Chiquilicuatradas

Todos hemos visto las imágenes. Un tipo espigado con un tupé que es al de un rocker lo que la Harley-Davidson a una Vespino. Unas gafas desproporcionadas que esconden la cara chupada, un chaleco de lentejuelas y una guitarra de juguete. Las letras son un popurrí de la culturilla callejera más reciente y efímera (¿efímera?). «El chiki-chiki mola mogollón, lo bailan en la China y lo bailan en Alcorcón. Dale chiki-chiki a esa morenita; que el chiki chiki la pone muy tontita. Lo baila Rajoy, lo baila Hugo Chávez, lo baila Zapatero, mi amor, ya lo sabes...» Por si la televisión no bastara, mete uno en internet su nombre y lo encuentra en la Wikipedia junto con una publicidad de «Exito de Buenafuente, ahora en el móvil», y apuesto a que funciona. A mí me recuerda, por lo paródico, a lo de «Opá quieo hasé un corral», de El Koala, y, más alejada ya en el tiempo, a la canción de los limones. Esperemos que nuestro amigo Rodolfo carezca de la dignidad suicida del autor de este último y olvidado hit.

¿Que qué me parece el asunto? Pues he de reconocer que estupendo. Después de la puesta en escena tercermundista de nuestra Rosa y compañía (los de Operación Triunfo), que fue lo último que yo vi, me da la impresión de que aquí se la estamos metiendo doblada a los de Eurovisión y con el mejor arma que enarbolamos los españoles, que es el humor. El Chiquilicuatre es a la línea clásica de Eurovisión (¿existe todavía?) lo que Mortadelo y Filemón al James Bond de Ian Flemming y como, con el paso de los años y la degradación del dicho festival, eso es lo que hacen de manera más o menos velada casi todos los países (y ese pavo irlandés y ese croata pitopáusico que hemos visto en el telediario son buena muestra de ello), pues al menos lo hacemos abiertamente y ganamos de entrada el voto de los subversivos y los cachondos mentales, que no es poco, y además nos cubrimos las espaldas porque si no gana diremos que es un humorista y si lo gana que ellos son subnormales: no hay pérdida posible.

Lo único que habría mejorado el producto, a mi juicio, habría sido un auténtico friki, que por haberlos, haylos, lo que pasa es que quizás habría sido excesivamente cruel; para los protagonistas, no desde luego para el festival y para sus espectadores, que cuentan, claro está, con todas mis simpatías. La diferencia a nuestro favor, en definitiva, es que esta vez no se podrán reír de nosotros y sí nosotros de ellos.

Dicho esto, no deja de sorprenderme el revuelo que se ha montado con la elección televisiva (un revuelo que siempre delata una delicadeza que a uno le parece ya imposible después de tantas Mona Lisas con bigotillos y curados de espanto como estamos: supongo que estarán de acuerdo conmigo en que uno no espera que la sociedad siga siendo impresionable y que siga apareciendo la gente clamando al cielo con cosas así). Por lo que leo el éxito de Chiquilicuatre, al ser elegido nada menos que para representar a España en este festival otrora tan prestigiado, ha levantado ampollas entre los amantes del buen gusto eurovisivo y es de suponer, también, entre los enemigos de la cada vez más democrática escena artística actual. Porque no nos engañemos: siempre habrá quienes, insensibles a la ironía, son capaces de tomarse en serio la broma. «Este es el acabose». «Adónde vamos a parar». «Después de Chiquilicuatre el diluvio». Y eso cuando todos sabemos que el mundo, después de los sucesivos Chiquilicuatres, los fabricados y los auténticos, seguirá siendo el mismo, e incluso peor, porque si bien suele haber una única manera de hacer bien las cosas, las hay infinitas de hacerlas mal y lo peor, nos guste o no, tiene los límites mucho más elásticos que lo mejor. En ese sentido no les falta su pizca de razón a los catastrofistas y a los reaccionarios.

La brillantez de la broma, en todo caso, merece una pequeña reflexión, aunque sea a vuelapluma, con el hecho perpetrado todavía reciente, a propósito de la esencia del arte y de lo artístico. Y es que en el fondo, lo que ha hecho la factoría humorística de Buenafuente no ha sido ni más ni menos que lo que Marcel Duchamp cuando presentó un orinal en una exposición sesuda bajo el sugerente título de Fontaine y dijo aquello de «esto es arte», provocando desde entonces centenares y millares de estudios eruditos. O lo que hizo John Cage cuando abrió la tapa del piano y grabó un puñado de minutos de silencio y exclamó: «¡Esto es música!», con un resultado parecido. O lo que Malevich cuando el pintor ruso presentó un cuadro titulado Blanco sobre blanco y se quedó tan ufano, lanzando un: «¡Esto es pintura!». Todos ellos están afirmando un mensaje que, con ser una evidencia, la gente no estaba acostumbrada a recibir: esto es arte porque a mí, que soy artista, me da la real gana. Y tienen su parte de razón.

