Las víctimas urbanas

Por Carmen Blasco, Francisco J. Martínez y Matilde Alonso, arquitectos y profesores de Urbanismo en la Universidad Politécnica de Valencia (EL PAÍS, 10/05/06):

A la memoria de Juan Pecourt García.

En los últimos meses ha habido dos noticias que han acaparado las portadas de muchos diarios, las tertulias de muchas emisoras de radio y los debates televisivos. Nos referimos en concreto al alto el fuego indefinido de la banda terrorista ETA y al desenmascaramiento en Marbella de una de las grandes tramas de corrupción urbanística de España. En el primer caso, están claras las partes, se celebra por todos el cese de la violencia y se abren nuevos caminos para alcanzar una solución definitiva en la que las víctimas deben jugar un papel importante, por no decir decisivo. En el segundo caso, la cosa no está tan clara, sobre todo porque no están bien identificadas las partes. La corrupción urbanística, hasta la fecha, está solo asumida en los medios de comunicación y en la ciudadanía como un delito económico, equivalente al que estafa a otra persona, realiza chanchullos en un banco o miente en su declaración de la renta, con todas las escalas de gravedad que uno quiera aplicar. Sin embargo, la corrupción urbanística no es solo un delito económico puesto que tiene su materialización en un objeto tangible y público como es la ciudad o el territorio, dependiendo de la gravedad de la infracción. El Urbanismo, al menos para los que creemos en él, es algo más que una actividad económica puesto que tiene como fin crear elementos físicos de uso ciudadano, público o privado: calles, plazas, viviendas y equipamientos, es decir, crea ciudad. Por tanto, la consecuencia de la gangrena de la corrupción no es sólo un aprovechamiento monetario, sino lo que es mucho más grave, la creación de una ciudad enferma en un territorio en continua metástasis.

Además, siguiendo con el símil sanitario, el cuadro clínico que padece el Urbanismo todavía es mayor y más complejo, porque dentro o rozando el borde de la legalidad urbanística y, por tanto, libre de la sospecha de la justicia, se está destrozando el territorio. La creación de miles de viviendas en pequeños municipios, la proliferación desaforada de campos de golf y sus respectivas viviendas, el desarrollo de innumerables PAI en nuestra Comunidad, además de las reclasificaciones y recalificaciones desmesuradas, suponen una barbaridad y un proceso en el que algunos se enriquecen de modo inmoral, aunque eso sí, legal. Y esto se produce en plena connivencia con determinados poderes políticos que aplauden este tipo de oscuras actuaciones y les dan sus bendiciones. No debemos olvidar los ciudadanos que estos poderes son los garantes públicos de la sociedad y, por tanto, nuestros hombres de confianza ante las desmesuras privadas. Si, al menos, configuraran una ciudad y un territorio ordenado podríamos justificar sus mangancias en el capítulo de unos honorarios elevados para conformar un adecuado espacio público.

Por todo eso, es necesario identificar a las víctimas de estos delitos que no solo son aquellos a los que se les ha estafado con las viviendas ilegales, la compra de su suelo ante amenazas de expropiación o el abono de unos costes de urbanización excesivos. Estos son afectados en primera persona a los que la justicia debe resarcir. También las transgresiones suponen un daño directo a la ciudad y el territorio, y por tanto, a usted, a nosotros y a cada uno de nuestros vecinos. Porque destrozar el territorio y construir una ciudad de ínfima calidad donde el espacio público sea el ámbito de rentabilidad económica, a medio plazo también nos cuesta nuestro dinero, nuestra salud y nuestro bienestar como ciudadanos. Entonces, ¿quién nos va a compensar a nosotros?, ¿quién va a detener el proceso de deterioro urbano?, o lo que es más preocupante, ¿hasta dónde vamos a ser capaces de aguantar nuestra decadencia ciudadana?

En medio de esta absoluta insensatez, se hace necesario rescatar la legalidad urbanística en aquellos lugares en los que se ha sobrepasado el límite, como es el caso marbellí, pero en muchos más casos, es necesario recuperar la racionalidad urbanística de los procesos de desarrollo y crecimiento, absolutamente perdida, donde los agentes privados campean libres de todo control efectivo. Hasta que todos nosotros no asumamos que la ciudad es el gran salón de nuestra casa y el territorio la terraza desde la que se observa el horizonte no sentiremos lesionados nuestros derechos como ciudadanos y no alzaremos la voz, y seguiremos siendo víctimas mudas de estos atentados urbanos. Cualquier agresión perpetrada sobre la ciudad o el territorio es muy difícil de corregir y mucho más, por no decir imposible, de retrotraer a su estado inicial. Es necesario asumir la necesidad de salir a la calle y enfrentarse cara a cara con el problema, si no es así todos seremos cómplices pasivos de unos vendedores de pócimas falsas.

