Alemania: la hora de rectificar

El 22 de septiembre se celebran elecciones en Alemania; somos muchos los que pensamos que de su resultado depende en gran medida nuestro inmediato futuro. Los sondeos hablan de una victoria de Angela Merkel, de un hundimiento de la socialdemocracia alemana y de unos resultados escasos para los liberales (que pueden no alcanzar el 5%) los Verdes y el partido de la Izquierda. Estaríamos por ello ante una revalidación electoral de la CDU que podría gobernar en coalición con los liberales o, si ello no fuera posible, articular una política de gran coalición con los socialdemócratas.

Si los sondeos se confirman en las urnas, me temo que los males que nos aquejan se agudizarán. Es posible, sin embargo, que todavía estemos a tiempo de asistir a una rectificación. Desde hace años, tanto dentro como fuera de Alemania, se ha venido realizando una crítica a la política desarrollada por Merkel que conviene recordar ahora que nos acercamos a la fecha.

Para la generación de los políticos alemanes que vivieron la II Guerra Mundial era imprescindible superar el dolor causado por el nazismo. En su mente estaba la necesidad de buscar un camino de reconciliación que impidiera volver a repetir el horror de la guerra y la barbarie del Holocausto. Temerosos de quedar apresados por el pasado, optaron por considerar que el crecimiento económico era la mejor vacuna contra cualquier veleidad totalitaria; había que centrarse en producir, crecer, repartir y consumir; la economía acabaría por superar los grandes contenciosos metafísicos referidas al sentido de la existencia y a la responsabilidad por el mal consentido; no había que regodearse en la culpa; era preciso evitar el duelo excesivo, el ajuste de cuentas interminable y el trauma paralizante. De ahí nacieron muchas de las luces y de las sombras del milagro alemán; luces y sombras que beneficiaban a las dos superpotencias que controlaban el mundo de la posguerra.

El esfuerzo por centrarse en un crecimiento económico que renunciara a jugar un papel de liderazgo internacional sancionó la política de Adenauer. Para la generación de W. Brandt fue mucho más difícil porque había aparecido una nueva cultura política que demandaba implicarse en los conflictos internacionales, denunciar la guerra del Vietnam y combinar la lucha por el desarme y la distensión con los esfuerzos por contribuir a la democratización de los países del este. El consenso de posguerra se tambaleaba y surgieron nuevos movimientos sociales que contribuirían a la creación del partido de los Verdes. Durante los años 80 se pensó que el debate entre el mundo liberal-conservador y el nuevo paradigma que combinaba socialdemocracia y ecología presidiría durante muchos años la política alemana.

Todo cambió con la caída del Muro y con la unificación de Alemania. Y ocurrió que el espectro que se quiso conjurar, que el pasado que no se quería recordar, volvía a aparecer. Volvía el nacionalismo alemán. En un país como España donde estamos acostumbrados a asociar el nacionalismo a las naciones sin Estado, a las pretensiones secesiones de los nacionalismos periféricos, nos sorprende que el nacionalismo de Estado siga vigente como fuerza cada vez más decisiva en el mundo europeo. Y ello es así porque los españoles siempre hemos considerado a Europa como la solución de nuestros problemas, sin analizar que la misma Europa se ha convertido desde hace años en un problema de muy difícil solución.

Si en un momento se pudo pensar que la unificación europea iría produciendo una disolución paulatina de las identidades nacionales los hechos han venido a desmentir hipótesis tan optimista como bienintencionada. El nacionalismo ha vuelto para quedarse y es vano engañarse y seguir cerrando los ojos como si tal fenómeno no hubiera ocurrido o fuera a desaparecer.

El nacionalismo ha vuelto pero no todos los nacionalismos son equivalentes porque no todas las identidades nacionales han sido construidas a partir de la misma experiencia histórica. Hay por ello historias diversas que conforman identidades muy diferentes: ¿qué tiene en común la experiencia de un griego o un portugués que está viendo como el sueño europeo se rompe en mil pedazos, con un alemán o un holandés que siguen confiando en un futuro prometedor, o con un español o un italiano que viven con preocupación no llegar a alcanzar nunca la prosperidad de los segundos y con terror de correr la suerte de los primeros?

