo estado kosovar. A nuestros colegas de democracias plurilingües desarrolladas les cuesta creer que el Parlamento español siga siendo monolingüe tres décadas después de la dictadura; en sus países ese monolingüismo se viviría como una imposición en términos liberal-democráticos. En este sentido, es oportuno señalar el vínculo que se establece entre los valores liberales (protección de las minorías de las decisiones de las mayorías), los valores democráticos (participación de los individuos y grupos desde sus características diferenciales) y el plurilingüismo de los estados.El atraso español responde sin duda a la inercia de un modelo de organización lingüística que hunde sus raíces en el absolutismo, cuando el castellano devino la lengua de la monarquía hispánica, y sigue anclado en la "cultura política", nada pluralista, de buena parte de los políticos españoles. Los partidos políticos que concurrirán a las próximas elecciones tienen ahora la oportunidad de explicar a los ciudadanos cuál será su apuesta para la IX legislatura de las Cortes: o mantener el deficiente statu quo o mejorar la calidad de la democracia española llevando el plurilingüismo a las instituciones del Estado desde premisas igualitarias.

Albert Branchadell, profesor de Sociolingüística en la UAB, y Ferrán Requejo, profesor de Ciencia Política en la UPF.