Como decía Serrat en 1973: "Padre, que están matando la tierra; Padre, deje de llorar que nos han declarado la guerra". Convendría por tanto olvidar que las verdaderas víctimas de la corrupción urbanística, no reconocidas hasta ahora, son las ciudades, el territorio, el paisaje, los ciudadanos actuales y nuestros hijos que sufrirán sus consecuencias, incluso aunque los corruptos, esos locos con carné estén en la cárcel o devuelvan el dinero.

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La mala prensa del urbanismo (II):

Todos, rigurosamente todos los días, recibimos alguna noticia sobre la Comunidad Valenciana relacionada con abusos urbanísticos sobre un suelo que constituye nuestro único medio físico -soporte y causa de mejores o peores formas de vida. Nos desayunamos desde hace tiempo con cientos de hectáreas de suelo agrícola reclasificadas sin justificación, con miles de nuevas viviendas para comunidades de población estable, con millones de euros de deuda pública acumulada gracias a operaciones urbanísticas tan rentables para algunos como lesivas para los demás, también para el territorio y la ciudad. Y esa apuesta tan decidida por la construcción y el turismo, a costa de otros sectores imprescindibles -agricultura e industrias varias-, resulta que se traduce en que la economía valenciana crece por debajo de la media nacional y nuestra renta familiar sólo representa el 81% de la media europea (INE, EL PAÍS 20 de abril de 2006). ¿Saben esa canción de... no estamos locos, sabemos lo que queremos?

Y suma y sigue. Aunque se multipliquen esas cifras, el nivel de alarma social no aumenta. Su obstinada cotidianidad las convierte en un hecho poco menos que inevitable -nadie insiste lo suficiente en lo contrario-, en una especie de perversión de nuestra época contra la que, desde nuestra humilde condición de ciudadanos, nos sentimos incapaces de luchar. El urbanista Maurice Cerasi hace más de 20 años ya hablaba de que la capacidad de tolerar niveles siempre más bajos de condiciones de vida se demuestra extensible al infinito. Hoy admitimos sin sobresaltos esa realidad urbanística reducida, cada vez más, a una práctica política interesada y a una dinámica comercial abusiva. Se pone a prueba nuestra paciencia ante nuevas formas de pobreza y de sumisión contra las que el dinero y la inteligencia ya no pueden actuar. Pensemos, por ejemplo, en algunas características de nuestro entorno que, a fuerza de transformarlas, desaparecen para siempre. No se puede gozar eternamente de un medio natural sin respetarlo o compensarlo, tampoco del construido.

Son cosas que se saben desde hace tiempo. El problema es si somos conscientes de lo que está en juego y si retrocedemos o avanzamos. Cada cual tiene su cuota de responsabilidad ante estas agresiones, lo urbano es un fenómeno social participado. Pero también es cierto que no todos recibimos los mensajes adecuados ni alcanzamos un mínimo discernimiento sobre estas cuestiones que nos atañen de forma tan directa. ¿Un remedio?: información contrastada más una componente educadora que sea capaz de enriquecer con cultura lo que sólo es noticia. Llevamos casi medio siglo insistiendo en la fuerza educativa tan potente que podrían desarrollar los medios de comunicación de masas completando la labor de las escuelas. Y no es que la formación nunca le haya interesado a los medios, es que no ha sido algo prioritario ¿Qué pasaría si nos insistieran en las mejores jugadas urbanísticas durante el tiempo y páginas que lo hacen con los deportes? Tampoco tuvieron eco en nuestro país las recomendaciones de Le Corbusier -uno de los impulsores de la modernidad-, cuando hace casi un siglo aconsejaba que se enseñara Arquitectura y Urbanismo en las escuelas. No es absurdo pensar que unos mínimos conocimientos nos ayudarían a la hora de elegir y exigir buenas condiciones para nuestro lugar de residencia y, desde luego, nos pueden servir de garantía al realizar la inversión económica más importante de nuestra vida: la vivienda.

