Alguien debe hacer algo por el Consejo

Por Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado (EL PAÍS, 10/03/06):

Del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) cabe afirmar lo que de un personaje de Almodóvar, cuando a la pregunta por su estado de salud seguía un aplastante "como siempre, peor", dicho con toda naturalidad.

Para apoyar este aserto, bastaría evocar las descalificaciones, nada constructivas, cruzadas entre ambos sectores de vocales y, últimamente, la difusión de alarmantes insinuaciones sobre gastos en viajes abusivos o sin justificación. Tal género de incidencias recorre desde el inicio las atormentadas vicisitudes de este Consejo, determinando situaciones de franca inoperancia por falta del mínimo entendimiento; y, en el conjunto, un cuadro institucional de ejemplar negatividad. Además, el contexto resulta enriquecido por periódicas intervenciones presidenciales ajenas a toda prudencia política e incluso jurídica. Lo único que explica la última convocatoria-provocación a comparecer en el Congreso, sin más fundamento que la supuesta potestad de éste de crear deberes de cortesía en el presidente del Tribunal Supremo, impropiamente invitado a explicar una línea jurisprudencial.

Y ya, para que nada falte, se dice que la mayoría política querría aprovechar el momento para redimensionar a la baja las competencias del órgano. Algo creíble, porque su tratamiento legislativo, desde 1980, está sembrado de intervenciones de oportunidad y de otras debidas a la resistencia a aceptar el papel constitucional de la jurisdicción.

Así, el CGPJ no es el espacio dotado de la autonomía necesaria para velar por la independencia judicial, sino un subrogado mecánico de la confrontación política general. Presto a romperse por la línea de fractura de los dos partidos más presentes en él, como reflejo del sistema de cuotas. Éste hace que el consiguiente vínculo clientelar haya podido también predicarse, y con frecuencia en los distintos mandatos, de componentes de extracción judicial, con recusables actitudes comisariales, a veces de un sectarismo sonrojante.

Todo ello compromete la capacidad de iniciativa y la autoridad moral del órgano, con fuerte descrédito y una endémica gravísima crisis de legitimación en el juicio de sus gobernados. Sobre los que proyecta una penosa imagen, merced, entre tantas cosas, a esa subalternidad partidaria, con frecuencia patente en la siempre oscura política de nombramientos.

Otra muestra a gran formato de la calidad del estado de cosas es lo acontecido con el Estatuto catalán. Pues el uso manipulador y sesgado que el Consejo hizo de su competencia de informe en el tema del matrimonio homosexual ha servido para cuestionar su derecho a opinar en materia de Consejos autonómicos, que tanto le concierne. Algo inconcebible si el CGPJ tuviera, por su ejecutoria, el prestigio que la importancia de la función judicial merece.

No es así, y el CGPJ se rom

-pe de nuevo, mientras se trata de sus competencias e incluso de su papel constitucional, en el terreno de la política autonómica. Hasta el absurdo de que pueda venderse, como supuesta vía de solución de los problemas de la justicia, la peregrina idea de multiplicar por 17, potenciándola, la actual exposición y permeabilidad del ámbito a las dinámicas partitocráticas. Estrategia bien ajena a la función de gestionar con criterios de estricta legalidad, y legalidad fuerte, el estatuto de jueces encargados de aplicar, de manera igual, un orden jurídico sustancialmente uniforme en toda la geografía española.

Mientras tanto, el CGPJ se aproxima al fin del actual mandato. Y, sintomáticamente, aparecen en la prensa informaciones sugestivas de que los partidos toman posiciones al respecto con tácticas ya conocidas. De seguir así, pronto tendremos el nombre del presidente que, con seguridad, será votado por todos o la mayoría de los vocales del nuevo Consejo. Que, de este modo, una vez más, imprimirá en su acta de nacimiento la acreditación de la misma hipoteca que ha gravado tan pesadamente a los precedentes.

Es revelador que en los medios políticos no se perciba algún apunte de reflexión (auto)crítica, ni se constate otra inquietud que la de asegurar la propia colocación en las mejores condiciones dentro del mismo tablero. Mientras, una infinidad de jueces vive con desesperanza y desmoralización lo que sucede, y hace patente (sotto voce) su desasosiego ante el alto riesgo de reiteración de experiencia tan catastrófica.

Esta actitud, comprensible, va acompañada de cierta proclividad al victimismo, más difícil de entender. Porque la responsabilidad de tan demoledor estado de cosas pesa de manera especial sobre quienes lo han hecho posible legislando, y gestionándolo luego en esa recusable clave partitocrática, de espaldas a lo que reclama la jurisdicción como instancia constitucional. Pero es una responsabilidad que no se agota en esa área. Se extiende al terreno de las asociaciones judiciales que se han dejado querer; y también al de los individuos concretos. Éstos, implicados, unas veces por acción, ya que nada de lo que sucede podría tener lugar sin la mediación cómplice de jueces de carne y hueso; y otras, masivamente, por omisión, porque no basta expresar la indignación en los pasillos y en las tertulias y desentenderse en los hechos.

No tendré que jurar que no soy optimista. Pero me resisto a creer que no quepa más alternativa que anunciar con fácil clarividencia la consumación de un desastre tan previsible, para luego anotarse el dudoso mérito de haber tenido razón al anticiparlo. Porque ocurre que doce de los vocales del futuro Consejo deberán pasar por el trámite de las primarias. Es decir, contar con el voto de los jueces asociados y no asociados, que, por tanto, disponen de la posibilidad de dárselo sólo a quienes estén a la altura de las acuciantes necesidades de transformación del statu quo. O sea, a colegas de independencia cultural y política bien contrastada, que se distingan por su capacidad de trabajo, por la calidad de éste y por el compromiso desinteresado con el sentido constitucional de la función. Cerrando así el paso a toda suerte de carrerismo y de posible vínculo clientelar. Y enviando, al mismo tiempo, un mensaje nítido acerca de la imperiosa exigencia de moralizar y legitimar las prácticas del órgano de administración de la jurisdicción.