La política a pesar de todo

Un descrédito expansivo de la política acabaría por negarnos el derecho a acudir a la plaza pública para hablar de lo que nos ocurre. A pesar de todo, la política importa. Lo contraproducente del hiperactivismo político es que en la vida hay otras cosas además de la política y que las veinticuatro horas del día han de dar para estas muchas otras cosas. Todavía no está clara ni es definitiva la substitución de los absolutos ideológicos, por ejemplo. Eso confunde la consideración realista y concreta, tangible, de lo que es el bien público. También podríamos añadir como factor perjudicial una mayor intensidad en la abstracción por parte de la teoría política. Se ha ido alejando de la vida política real. Ha perpetrado una creciente disociación con la experiencia histórica, por abuso de los modelos abstractos. Frente a la abstracción desmesurada, la Historia como memoria protege el sentido de la realidad. Y es la transmisión, de una a otra generación, de esa memoria lo que constituye una forma de patrimonio colectivo, lo público, una cierta idea del bien común.

El cara a cara Zapatero-Rajoy pertenece al dominio de la política y no a las categorías del espectáculo, por mucho que contasen la escenografía, la telegenia y los expertos en imagen. Encapsular televisivamente simplifica pero da acceso al debate público a millones de ciudadanos. Querer especificar si ganó Zapatero o Rajoy lleva camino de convertirse en casuística. Esos debates no suelen mover votos, salvo indecisos. No es aventurado decir que Zapatero tiene problemas de verosimilitud con los problemas de Estado y que Rajoy le ha cogido gusto al tobogán. Lo curioso es que hace cuatro años se daba por supuesto que Zapatero era el espadachín y Rajoy el tractor-oruga. Con el tiempo, tanto el instinto como la inteligencia políticas se adaptan. Más allá del marcador electrónico, parece como si Rajoy estuviera preparado para gobernar en seguida, sobre todo si atempera las pasiones soliviantadas de su partido, mientras que Zapatero repetiría y en forma más acertada solo de asumir su fase actual de rectificaciones moderadoras y si, en fin, cambiase de alianzas post-electorales. Dicho de otro modo, si reconocemos la prudencia como valor político, no faltó incluso en el Rajoy de más contundencia argumental mientras que no toma cuerpo en la visión de Zapatero.

Algo tendrá que ver con que el intelectual de la izquierda persista en el complejo platónico, en suponer que porque uno sabe como debieran ser las cosas, sabrá y podrá hacerlas. De esos autoengaños procede aquel desencanto que practicaba la izquierda exquisita española cuando percibió como un mal -pero para bien del resto de los españoles- que la transición democrática no llevaba el país a sus inefables errores de previsión histórica. El desencanto llevó a un abstencionismo carente de fundamento ético, a una forma anti-estética de narcisismo. El destino del zapaterismo, de no evolucionar, es otro desencanto.

Aunque en estado casi vegetativo, en la izquierda española tienen acomodo un puñado de intelectuales que, de hecho, no aceptan que al caer el muro de Berlín quedó demostrado que la economía de mercado había dado riqueza y libertad a la Alemania occidental mientras que el comunismo había arruinado la Alemania oriental. Ambas Alemanias procedían de una misma historia -de una segunda guerra mundial que todo lo había convertido en escombros- y de una misma cultura. La demolición del muro de Berlín fue el giro copernicano que los nuevos inquisidores desestiman.

Ahora estamos en el hipertexto, en la sociedad digital, en el ciberespacio. Incluso así, se diría que la política requiere de algunos toques de magia, de estrellas fulgurantes, de ilusiones irrealistas. No basta con la racionalidad, ni con lo razonable. Es el caso de Obama como candidato o de la entrada destellante de Sarkozy.

De forma hoy ya menos atractiva, así fue la aparición de Zapatero al salir elegido en la conjura congresual de un PSOE devastado por la corrupción y los abusos de poder. Aquella juventud que parecía basar sus poderes en la aureola renovadora de la palabra cuatro años más tarde lleva a sus espaldas el fardo de errores, simplismos y verdades a medias que pueden ajar el rostro más diáfano. Eso no dejó de verse en el debate.

El sortilegio ha ido despojándose de efectos y en la campaña electoral los socialistas sacan a pasear la reconstrucción abigarrada de un monstruo de derechas que ladra y enseña los colmillos para convocar al recelo a aquellos sectores que sólo fueron a las urnas tras la ceremonia de la confusión concelebrada después del 11-M. Esa táctica no cuajó en el debate entre Zapatero y Rajoy.

Falta ahora el segundo debate, para antes de las elecciones de marzo. Después vendrá el momento tragicómico de rememorar los cuarenta años de lo que fue Mayo de 1968. Fue ofuscación, psicodrama, nada serio. Lo prueba que al final diera entrada entre los intelectuales europeos a las tesis del maoísmo.

No es improcedente recordar que el ensayo «Los trajes nuevos del presidente Mao» de Simon Leys, una de las primeras críticas acertadas del totalitarismo maoísta, fue quemado por los estudiantes en la universidad de Vincennes, faro del ultra-progresismo europeo a finales de los años sesenta.

La crítica de los valores morales y sociales del capitalismo democrático trajo como consecuencia lo que llamaríamos cultura adversaria o contracultura basada en el desprestigio de la libre iniciativa, del esfuerzo individual, de la responsabilidad y de los vínculos de confianza. Como resultado, las antiguas virtudes que conformaban la sociedad abierta -desde el ahorro al altruismo- fueron consideradas lacras anacrónicas: el Estado lo asumía todo, el individuo se subsumía en la cultura de la dependencia.

La política también defiende al individuo. Si el totalitarismo pretendía destruir toda libertad individual, la política de la libertad derrocó el muro de Berlín. Actualmente, la tentación más a mano es la antipolítica: resulta ser regresiva, cosa de nuevas masas y no de individualidades. Por buscar la turbo-felicidad, negamos la mesura de las cosas. En un mundo difícil, desearíamos retrotraernos a lo más fácil. La antipolítica es para quienes conciben las urnas ya como un estadio fósil de la vida pública, como una superfluidad caduca en una época de instantaneidades. La antipolítica niega la voluntad de vivir en la libertad sin ignorar la decepción. La vieja canción de la democracia directa frente a la democracia representativa es otro de los antifaces ilusionistas de la antipolítica. Pese a todo, la tolerancia y el pluralismo -el debate- sólo sobrevivirán en la tan traqueteada democracia constitucional y representativa. En no poca medida, será gracias a la política.

Valentí Puig