Al adquirir cierto bagaje en alguna faceta del conocimiento es más fácil vislumbrar la trascendencia de sus cometidos y más difícil aceptar las transgresiones y los burdos remedos. En urbanismo se ha avanzado tanto como en otros campos del saber y eso no llega a la opinión pública. De hacerse, inyectaría nueva savia a la participación, no sólo frente a los desmanes, sino ante propuestas serias que nos pueden reconciliar con nuestro medio y volver a dejarnos soñar en términos de futuro. Un dato: los diferentes postulados sobre el desarrollo urbano han evolucionado en el sentido del respeto por las condiciones naturales del sitio, la incorporación del verde a la ciudad y una mayor dignidad del espacio edificado. Una excursión desde Cartagena a Alicante es suficiente para comprobar el desprecio por el medio natural, la ausencia de criterios de racionalidad urbanística y lo grotesca que puede llegar a ser la arquitectura dominante. Propios y extraños llevamos tiempo preguntándonos de qué sirve la cultura acumulada y las investigaciones en curso, si no se refleja sobre nuestro medio ni le interesa a sus afectados.

Para neutralizar la dinámica actual no es suficiente con lamentarse o popularizar nuevas fórmulas que suenen a buenas intenciones -la expresión desarrollo sostenible es una de las más utilizadas por justos y pecadores para defender sus imprecisos compromisos urbanísticos-. Tenemos que combatir la mala prensa del urbanismo divulgando ideas, pensamiento y las mejores prácticas. Insistiendo en lo importante que son las ganas de resolver (voluntad política), las medidas adecuadas (marco normativo) y, sobre todo, la aplicación del conocimiento de que disponemos para reconducir la situación actual (el de nuestros mejores urbanistas). Es una fórmula tan efectiva como simple. Cuando queremos combatir una enfermedad endémica ¿qué hacemos?, ¿decir que es inevitable?, ¿no tomar medidas preventivas?, ¿rechazar la ayuda de los mejores investigadores? No parece lógico ¿verdad? Pues bien, el urbanismo es un campo de experiencia tan antiguo como otros muchos, incluida la medicina (iba a decir como la ciudad).

Es triste que, a los ojos de la mayoría, el urbanismo pueda aparecer como una disciplina corrupta en manos de falsos curanderos, de personas que por dinero te dicen y hacen lo que le pidas. Ni el orgullo con el que aún mantenemos los términos urbanismo y arquitectura nos libra de las infamias. Y no es por nosotros, esto sí es una generalización, ni mucho menos por la falta de certezas a la hora de dar solución a los problemas urbanos. Es por la maldita realidad que propicia que el urbanismo esté supeditado, cada día más, a personas y grupos de presión sin escrúpulos que toman decisiones respecto a lo que desconocen por pura ignorancia o interés y que, al final, son los que marcan las pautas de un futuro objetivamente peor para sus convecinos.

Cuando lo público y colectivo se menosprecia en beneficio de lo privado e individual la ecuación de lo urbano cambia de variables y nunca se llega a equilibrar. Es entonces cuando a falta de una solución racional se prueba, al tuntún, con miles de aproximaciones arbitrarias que no dejan de transformar en galimatías lo más esencial de nuestro medio. Nunca se han preguntado ¿por qué es mejor el ensanche decimonónico que sus zonas de extensión? ¿el viejo que el nuevo Campolivar? ¿el primer polígono de la playa de San Juan de Alicante, o la Urbanización Ciudad Ducal de Gandia, que Port Saplaya? Si su respuesta es afirmativa, es un primer paso en defensa del urbanismo. Si es negativa, es que queda mucho por hacer y hay que reconsiderar la información que les llega a los ciudadanos. Porque si no, ¿a qué jugamos?

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Sombrías complicidades (III):
Las responsabilidades que se esconden tras el proceso de construcción de muchas ciudades forman una urdimbre compleja, con un sinfín de acusaciones, culpas, disculpas, excusas y preguntas cuya respuesta casi es mejor no saber. En un estrato social tan artificioso como heterogéneo, en el que confluyen las más bajas ambiciones y la soberbia de los que se sienten impunes, el urbanismo se utiliza como pretexto para vulnerar los principios más básicos de la estructura democrática. La ciudad y su territorio bailarán al son del disparate exhibiendo la fea imagen del caos, de la indisciplina y del estropicio.

Con Marbella a la cabeza, la Comunidad Valenciana ocupando un merecidísimo segundo puesto y una inexcusable mención de honor a Murcia, la costa mediterránea vive años de angustia sin precedentes al haberse convertido en testigo de cargo de la borrachera inmobiliaria más repugnante y colosal de la historia del urbanismo español. Instituida la inercia del dinero fácil, se ha ido uniendo a la cruzada cada vez más gente interesada por el negocio de la construcción que vive un periodo marcado exclusivamente por la codicia.

