Demasiada reforma penal

Por Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de la Universitat de Barcelona (EL PERIÓDICO, 03/06/06):

Ante la ola de delincuencia que inquieta a la opinión pública, el Gobierno reforma el Código Penal y promete endurecer más la ley. Ello merece algunas observaciones, elementales, pero, al parecer, olvidadas.
Primera: las leyes, en un Estado social y democrático de derecho, han de ser justas; duras o blandas es irrelevante; justas es lo que importa.
Segunda: desde la entrada en vigor de la Constitución, a finales de 1978, hasta el autodenominado Código Penal de la democracia vigente, las reformas de nuestra ley penal básica se sucedían a razón de una cada seis meses; con este nuevo código el ritmo es el mismo. Ello sin contar con otras reiteradas reformas penales (como las aplicables a menores), las procesales (como el endurecimiento de la prisión provisional) y las penitenciarias (como la introducción retroactiva de graves restricciones en la ejecución penal).
Tercera: las leyes penales solo tienen efecto para los hechos que se cometan una vez han entrado en vigor; es lo que llamamos la irretroactividad de la ley penal. Si aplicamos el efecto llamada, el anuncio del endurecimiento punitivo --al margen de si es necesario o no-- podría tener efectos perversos. Como estrategia de márketing, anunciar el encarecimiento de un producto valdrá para venderlo, pero no para la seguridad.
Cuarta: premisa esencial del valor democrático, ahora llamado republicano por las nuevas generaciones, es la racionalidad. Sin racionalidad no hay sistema democrático de convivencia que valga. Racionalidad implica emisión de un diagnóstico, diseño y aplicación de un remedio; en fin, no matar moscas a cañonazos ni tirar con pólvora del Rey.
Quinta: los mismos finos observadores que veían armas de destrucción masivas en Irak, playas esplendorosas en Galicia y otras análogas verdades, claman ahora por combatir la nueva delincuencia. La nueva delincuencia es el asalto a viviendas, por lo general, fuera del caso urbano. Y la causa es la inmigración, por descontado.
Y sexta: estos finos analistas se dedicaron durante años a sus míticas tierras; no otra explicación tiene que los efectivos policiales no solo no se mantuvieran, sino que ni tan siquiera siguieron la evolución vegetativa. Si nos visitara Asterix diría: ¡Qué locos están estos hispanos! Da la sensación, al oír frases más cercanas al exabrupto que a la opinión, de que en España el que no delinque es porque es tonto de remate. Y esto es falso: vivimos en uno de los países más seguros y pacíficos del mundo. Aunque, claro está, para la víctima, la inseguridad es del 100%.

AHORA BIEN, EL punto de partida es falso: las penas no son benignas. Repasemos: robo en casa habitada, de dos a cinco años; robo con intimidación igual, pero si se usan armas, de tres años y medio a cinco años. Los daños, las vejaciones, las lesiones, las privaciones de libertad que se causen o la tenencia ilícita de armas se castigan aparte, sumándose al robo; además, al robo con intimidación en casa habitada cabría añadirle el allanamiento de morada. Y, por si fuera poco, no existe obstáculo alguno para sumar el delito de asociación ilícita, que las nuevas propuestas parecen olvidar. En conjunto una pena que no será inferior a seis u ocho años de presidio. Y esto, por un solo asalto.
Para que se cumpla esta previsión punitiva --reitero, a la baja-- hace falta cumplir una perogrullada: hay que capturar a los delincuentes y ofrecer al juez un arsenal probatorio legítimo que permita su condena. Tan grave como los robos en viviendas resulta el hecho de que, espoleada por la ciudadanía, la policía detenga a una banda --el nuevo bandolerismo rural-- a la que atribuye la friolera de 100 asaltos. Dejando de lado de que habrá que ver cuántos se prueban, la pasividad policial clama al cielo. Eso sí, alimenta la sensación de impunidad.
Como se ve, nada tiene que ver con las penas en juego; tiene que ver con la eficacia policial, a su vez, hija de la adecuación de los medios personales y materiales a las nuevas realidades. Los núcleos habitados en las zonas rurales han crecido como la espuma, pero están descentralizados y descoordinados. Si se ha planeado, se ha hecho mal, y las autoridades de seguridad no han tenido en cuenta estas y otras novedades para adecuar sus fuerzas a la realidad sobre la que actuar. Porque, después de todo, un agente de policía, incluso suponiéndole la mejor disposición personal y la más alta cualificación técnica, puede hacer al cabo de la jornada los kilómetros que puede hacer y ninguno más.

EL QUE ESTOS hechos se produzcan en zonas de transición del servicio de seguridad, áreas previamente poco relevantes policialmente, acredita incompetencia por parte de las autoridades. Tampoco cabe esperar mucho en cuanto a coordinación, lealtad y eficacia conjunta de quienes ni siquiera son capaces de ponerse de acuerdo para inaugurar una comisaría. Hay más: consejos descabellados como los emitidos por algunos dirigentes no son propiciadores de una cultura ciudadana de la seguridad. Sordos reproches interinstitucionales, acusicas de parvulario, descorazonan a sus patronos (los contribuyentes) y aumentan, ahora sí con plena justificación, la inseguridad.
En este contexto, legislar, en el sentido que sea, es lo menos indicado. De nuevo, lo que hay que hacer es poner en marcha las previsiones de las leyes, haciendo que estas se cumplan. Eso, como salta a la vista, no se está haciendo. De todos modos, el estado actual de cosas viene de lejos y es fruto de un sistemático desmontaje de lo público en aras de unos cuantos bolsillos privados. Por ello no hay que hacer caso a los bomberos pirómanos, hay que desterrar el recurso fácil de darle al Boletín Oficial del Estado.