Algo que era sólido

«Es muy difícil llevar la contraria en España. Llevar la contraria no a los del partido o a los del bando contrario, sino a los que parecería que están en el lado de uno; llevar la contraria sin mirar a un lado y a otro antes de abrir la boca para asegurarse de que se cuenta con el apoyo de los que saben o creen que uno está a su favor; llevar la contraria a solas, a cuerpo limpio, diciendo educadamente lo que uno piensa que debe decir, lo que le apetece decir, lo que le parece indigno callar, sabiendo que se arriesga no a la reprobación segura de quienes no comparten sus ideas sino el rechazo ofendido de los que lo consideraban uno de los suyos».

Un buen amigo, uno de esos pocos españoles con visiones transversales de las cosas, me regaló el pasado fin de semana el evangelio laico de Antonio Muñoz Molina Todo lo que era sólido y en cuestión de horas descubrí que estaba de acuerdo con un 70% de sus reflexiones sobre lo que nos pasa –no está mal tratándose de un articulista que siempre ha publicado en la competencia– y desde luego con el 100% de lo que dice en los versículos 53, 54 y 55, dedicados a la pobreza del debate intelectual, y no digamos periodístico, en España. A ellos pertenecen estas citas «sisadas» hoy para, como dice Montaigne, «esmaltar y apuntalar» mi andamio argumental.

«Es muy difícil no pertenecer a un grupo, a una tribu, a una patria, a lo que sea, con tal de que sea seguro y colectivo, de que ofrezca una protección incondicional, si bien al precio de abdicar del derecho al libre pensamiento: a cambiar de opinión, a no ajustarse a lo que se exige o se espera, o se da por supuesto de uno, a no aprobar todas y cada una de las cosas que hacen aquellos de los que uno mismo se siente más cerca».

Desde su refundación en el Congreso de Sevilla del 90, el Partido Popular no sólo ha sido ese «grupo», «tribu», «patria» o, como yo decía el pasado domingo, «familia» a la que pertenecía Bárcenas, sino también el punto de encuentro de conservadores y liberales, el instrumento político de quienes creemos que el progreso de España no pasa por el intervencionismo de la izquierda. En las siete elecciones generales que han tenido lugar desde nuestro casi simultáneo nacimiento, EL MUNDO ha pedido el voto para el PP. Es verdad que siempre de forma condicionada y crítica, entreverada de desencuentros tormentosos como el que siguió a la decisión inicial de Aznar de no desclasificar los papeles del Cesid sobre la guerra sucia, de discrepancias sustanciales como la que nos llevó a oponer nuestras «cien razones» a la invasión de Irak o de decepciones amargas como la que venimos experimentando con el Gobierno de Rajoy por la tibieza de sus reformas y la perversidad de su política fiscal. Pero hasta hoy la burra siempre volvía al trigo.

Los que in illo tempore sacaron tanto lustre a mis partidos de pádel con Aznar o a la famosa escena del balcón de Carabaña, habrían deshilachado la bayeta si alguno de los comunes amigos presentes hubiera descrito en 2007 el momento en que Rajoy y yo nos quedamos encerrados en una de mis dos bibliotecas por culpa de la dilatación de una inmensa puerta de madera cargada de libros por dentro. Todos vimos en ello una metáfora de cómo el director de un periódico con una agenda regeneracionista estaría siempre dentro del mismo recinto intelectual que el líder del PP y a la viceversa. De hecho, durante la campaña del año siguiente argumentamos hasta la saciedad en favor del triunfo de Rajoy y yo mismo pasé horas y horas a su lado en su despacho de Génova, en el metro, en el bar La Hemeroteca, en la Alameda de Santiago o en la plaza del Obradoiro buscando y encontrando al hombre que se autodefinía como «previsible, patriota, independiente, moderado y resolutivo».