Si en las próximas elecciones se consolida en Alemania una cultura política que olvida los agravios perpetrados durante los años del Holocausto, pasa por alto los costes de la unificación alemana y minusvalora con estereotipos interesados las consecuencias de las actuales políticas de austeridad, si todo esto ocurre (y es lo que está ocurriendo) el futuro de una Europa democrática, dispuesta a defender su modelo social, será cada vez más problemático.

Son, por esta razón, muchos los que en Alemania recuerdan que es necesario abordar el problema histórico-político que subyace a las actuales políticas económicas; son voces muy relevantes que no se cansan de advertir del peligro de la actual deriva pero cabe dudar, a la vista de los sondeos, que su posición llegue a producir un cambio en la mayoría electoral. La perspectiva mayoritaria llama a no ir más allá de la coyuntura inmediata, a no elevarse por encima del vuelo gallináceo. La tiranía del instante arrasa con todo.

El problema consiste en que esa tiranía del instante no tiene fronteras. Y si los nacionalismos de Estado de las potencias hegemónicas marginan de la agenda política todo lo que no les interesa, las identidades de los países que sufren los agravios no están dispuestas a sufrir en silencio y saben golpear donde más puede doler. Dos imágenes pueden ayudar a mostrar este choque entre identidades.

Angela Merkel visita un campo de concentración y es criticada por participar a continuación en un mitin político. Para muchos, mezclar en la misma tarde la cerveza y el recuerdo del exterminio es una banalización de la tragedia. Es indudable que es así para las victimas del Holocausto pero para la opinión pública mayoritaria el hecho no es motivo de escándalo: cuanto más lejos queda el mal perpetrado más fácil es asimilarlo, neutralizarlo y domesticarlo.

Más complejo, mucho más difícil, es afrontar los males presentes aunque no sean tan terribles como los ocurridos en los años 30. Y esos males están ahí. Por ello cuando Merkel visita los países que sufren los efectos de la actual política económica, de esa política inspirada por las elites alemanas, siempre se le recuerda en las calles la imagen de la peor Alemania, siempre aparece en las manifestaciones la caricatura de una Merkel disfrazada de Hitler. Ante este insulto los políticos alemanes se enfadan y los embajadores envían escritos a los medios de comunicación mostrando su enojo. Todo ello es comprensible pero es evidente que esa imagen injusta, desproporcionada, irá a más. Irá a más porque es la manera que tienen las identidades nacionales de los países agredidos de expresar su enfado, de explicitar su malestar, de mostrar que lo peor se está haciendo realidad.

¿Se pueden ganar elecciones yendo más allá de los intereses nacionales inmediatos? Esa es la gran pregunta a la que nos abocan las elecciones alemanas. Si el elector alemán no llega a asumir que la suerte del trabajador griego, del pensionista portugués o del funcionario español es también su propia suerte, el proyecto europeo se irá fracturando cada vez más. La desigualdad entre unos y otros países hará imposible cualquier armonía y la lucha de identidades se intensificará. Las identidades se construyen por recuerdos y por olvidos; bien está recordar males por los que a uno nunca le pueden pedir cuentas porque quedan lejanos en el tiempo. Lo que, sin embargo, no está lejano sino bien presente es lo ocurrido estos años, lo ocurrido a los alemanes y al resto de los europeos. Si los electores no piensan que algo va mal para muchos europeos y que es la hora de rectificar, las cosas acabarán yendo cada vez peor.

Todo esto nos lo jugamos los europeos el próximo 22 de septiembre. Estamos ante unas elecciones en las que algunos desearíamos que los electores escucharan a políticos alemanes experimentados, que con la sabiduría que acumulan los viejos de la tribu, les dicen a sus conciudadanos que cuidado, que ha costado mucho hacer de Alemania un país europeo y conseguir que se perdonaran los errores del pasado, pero que no se deben engañar: el resto de los pueblos europeos no permitirá una Europa alemana sin articular algún tipo de resistencia. Por ello estos viejos políticos, buenos conocedores de la Europa del siglo XX, piensan que antes de que sea demasiado tarde, es la hora de rectificar.

Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la Uned.

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