Es el desarrollo de la premisa romántica llevada al absurdo: el arte no tiene por qué obedecer a ninguna otra regla que al capricho de artista, que es desde hace dos siglos el soberano absoluto, con los resultados que apreciamos tan a menudo. Eso por una parte. Porque, por otra, una sociedad de masas no puede considerarse como tal hasta que no afirma su principal ley: «Hoy el arte es lo que el público decida» .O dicho de otra manera: es el público el que dictamina en la actualidad, al igual que la crítica ayer, si el emperador está vestido o desnudo. Y es ésa pequeña inflexión la que hace que pasemos del mundo de la modernidad artística, donde el arte aún tenía un cierto fundamento en lo creativo, a la relatividad postmoderna; de la primacía de la voluntad creadora, con su autor-rey generalmente indiferente al público, a la democracia artística y a la tiranía plebeya de lo popular donde el artista que quiera triunfar está condenado al populismo o a la parodia, que son sus dos mejores bazas para atraer la atención de quien ahora mismo es el juez absoluto de su talento en el despampanante carnaval actual. Ya no es que el emperador se presente desnudo sino que sencillamente no quedan emperadores y todos nos dedicamos a bailar en pelotas sobre el escenario.

Y lo gracioso con todo esto, si entramos con un poquito de profundidad en el asunto, es que el problema viene de mucho más lejos de lo que la gente se imagina. Hubo un momento-yo diría que más o menos a principios del siglo XIX, en todos los campos- en el que el arte cambió bruscamente de dirección, en el que se invirtieron los valores artísticos, y en el que de pronto los creadores parecieron descubrir aquello que las brujas de Macbeth proferían a voz en grito con un entusiasmo proféticamente diabólico: «¡Todo lo bello es feo y todo lo feo es bello!» Aquel fue el grito de guerra que todavía, dos siglos después, resuena en nuestras conciencias, pues somos en casi todos los aspectos hijos (o nietos o bisnietos) del romanticismo.

Es ese momento, tan exultante por otra parte, que no hemos superado y del que seguimos siendo herederos. Y de aquellos polvos, que todavía tenían una cierta dignidad artística, quizás porque los moldes clásicos estaban aun en las mentes de los primeros románticos, vienen estos lodos. Porque desde el momento en que se acepta y se celebra que la libertad es el valor supremo en el territorio artístico, y desde el momento en el que el silencio de John Cage es música y un cuadro blanco es arte y que una canción de pop puede valer tanto como una sinfonía de Mozart, porque ya no se aceptan las jerarquías estéticas; en ese momento el escenario está ya listo para todos los Chiquilicuatres que quieran gritar en cualquier idioma que se les ocurra: «El arte es lo que a nosotros nos sale de las narices». Y con todo derecho, oiga, que diría aquí el difunto Umbral.

Esto, expresado así, puede sonar reaccionario estéticamente y podría alinearme en la línea de pensadores como Dalrymple, autor de un iluminador texto de título tan inequívoco como Nuestra cultura, lo que queda de ella, que es quizás el ensayista más lúcido con respecto al estado actual del arte y quien, cual Burke estético, está hincando los dientes con un colmillo incisivo en los excesos de este arte vanguardista ya tan ultradecadente que los calificativos sobran. Y aunque podría ser así, lo cierto es que no lo es. Porque coincidiendo totalmente con el diagnóstico del señor Dalrymple, difiero también totalmente en la valoración.

Quiero decir que no seré yo quien niegue que vivimos en el caos más absoluto, en un mundo artístico dominado por Chiquilicuatres genuinos, auténticos payasos ensalzados por la incultura generalizada. Sin embargo, la diferencia estriba en que yo disfruto con ellos y me siento exultante al tenerlos como compañeros de viaje y navego en medio de toda esta sinrazón contemporánea fascinado por el extraordinario y surrealista espectáculo al que asistimos día tras día. Yo no cambiaría mi época por ninguna otra y, para poner un símil político, prefiero la democracia con todos sus abusos a la tiranía autoritaria del buen gusto, un buen gusto que me niego a añorar. Como decían los Stranglers cuando iban a ver los conciertos de los Pistols: «Qué malos eran... ¡Pero qué ganas te daban de ser tan malos como ellos!».

Con la política, que es la otra cosa en la que me hace pensar todo este asunto por lo de las votaciones -el humor, de alguna manera, siempre está entre lo artístico y lo político- lo carnavalesco todavía no ha llegado tan lejos. Según escribo, me viene a la mente el ejemplo de la Cicciolina enseñando la teta y haciendo apología de la pornografía; pero en su quehacer cotidiano y en sus reivindicaciones la chica no dejaba de tener planteamientos más o menos razonables. Y la campaña del candidato de Ciudadanos en pelotas, por ejemplo, tiene un trasfondo ideológico consistente, más allá de lo provocativo. No se ha llegado al absurdo total, como en el arte. Da la impresión de que pese a todo todavía le tenemos un cierto respecto innato a la seriedad de la política, y supongo que es bueno que sea así, puesto que en el momento en el que votemos con la mala uva con la que se ha votado a Chiquilicuatre estaremos a un paso del fascismo. Del de verdad.

Pero no nos metamos en más berenjenales disgresivos y volvamos, para cerrar este artículo, a nuestro espectáculo televisivo. Por el momento, Chiquilicuatre nos ha servido no sólo para volcar unas cuantas decenas de frases sobre el papel, con el permiso de los lectores de este diario, sino además para engancharnos a la televisión, puesto que he de confesar que, como buen terrorista intelectual, seré de los que estaré pegado a la pantalla el día 24 de mayo a ver si los demás países tienen el mismo sentido del humor que nosotros. Será para ellos una prueba diabólica, pues no hay nada más corrosivo que la ironía. Enhorabuena, Chiquilicuatre. Esperemos que estés a la altura.

José Angel Mañas, escritor. Su última novela es El secreto del oráculo.