Es cierto que tras esa segunda derrota y a la vista de sus propias vacilaciones propusimos que se le aplicara la regla Adlai Stevenson y dejara el liderazgo con su respetabilidad intacta o intentara renovarlo de forma democrática –es decir, lo contrario de lo que sucedió en el congreso de Valencia–; y también es cierto que algún día le critiqué en términos tan crudos como para sentirme obligado a pedirle de inmediato públicas excusas. Pero concluidas esas escaramuzas, la realidad era que seguíamos encerrados en la biblioteca. No pasaban dos meses sin que cenáramos en casa de un mismo amigo común y, pese a mi buena química personal con Zapatero, EL MUNDO apoyaba nueve de cada 10 veces al PP en los meandros de su inexorable marcha hacia el poder.

Se han dicho y seguirán diciéndose muchas tonterías sobre las distancias marcadas por Rajoy desde su llegada a La Moncloa. Todo lo que no fuera el destierro a 10 millas a la redonda, con amenaza de pena de muerte, como le ocurre a Falstaff cuando trata de acercarse a su antiguo camarada el día de su coronación, estaba ya más que amortizado. Quien sube al trono está obligado a hacer suyas las palabras del príncipe Hal: «Bien sabe el cielo, y el mundo se dará cuenta de ello, que he renunciado a mi conducta anterior y quiero renunciar del mismo modo a los que fueron mis compañeros». Si ocurrió con Aznar, ¿cómo no iba a ocurrir con Rajoy?

La independencia de Rajoy respecto al total de los mortales, excluidos los diputados y cargos orgánicos del PP que a su vez dependen de él, vivifica en realidad el juego de la opinión pública pues nos libera a todos de la tendencia a ser comprensivos con aquel que se esmera en explicarnos sus actos. Pero la alternativa a la empatía y la complicidad política tampoco es el «a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga». Los problemas de España son de tal envergadura y la falta de alternativa, producto de la esclerosis del PSOE, resulta tan inquietante, que aunque Rajoy nos azotara no con el inane látigo de su indiferencia sino con el gato escorpión de nueve colas con que se desollaba a los amotinados, nos sentiríamos obligados a apoyarle a nada que introdujera rectificaciones como las que se vislumbran en el plan Soraya para las administraciones públicas, la reforma fiscal o la ley de unidad de mercado. Así era, así hubiera sido, hasta que el ex tesorero derribó la puerta de la biblioteca.

«Entre nosotros, el debate civil está tergiversado por la hipocresía. También por una sincera decisión de no ver, tan continuamente ejercida que se convierte en un hábito. No ver lo que se tiene delante de los ojos. Negarse a verlo si a pesar de todo se le filtra a uno a la conciencia. Verlo y hacer como que no se ha visto y no decir nada para no ser acusado de apostasía, de haberse pasado al enemigo…».

Pero algunos no servimos para eso. Desde que ayudé a mi amigo Ignacio Amestoy a montar hace 42 años El retablo de las maravillas como denuncia de la propaganda franquista sobre el «boom turístico español», he sentido aversión a los gregarios de Chirinos y Chanfalla. Lo siento, no está en mi naturaleza. A mí no me va a pasar lo que a aquel pope de la gauche divine que me dijo en su masía del Ampurdán que no leía EL MUNDO porque si sus amigos felipistas eran responsables de la guerra sucia, prefería no enterarse.

Ahora los sobres no son de cal viva ni tienen personas dentro, pero el relato del ex tesorero es igualmente in-sos-la-ya-ble. Yo no busqué a Bárcenas; Bárcenas me buscó a mí. ¿Qué podía hacer? ¿Negarme a escucharle, fingir que su relato no encajaba con otros testimonios anteriores, ocultar a los lectores su versión y servir de palanganero al Gobierno como viene haciendo algún colega, guardarme el original de la contabilidad B para negociar «dedaditas de miel» con La Moncloa como hizo mafiosamente otro, ejercer de intermediario para restablecer la comunicación con el paterfamilias, a través de las ocho, 10, 12 visitas del réprobo a la sede de la redacción como hizo el de más allá? La flecha no estaba en mi carcaj, yo no la puse en mi arco; pero una vez en él, debía partir.