Las consecuencias de la depredación que se está llevando a cabo son brutales, tremendas. Una importante extensión de la franja mediterránea está perdiéndolo todo: las playas, las montañas, los árboles, la historia, los cultivos, el agua, el aire. Sólo queda un tórrido sol brillando sobre los infernales paraísos de cemento. Y los campos de golf, tan ajenos a su contexto, y tan falsos, que cuesta creer que no son alfombras de césped de plástico. Espejismos a punto de derretirse en medio del páramo.

Muchos profesionales de formación universitaria: arquitectos, abogados, geógrafos, biólogos, economistas o ingenieros, trabajan asalariados para las grandes empresas dedicadas a la promoción y construcción de viviendas. Es necesario saber que la cadena de responsabilidades es extensa. Ni las páginas de este periódico deberían contener publicidad de urbanizaciones monstruosas como Marina D'Or, ni la clase política debería promover juergas urbanísticas siniestras, como Terra Mítica, ni los biólogos deberían consentir la ocupación de las huertas. Por supuesto, ni los arquitectos, ni los ingenieros, deberían proyectar, dibujar, tramitar, gestionar, dirigir, supervisar o informar favorablemente los proyectos que se están realizando. El aprendizaje en profundidad que debe ofrecer la universidad sobre una disciplina tan compleja como la urbanística debería garantizar los compromisos éticos de los profesionales. Pero no siempre es cierto. Todo un campeón de la fealdad y del mal gusto, capaz de atesorar cadáveres de animales extraordinarios, y del que no podemos esperar respeto alguno por el medio ambiente, ni por el paisaje, ni por nada, resulta ser todo un ingeniero de minas, es decir: un grupo A en la administración. El cuadro de Miró colgando de las paredes de su váter ha herido más susceptibilidades que toda la actividad urbanística a la que nos estamos refiriendo. Se ha estrenado, al menos, un rechazo social hacia la obscenidad y la grosería que supone esa forma de exhibición de la riqueza. Algo es algo.

Si todo esto resulta alarmante para cualquier ciudadano, lo es mucho más para los que han sido directamente avasallados o desplazados por operaciones urbanísticas absolutamente injustificadas. Pero los que profesionalmente estamos vinculados con la enseñanza del urbanismo nos sentimos cruelmente desafiados. Mirar la evolución de las ciudades desde la perspectiva del profesor universitario puede transformar el sueño en pesadilla.

Cada año salen de nuestras aulas miles de licenciados en profesiones vinculadas con el urbanismo que irán ocupando puestos de responsabilidad en grandes empresas, en la administración pública y en despachos privados. Es inquietante pensar en ellos, en nuestros compañeros y en nosotros mismos. Cada barbaridad que se construye precisa varias firmas de profesionales que lo avalan. Alguien ha tenido que prever su existencia desde el planeamiento, alguien ha informado favorablemente el derribo de un inmueble valioso, alguien ha interpretado mal una ordenanza para hacer posible la tala de un árbol extraordinario, alguien ha redactado el proyecto, alguien ha informado la licencia, alguien ha visado el proyecto en el colegio profesional correspondiente, alguien ha dirigido la obra, alguien ha dado fe, alguien ha inscrito una locura en el registro de la propiedad, y todos ellos han sido formados en la universidad.

La aquiescencia de los colegios profesionales y el silencio de casi todos, termina por hacer posible lo que nunca debería serlo. La alusión a que con una postura en defensa de la ciudad pueden jugarse el puesto de trabajo, es tan mezquina como frecuente. Tras esa excusa se esconden multitud de discapacidades profesionales y de complicidades, tan miserables o más que las decisiones políticas a las que avalan. Los salarios no salen del bolsillo de los políticos y, por tanto, los profesionales adscritos a la administración han de defender el bien público, en toda la extraordinaria dimensión de la palabra, frente a cualquier interés privado, incluido su puesto de trabajo.

Hace unos días se anunció en la prensa el proceso de modificación de la Ley del Suelo encaminada a "impedir recalificaciones masivas, mejorar la ciudad, proteger el paisaje y garantizar el derecho a la vivienda de los ciudadanos". Después de ver a los políticos inaugurar triunfantes el último aullido de Calatrava, descubrir algunos signos de perplejidad, es esperanzador. Pero también hace unos días se presentó ante los órganos de la Universidad Politécnica de Valencia un "Master universitario en diseño, construcción, mantenimiento y gestión de campos de golf". Ante algo así, nadie sabe si corresponde hablar de perplejidad o de desesperación.

Si en la universidad no somos capaces de transmitir todos los conocimientos necesarios para construir la ciudad como merece, luchemos por una formación sólida sobre los principios de la dignidad profesional cuyo cumplimiento colectivo ahorraría muchos disgustos.