En la página 52 del Libro de Estilo de EL MUNDO, coordinado por Víctor de la Serna en 1996, se pone un imaginario ejemplo extremo para ilustrar la importancia de las fuentes informativas: «Es evidente que el peso de una acusación de financiación ilegal de un partido político no es igual si la realizan fuentes que exigen el anonimato que si la hace el antiguo tesorero de ese partido». Ninguno de nosotros sabíamos entonces que existía Bárcenas, como tampoco sabíamos una década antes que existía Amedo. Pero sí sabíamos que de igual manera que nadie puede tener más credibilidad para desvelar la guerra sucia que el encargado de reclutar a los mercenarios, nadie puede resultar tan verosímil sobre el flujo de dinero negro como el encargado de recaudarlo, almacenarlo y gestionarlo.

El PP ha sido durante más de 20 años algo que para mí era sólido. Una esperanza de regeneración frente a los desmanes de la era González, una garantía de firmeza y eficacia –pese a sus graves errores– durante los gobiernos de Aznar, una alternativa frente a la mala gestión y los desastres varios de las dos legislaturas de Zapatero –tampoco exentas, claro, de aciertos– y finalmente una referencia de lealtad adversativa, defendiendo su programa y combatiendo sus actos, durante estos 20 meses de Rajoy en el poder. Ha habido acuerdos y desacuerdos, encuentros y desencuentros, alegrías y decepciones, pero en ningún momento he dejado de ver al PP como el antídoto frente a los GAL, la negociación con ETA o los falsos ERE y, sí, el antídoto contra Filesa, Malesa y Time Export.

Ahora no es que me caiga de golpe del guindo. Nunca pensé que sus finanzas fueran inmaculadas, nunca descarté que se recibieran algunos donativos ilegales o que alguien gurteleara con las adjudicaciones de obras. Pero de ninguna manera podía imaginar que ya desde aquellos años en los que la denuncia de las bolsas de dinero entregadas a Fali Delgado y los pagos de gastos electorales del PSOE mediante informes inexistentes se convirtieron en una de sus palancas para la conquista del poder, el PP estaba haciendo desde su propia sede lo mismo, de forma aún más burda y sistemática.

Nada sería tan cómodo y agradable como que todo lo que nos ha contado Bárcenas, primero a mí, después al juez Ruz, fuera mentira. Pero para ello sería imprescindible que durante 20 años Álvaro Lapuerta –no olvidemos sus visés– y él hubieran estado preconstituyendo pruebas para utilizarlas en caso de apuro y entreverando en ellas conceptos verdaderos –todos los pagos ya admitidos por sus perceptores– con otros falsos, altamente embarazosos para los dirigentes con quienes colaboraban, departían e intimaban.

En el apogeo de los años de plomo alegué que el felipismo no era «una plaga de langostas» sino el resultado de unas deficientes reglas del juego. Ahora me reafirmo en el diagnóstico, pero la regeneración requiere que la verdad vuelva a triunfar sobre el encubrimiento y estamos dispuestos a perseguirla otra vez con el mismo ahínco que entonces, concordando con Muñoz Molina en que «hace falta una serena rebelión cívica… para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política». Es verdad: «Se acabó el simulacro». Esta licuación del PP es el torrente imparable que desborda cualquier vaso.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

1 comentario


  1. Pues mire, yo no era lector de "El mundo" ni seguidor suyo pero este artículo le honra en cuanto sus palabras son inobjetables. O no lo son desde el punto de vista de alguien que no esté a favor de un partido u otro. Pero lo que más le honra es la lectura crítica y voluntariosa de sus contrarios. Eso además es loable. Un saludo.

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